Una de cal y una de arena, es decir un Verdi y un Wagner caracterizan esta temporada del bicentenario en la Scala. Tras la arena, en el escenario y elemento relevante de una dirección de escena anodina, del reciente Nabucco, nos ha llegado ahora un Holandes escenicamente aun peor servido. Lo que ya es un record. Andreas Homoki tras presentar esta producción en Zurich, la ha traido a Milan. La noche del estreno recibió un sonoro abucheo, oído en la radio por los melómanos de todo el mundo.
Esta crónica se refiere, una vez mas, al turno A de abono: es decir a la tercera función. Al no dar la cara ninguno de los responsables del espectaculo, han caido desde el loggione (el gallinero de la Scala) tan solo dos "buhs" en direcciòn a la pobre Senta, que se ctragó de esta forma las rabietas del patio. Pero la gente -los de platea almenos- se apresuró una vez más con gran velocidad a buscar los abrigos y paraguas, sin casi hacer caso a los artistas que salieron a recibir muy tibios aplausos.
Homoki nos sitúa en una oficina comercial, posiblemente de una compañía de barcos que controla Africa (un mapa enorme de la parte sur del continente ocupa el centro de la escena colgando de la pared de una torre de planta octagonal y giratoria) cuyo jefe es Daland, el bajo Ain Anger de amplia voz pero más bien carente en los graves. Los marineros, incluyendo el timonel (desentonado, más que cantado, por un tenorcillo de verguenza ajena al que haremos el favor de no citar) se trasforman en empleados que, en cuanto el amo no los ve, dejan de trabajar: otro tópico. La aparición del Holandes, Bryn Terfel cuya voz tiende siempre más a la oscilaciòn a banda larga y que, pese a alguna que otra buena intención, canta todo abierto y emitiendo sonidos bastos, costituye el primero de los enigmas. Viste un abrigo de piel de simio y lleva un sombrero de copa desgastado y con una pluma roja. Por supuesto, pese que el barítono galés tiene cierta presencia, la fascinación tenebrosa un poco vampiresca que debiera ser caracteristica del personaje, se viene abajo y se sobrepone el ridículo involuntario.
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