Por Pedro J. Lapeña Rey
Nueva York. David Geffen Hall 24-II-2017. (Matiné). Temporada de abono de la Orquesta Filarmónica de Nueva York (NYPO). Director musical: Herbert Bloomsted. Sinfonías Octava en fa mayor, op.93 y Séptima en la mayor, op.92 de Ludwig van Beethoven.
En las últimas décadas del siglo pasado, era habitual ver como los viejos maestros, reposaban sus “tempi”. Pudimos asistir a multitud de ejemplos en el Auditorio Nacional de Madrid, donde maestros que sobrepasaban los 80 años y que nos dejaron en la década de los 90 como Sergiu Celibidache, Carlo Maria Giulini, Vaclav Neumann o Kurt Sanderling nos daban grandes versiones de obras del repertorio, llenas de intensidad aunque con tiempos más lentos de los que podíamos oír en sus grabaciones de décadas anteriores.
La temporada pasada reseñamos la maravillosa versión de la 9ª Sinfonía de Gustav Mahler por Bernard Haitink, donde ya comentamos que nos sorprendió porque los tiempos elegidos fueron bastante vivos, y desprendían alegría y ganas de vivir. Este viernes, en la matiné de la NYPO, nos hemos encontrado con dos interpretaciones en la misma línea.
El sueco Herbert Blomstedt, a sus 89 años –cumple 90 en el mes de julio– volvía por quinta vez en su vida al podio de la NYPO. Tres visitas a mediados de los 90 con programas donde en una parte acompañaba a solistas de prestigio –Bella Davidovich, Viktoria Mullova o Krystian Zimerman– y en la otra dirigía obras de “especialistas” –con Nielsen, Bruckner y Hindemith en los atriles-, dieron paso a una larga ausencia que terminó hace cinco temporadas donde acompañó a Garrick Ohlsson en un concierto mozartiano y en la segunda parte interpretó una obra de gran repertorio: la Quinta de Tchaikovski.
En esta ocasión dos obras clave del genio de Bonn. En primer lugar su Sinfonía n°8 en fa mayor, que sigue sorprendiendo hoy en día por la alegría de vivir que desprende. La compuso en el verano de 1812, una época complicada para Beethoven, cuando la sordera empieza a manifestarse en mayor grado y las dificultades económicas se acrecientan. El espíritu “biedermeier” está presente en toda la obra, y Herbert Blomstedt se sintió muy a gusto con ella.
Lo primero que sorprende del maestro sueco es su figura. Parece que los años no pasan por él. Llegó al podio a buen paso y se mantuvo de pie todo el concierto, sin ayudarse de un taburete. Dirigió sin batuta, exclusivamente con las manos, con unos movimientos no muy precisos, pero que a la vista de los resultados, los músicos sí entendieron. La única concesión fue la utilización del atril, eso sí sin partitura, que entiendo le servía para no tener problemas de equilibrio.
Además en este concierto ha tenido un hándicap añadido. Esta semana la orquesta ha compaginado este concierto con el del 50° aniversario de Alan Gilbert, por lo que la orquesta ha estado con dos programas a la vez, con las distorsiones que ello supone.
Su “nueva juventud” se manifestó desde el “Allegro vivace” inicial, un movimiento que desprendió fuego y contundencia a partes iguales, llevado a “tempi” rápidos, con altas dosis de energía y con un pulso preciso, bien es verdad que con algún desajuste y un sonido que no terminó de empastar. A destacar la regulación del “crecendo” de la recapitulación del tema final. El “Allegretto scherzando”fue precioso, con unas cuerdas precisas y mejor empastadas que eran una invitación a un utópico salón de baile. Más relajado el “Minuetto” donde maderas y metales rayaron a buena altura y las cuerdas, algo más relajadas que en los movimiento anteriores, ganaron en calidez. El “Allegro vivace” final, perfilado a tempo muy vivo, volvió a desprender fuego e intensidad. Blomstedt, más pendiente de conseguir el fraseo que quería, que de conseguir un sonido pulido se volcó más en resaltar efectos concretos como los tremendos cortes de la melodía principal por parte de los violonchelos.
En la segunda parte del concierto tuvimos la obra inmediatamente anterior en el corpus beethoveniano. La Sinfonía n°7 en La mayor, de un exacerbado lirismo y con una sucesión de ritmos bailables, fue estrenada en diciembre de 1813 en Viena en medio de una gran exaltación nacionalista debido a las derrotas de Napoleón entre 1812 y 1813. Tuvo un gran éxito popular y años después, Richard Wagner la describió como “la apoteosis de la danza; la danza en su más alta consideración; la realización más feliz de los movimientos del cuerpo humano en una forma ideal”.
Tras exponer el tema inicial de manera clara y pausada – Poco sostenuto - Blomstedt y los filarmónicos se lanzaron de nuevo a la piscina en el resto del movimiento, que fue flamígero. No dio tiempo a relajarse y atacó el intensísimo Allegrettocon un sonido rico y una interpretación matizada y de un trazo más fino que el de la Octava. El nivel subió en el Presto donde tanto la repetición del tema inicial como el del trío fueron estupendos. El Allegro con brio final no llegó al mismo nivel por pequeños fallos en los metales que lastraron en parte el resultado final. Algo que no importó al público que llenaba la sala. Los bravos se sucedieron para un maestro lleno de una energía contagiosa y que de momento no está dispuesto a dar su última palabra.
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