Por Raúl Chamorro Mena
Turín, 28-IV-2018, Teatro Regio. I Lombardi alla prima crociata (Giuseppe Verdi). Angela Meade (Giselda), Francesco Meli (Oronte), Alex Esposito (Pagano), Giuseppe Gipali (Arvino), Lavinia Bini (Viclinda), Alexandra Zabala (Sofia). Orquesta y Coro del Teatro Regio de Torino. Director musical: Michele Mariotti. Director de escena: Stefano Mazzonis di Pralafera
Al levantarse el telón del Teatro alla Scala el día 11 de Febrero de 1843, el público milanés contempló alborozado algo tan cotidiano para ellos como la Piazza de Sant’Ambrogio y la fachada de la Basílica de igual nombre. Efectivamente, Giuseppe Verdi y su libretista Temistocle Solera pretendían dar continuidad al colosal éxito de Nabucco y captar la atención de los espectadores desde el primer momento. No en vano, Bartolomeo Merelli, empresario del teatro, había ofrecido a Verdi, durante la segunda representación de la citada Nabucco, un contrato para componer una nueva ópera dejando en blanco el estipendio a percibir. Verdi -por consejo de Giuseppina Strepponi- consignó la cantidad de 8000 liras austríacas, es decir, la misma que había percibido Vincenzo Bellini por Norma. Este nuevo melodrama sería I Lombardi alla prima crociata, asunto en un principio histórico y de contenido religioso, aunque, finalmente, tendrá “de todo” y en el que Solera pergeña un libreto, basado en un texto de Tommaso Grossi, un tanto deslavazado y heterogéneo. Esta falta de unidad dramática de la obra permite, sin embargo, al entonces joven compositor ofrecer variedad y profundizar en su inagotable creatividad y ansias de experimentar al objeto, no sólo de sorprender e impactar al espectador, sino también y principalmente, de seguir evolucionando y superar tanto en el aspecto de la vocalidad como en la dramaturgia a sus ilustres antecesores del melodrama protorromántico italiano, Vincenzo Bellini y Gaetano Donizetti. Realmente es admirable como el genial músico (o mejor, uomo di teatro como le gustaba autodenominarse), que afrontaba los “años de galera”, consigue en un mosaico tan heterogéneo lograr momentos de gran fuerza dramática e inspiración musical, pasajes de gran originalidad y avances tanto en la escritura vocal como en la dramaturgia y siempre desde la más absoluta sencillez y con un irresistible toque de ingenuidad. La relación amorosa de la cristinana Giselda con el musulmán Oronte queda en un plano secundario, al igual que la conquista de Jerusalem por los cruzados, pues a Verdi le interesa mucho más la redención del malvado Pagano, el parricida que se convierte en ermitaño para purgar su culpa después de intentar asesinar a su hermano por celos y terminar acabando con su propio padre por error.
Desde 1926 no se presentaba I Lombardi en el Teatro Regio (en el antiguo edificio, que fue pasto de un incendio en 1936), en ese período temporal y hasta las presentes representaciones en coproducción con la Opera Real de Valonia-Lieja, sólo se había ofrecido en la capital del Piamonte una única ejecución radiofónica en el RAI Auditorium en 1957.
En primer lugar, es justo resaltar como se merece la magnífica dirección musical de Michele Mariotti, que garantizó articulación genuina, transparente y ligera, sin un asomo de pesantez, además de narración fluida, con el debido pulso y progresión teatral. Asimismo, la orquesta, a magnífico nivel, no se limitó a acompañar y estimular el canto, sino que “cantó” también junto a las voces. Mariotti se mostró delicado en el acompañamiento de los momentos de canto elegíaco e incandescente y enérgico -con el adecuado nervio y sentido del ritmo- en los pasajes más encendidos. Espléndidas las maderas toda la noche y una mención, cómo no, para la magnífica actuación del concertino de la orquesta Stefano Vagnarelli, que se lució en el interludio del acto tercero que constituye el concierto para violín y orquesta de la producción verdiana, una pieza de clara inspiración Paganiniana con lo que ello supone en cuanto a virtuosismo. Por si no fuera suficiente la originalidad, a continuación ese violín solista participa, como una voz más, en una de las gemas de la partitura, el terceto “Qual voluttà trascorrere”, que cierra dicho acto.
En el reparto vocal ha destacado Angela Meade como Giselda, la cristiana que se enamora de Oronte, príncipe musulmán, con lo que se gana la maldición de su padre y el desprecio de sus compatriotas. El clímax de todo ello es la gran escena final del acto segundo –otra punta de la partitura- con la gran aria de canto elegíaco “Se vano il pregare” y la incandescente cabaletta posterior “No, no giusta causa”, un alegato antibelicista que incluso ¡anticipa futuras venganzas musulmanas hacia Occidente!. La Meade sorteó con nota y una apreciable entrega la tremenda agilità di forza, los saltos interválicos, las vocalizaciones agresivas y la fiereza de la acentuación (“No, Dio nol vuole! Ei sol di pace scese a parlar!”), que recuerda tanto a su antecesora Abigaille. Ya en el primer acto la Meade había lucido su buen canto legato, elegante fraseo y facilidad para filar en la bellísima plegaria “Salve Maria” con un acompañamiento camerístico exquisitamente reproducido por Mariotti. Asimismo, la americana dominó los concertantes con su timbre penetrante y bien proyectado, mostró un fraseo siempre cuidado, pero en el que se echa de menos una mayor variedad y paleta de colores. Finalmente, la soprano norteamericana también sacó adelante una pieza tan virtuosística como la cabaletta “Non fu sogno!” del último acto, pasaje con una coloratura exigentísima y que la Meade cumplimentó no de forma deslumbrante, pero sí estimable.
Francesco Meli, en su Oronte, exhibió un sonido cada vez más ensanchado, cargado y abombado en el centro, con lo que se resiente la flexibilidad y se acrecienta la pesantez.
Se trata de un ejemplo más de la obsesión por querer aparentar más anchura de la que se tiene y “sonar más”, todo ello en un tenor que ha pasado de cantar Mozart y Rossini a anunciarse ya como Otello de Verdi en muy poquitos años y todo ello, encima, con un respaldo técnico más bien somero. En fin, un caso habitual en la ópera actual. Así las cosas y con unos agudos cada vez más forzados y atacados de cualquier manera (rozó el incidente vocal en su cavatina “La mia letizia infondere”), Meli nos ofreció al menos, un fraseo si no variado ni imaginativo, sí ardoroso y con esa comunicatividad tan genuinamente italiana, igual que su bello timbre. Esto último pudo apreciarse, particularmente, en la introducción al ya aludido terceto “Qual voluttà trascorrere”, sublime fragmento digno de codearse con lo mejor de la producción verdiana.
Alex Esposito encuentra su repertorio más afín, donde más rinde y en el que ha cimentado su carrera hasta ahora en Mozart y Rossini. En Verdi se encuentra en fuera de juego y su Pagano de timbre gris, falto de amplitud, plano de acentos, justo de presencia sonora y agudos taponados, resultó insuficiente. Giuseppe Gipali, tenor aconstumbrado a cantar partes de protagonista y que en esta serie de funciones afrontaba Oronte en la segunda distribución, resultó casi un lujo como Arvino, ya que a despecho de unos medios vocales de escasa seducción tímbrica, lució control y un fraseo bien aquilatado.
Sobresaliente el coro, tan exigido en esta ópera, en la que hay muchas escenas de masa. De un empaste, ductilidad y gama dinámica deslumbrantes (especialmente el coro femenino transmitió la sensación de que canta una sola por 30). Alcanzó cotas excelsas en los concertantes, en los coros de esclavas, en la introducción de la ópera en que narra los sucesos previos a la historia (lo mismo que posteriormente hará el bajo en el comienzo de Il Trovatore), en el magnífico himno de los cruzados y, cómo no en el cautivador “Oh signore del tetto natio”, el gran coro con el que Verdi y Solera querían repetir el triunfo del “Va pensiero” con la misma fórmula de “aria para coro” y texto que exalta la nostalgia por la patria.
En 1847 Verdi recibe el primer encargo de la Opera de París, todo un paso adelante en su carrera, y decide reelaborar I Lombardi y adaptarlo a las exigencias formales de la Grand Opera. De este modo surge Jerusalem (Opera de París, Salle Le Peletier, 26-11-1847). Pues bien, la presente coproducción a cargo escénicamente de Stefano Mazzonis di Pralafera con escenografía de Jean-Guy Lecat, sigue un camino diverso al compositivo, pues se ha estrenado en Lieja en 2017 para Jerusalem y ahora se presenta para I Lombardi, siendo su prinipal añadido esa fachada de la basílica de Santo Ambrogio de la primera escena, que en Jerusalem desapareció.
El que suscribe no puede más que subrayar su alegría al ver un montaje de los que se veían en Italia toda la vida. Bello y elegante a la vista, conforme a libreto, con un vestuario a cargo de Fernand Ruiz, fabuloso, de una gran belleza y colorido y con los artistas cantando siempre en la parte delantera del escenario. Como bien dice el propio Mazzonis de Pralafera en el magnífico libreto-programa editado por el Teatro Regio, en una obra como esta con un marco histórico tan definido no tiene sentido un cambio de época y el espectador gusta de ver en la ópera, especialmente en el melodrama romántico decimonónico, decorados y vestuario espectaculares, poder soñar con lo bello y evocar lo ideal, y no una muestra de su vida cotidiana. En fin, un movimiento escénico tan convencional como eficaz remata una puesta en escena impecable para una ópera en la que no tiene sentido alguno ningún tipo de konzep o reflexión filosófico-intelectualoide.
Foto: Ramella & Giannese
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