Por Arturo Reverter
Il Duca d’Alba es una buena muestra de lo que se ha dado en llamar el Donizetti francés. Fue creada en una etapa en la que el compositor bergamasco trataba de hacerse un nombre y una posición en París, empleando en sus obras formas y estructuras de la ópera gala, aunque siempre sin renunciar a su estilo, italiano hasta la médula. Las dificultades que el operista había tenido con el San Carlo de Nápoles y con La Scala de Milán, durante mucho tiempo sus habituales centros de operaciones, habían determinado su aproximación hacia la capital del Sena, lugar cultural de moda.
La proclividad donizettiana hacia ese enclave se había detectado ya años atrás cuando, por ejemplo, en 1831 había compuesto, bien que en italiano, Gianni di Parigi pensando justamente en representar allí la obra. El primer contacto vino con Marino Faliero, estrenada en el Teatro Italiano en 1835 gracias a los oficios de Rossini. Enseguida escribió Donizetti L’assedio di Calais, obra muy francesa en sus planteamientos, que, como aquellas, no llamó la atención de los empresarios galos. El músico, sin embargo, insistió. Y tuvo su premio, primero con la versión francesa de Lucia di Lammermoor y con La fille du régiment, estrenada en la Opéra-comique el 11 de febrero de 1840. Al poco, el 11 de abril de ese año, presentó en la Opéra Les Martyrs, nueva redacción, en francés, de la tragedia lírica Poliuto, que había sido estrenada en La Scala en 1838. Seguirían, en el espacio de unos meses, La favorite, (nueva redacción de una ópera incompleta y no estrenada, L’ange de Niside) y, en orden de composición, Rita, ou Le maribattu, opéra-comique que no vería la luz hasta 1860. Donizetti aún habría de estrenar otras seis óperas antes de su muerte, dos de ellas también parisinas: el dramma buffo Don Pasquale y la grand-ópéra Dom Sébastien, roi de Portugal.
Naturalmente, a esta lista hay que añadir Le duc d’Albe, en la que trabajaba el músico en 1839. El libreto, de Eugène Scribe, venía rebotado de Halévy, que lo había rechazado. Más tarde el propio Scribe lo reharía, trasladando la acción del Flandes del siglo XVI a la Sicilia del XIII, para que Verdi compusiera Les Vêpres Sicilennes (1855). La ópera de Donizetti no se llegaría a estrenar al haber quedado incompleta. Es el título del que hoy nos interesa hablar al haberse programado en la temporada actual de la Ópera de Oviedo. En él el músico, aunque desde la perspectiva francesa, siguió manteniendo sus presupuestos compositivos, aquellos gracias a los que se había hecho un nombre y marcado unos territorios líricos muy definidos, dentro de los que se mostraba variado y capaz de anticipar, a través de construcciones de mayor concisión y viveza, ciertos rasgos propios del estilo verdiano, lo que podía procurar en ocasiones, como apunta Ashbrook, “un sentimiento más enérgico del movimiento dramático”, que era más estático y paralizado en Bellini. Se avistaba poco a poco la progresiva marginación del ornamento, de las fioriture, que durante tantos años presidieron cualquier creación lírica, no sólo italiana, sino europea (aunque Italia, desde sus bases napolitanas sobre todo, hubiera sido el alma mater) y que a partir de comienzos del XIX habían tenido en Rossini su máximo exponente.
El trazo melódico se hacía por ello, en la nueva época, que nace a finales de la tercera década del siglo XIX, más limpio, continuado, la escritura se aproxima en mayor medida a la prosodia natural, aunque, por supuesto, aún esté muy lejos la solución silábica, que habrá de acercar el canto al habla habitual, a la palabra, con sus propiedades fonéticas y significados semánticos. Se trata de ir subordinando en lo posible esa línea de la voz –la orquesta está por completo a su servicio- a la expresión, normalmente cargada de pasión ya claramente romántica, con lo que, en principio, pese a las deficiencias de los libretos, la veracidad dramática sale ganando. La construcción de las arias, dúos o conjuntos está mejor trabada, soldada, posee mayor fluidez, con lo que se obtiene una vocalidad que, aun cuando muchas veces no es trascendente, resulta útil y tiene un virtuosismo bien medido y con frecuencia nada gratuito. Características que el músico fue capaz de ir introduciendo también en el lenguaje y estructura de esas obra afrancesadas.
En la partitura original de Le Ducd’Albe falta, por ejemplo, el Preludio, aunque en el autógrafo, nos recuerda Ashbrook, se señala claramente el punto en el que se levanta el telón. El resto de ese primer segmento está completo, excepto las danzas previstas por el compositor y que habían de ocupar las tres páginas dejadas en blanco. Este acto está totalmente orquestado, a excepción de dos pasajes corales, que no disponen de acompañamiento. El acto segundo está a penas menos completo. Sólo están ausentes unos fragmentos de recitativo, el acompañamiento del coro de bebedores y el Allegro del juramento de los conspiradores. Sin embargo, de los otros dos actos Donizetti redactó poco más allá de la línea del bajo y alguna esporádica indicación sobre la instrumentación, esbozos fragmentarios sin ilación y, eso sí, el aria del tenor del cuarto acto, que finalmente, como veremos, fue transferida a La favorite. Por último, el coro de marineros de la escena final.
Parece que uno de los factores que determinó la no consecución del proyecto fue la actitud de la soprano Rosine Stoltz, amante del empresario Leon Pillet, a la que no gustaba nada el trabajo. Su rechazo fue la causa principal de que Donizetti decidiera utilizar el material de la mencionada L’Ange de Niside en la también citada Favorite, un tema y una música que sí placían a la caprichosa diva. Es sabido que Pillet hubo de pagar tiempo más tarde a Donizetti y a Scribe una indemnización de 15.000 francos por no haber representado la obra en el tiempo previsto en el contrato.
Hubo un par de intentos de llevarla por fin a escena, el primero a cargo de los sucesores de Pillet; el segundo en 1875 con ocasión del traslado de los restos del compositor y de su maestro Mayr a Bérgamo. Pero el estado inconcluso de la partitura truncó el proyecto. En 1881 Giovannina, viuda del editor Francesco Lucca, tradicional competidor de Ricordi, adquirió los pentagramas inacabados, que habían dormido el sueño de los justos entre los papeles de Donizetti, y se los entregó, para que los terminara, a un antiguo discípulo de aquél, Matteo Salvi, recomendado por tres profesores del Conservatorio de Milán: nada menos que Antonio Bazzini, Cesare Dominiceti y Amilchare Ponhiellii. AngeloZanardini, a quien recordamos como el traductor al italiano del libreto del Don Carlos de Verdi, se ocupó de verter los versos a la lengua de Dante.
El estreno tuvo lugar, por fin, de esta guisa, en el Teatro Apollo de Roma el 22 de marzo de 1882. Fue un gran éxito. Luego la ópera cayó de nuevo en el olvido hasta que Fernando Previtali la exhumó y la dirigió en una versión de concierto de la RAI en 1951. Ocho años más tarde, Thomas Schippers, con dirección escénica de Luchino Visconti, presentó su propia edición en el Festival de Spoleto, donde fue revisada en 1992. Pese a ello, la obra nunca ha llegado a entrar en el repertorio y en España es una auténtica rareza, de ahí la importancia de estas funciones del Campoamor, que, según se nos dice, emplean la versión preparada por Salvi, que, curiosamente es el autor –no Donizetti- de la página más famosa de la composición, el aria de tenor "Angelo casto e bel", que sustituía, lo que son las cosas, a la titulada "Ange si pur", que su maestro había transferido de La favorite, según lo más arriba expuesto.
La partitura, que es bastante irregular, conserva, claro, el marchamo donizettiano y contiene una escritura de evidente originalidad, con el empleo de inesperados cromatismos y una armonía sutil y variada. La secuencia de la conjura de la escena cuarta del segundo acto, que alberga un imponente himno a la libertad, es una curiosa sucesión de segmentos diversos e irregulares y ha llamado la atención de estudiosos como Piero Mioli, que la distingue, por su mayor complejidad, de las marcadas también por las ansias conspirativas en otras óperas famosas, como Guillaume Tell de Rossini o la más sencilla de la verdiana La Battaglia di Legnano. En Il Duca observamos, sin solución de continuidad: andante para recitativo y coro, maestoso para coro y solistas, brevísimo lento y también breve allegro para coro, allegro instrumental, recitativo, andante per recitativo, allegro vivace para coro y solistas, y larghetto para coro y solistas, además de varios informales momentos.
La ópera no está concebida, de todas formas, en plan grandioso. Así, el finale primo es un dueto y el finale secondo es un fugato sobre las palabras "Non abbiamche un sol signore/Dio chelegge a noi nel core" para un conjunto de diez voces: soprano, tenor, bajo, coro a tres de oficiales, barítono, coro a tres de soldados. Muy característica es, naturalmente, la convergencia de los estilos italiano y francés, lo que, a juicio de Mioli, produce una notable originalidad en las estructuras y origina resultados que preludian claramente la gran madurez verdiana, la que surge, tras la gran trilogía, con Vêpres y, más tarde, con Aida, en donde encontramos también esa sucesión de recitativo, arioso, partes melódicas y arias.
Apuntemos asimismo el final del tercer acto como número de fuerte impacto. Muy bellos la romanza "Ombra paterna" de Amelia d’Egmont, el aria "Nei miei superbi gaudi" del Duca, el coro "Liquor che inganna" y la mencionada aria sustitutiva de Marcello di Bruges escrita por Salvi, bien que ésta sea un tanto epidérmica y busque un efectismo belcantista que ya no cultivaba Donizetti. Evidentemente, la que inicialmente había situado ahí el bergamasco, "Spirto gentil", es muchísimo mejor. De ahí que a veces se la recupere.
La producción ovetense es la de la Ópera Ballet Vlaanderen, con dirección escénica de Carlos Wagner, de buen impacto visual, y cuenta con un reparto de sello hispánico, lo cual es de celebrar, que aparece encabezado por Ángel Ódena, barítono recio, seguro y sólido, buen cantante, de timbre algo mate y amplio vibrato, en la parte estelar, que estrenara en Roma Leone Giraldoni, un barítono de alto copete, de encomiable línea de canto y magnífica corrección musical, ya algo mayor en ese momento histórico (58 años). La mexicana Maria Katzava, lírica de buenas maneras, es para Amelia d’Egmont quizá un punto débil de encarnadura. Es una parte que creó Abigaille Bruschi-Chiatti y que está escrita para una auténtica dramática de agilidad, soprano sin duda sfogato, distinta de la limitato que canta La favorita y de la mayoría de las heroínas donizettianas, de talante algo más lírico, incluida la Elisabetta de Roberto Devereux. No se ahorran si naturales y do sobreagudos a esta Amelia, emparentada sin duda con la Hélène de Les Vêpres de Verdi.
En el reparto figuran asimismo dos importantes bajos españoles: Felipe Bou, competente y timbrado, de muy amplios registros, que canta Sandoval, y Miguel Ángel Zapater, tonante y oscuro, que incorpora a Daniele. José Bros posee méritos más que probados y es buen músico, pero no lo vemos del todo en una parte para un lírico pleno como la de Marcello que estrenara nada menos que Julián Gayarre. Josep Fadó, segundo tenor, es Carlo. La batuta, al frente de la Oviedo Filarmonía, la empuña un conocedor y especialista en ópera del periodo romántico como Roberto Tolomelli, director colorista, enérgico, que sabe respirar con las voces.
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