Por David Yllanes Mosquera | @davidyllanes
Boston. 21-IX-2019. Jordan Hall. Henry VIII (Camille Saint-Saëns). Michael Chioldi [Henry VIII], Ellie Dehn [Catharine d’Aragon], Hilary Ginther [Anne Boleyn], Yegishe Manucharyan [Don Gomez de Feria], David Kravitz [Le duc de Norfolk], Kevin Daes [Cardinal Campeggio], Matthew DiBattista [Le comte de Surrey], David Cushing [Arzobispo de Canterbury], Erin Merceruio Nelson [Lady Clarence], Jeremy Ayres Fisher [Garter King of Arms]. Odyssey Opera Orchestra. Dirección musical: Gil Rose
Para los melómanos viajeros como el que suscribe, la propia anticipación y programación del calendario, estudiando temporadas y ensamblando combinaciones, es una parte significativa de la afición. En este sentido, cada primavera el anuncio de la Odyssey Opera es uno de los más esperados, a pesar de su pequeño tamaño y juventud. Esto es así porque, en una realidad en la que los grandes teatros —especialmente en los EE. UU.— están abonados al sota, caballo y rey, esta compañía de Boston ofrece siempre un repertorio de lo más creativo. A veces, incluso, imposible de ver en otro lado. La experiencia nos dice, además, que sus conciertos tienen no solo interés musicológico sino también nivel musical.
No será una excepción esta temporada 2019/2020, en la que Odyssey programa un ciclo de óperas en torno a los Tudor ingleses con variedad de estilos: desde Pacini y Rossini a Rosner. De todo ello, quizás la propuesta más llamativa era Henry VIII, ópera de Saint-Saëns que, inexplicablemente, no se escenifica desde 2002 —aquellas funciones del Liceo que supusieron el regreso de Caballé después de 10 años— y no se ve en concierto desde 2012. Ello a pesar de la gran calidad de su partitura y de su fuerza dramática. No por nada el musicólogo Hugh Macdonald, en su recién publicado Saint-Saëns and the Stage (Cambridge University Press, 2019) termina el capítulo correspondiente diciendo: «de todas las óperas de Saint-Saëns, la necesidad urgente de una buena y completa grabación de Henry VIII es la más flagrante».
Henry VIII, basada en La cisma de Inglaterra, obra de juventud de Calderón de la Barca, nos narra el matrimonio de este rey con la primera de sus seis esposas, Catalina de Aragón, y su suplantación por una insidiosa Ana Bolena, quien a su vez mantiene un romance con el embajador español. Hay muchos cambios en la adaptación, como la supresión de todas las intrigas políticas en torno a Tomás Volseo (Thomas Wolsey), o el aderezamiento con algunos personajes y momentos provenientes de Shakespeare —el cardenal Campeggio, la ejecución de Buckingham—. Asimismo, se acorta el marco temporal: La cisma de Inglaterra termina con un triunfo católico —Ana Bolena ejecutada y María, la hija de Catalina, proclamada princesa de Gales— mientras que Henry VIII se cierra con la muerte de Catalina y con Ana Bolena casada, pero bajo sospecha. Los libretistas Détroyat y Silvestre fueron hábiles simplificando la trama pero sobre todo manteniendo el corazón de la obra, que es el tratamiento de Catalina como un personaje noble e inocente pero en absoluto ingenuo. En Calderón, la reina es capaz tanto de cazar las aviesas intenciones de Volseo a la primera («Pero bastará saber / ya que Amán os considero / que los preceptos de Asuero / no se entienden con Ester») como de perdonarlo y ampararlo cuando ambos han caído en desgracia, hasta que él reconoce en ella «la piedad más verdadera que venera todo el Orbe». En la ópera, Catalina obra de modo parecido con Bolena, a quien desafía en el segundo acto pero protege en el clímax, cuando quema la carta que la delata como adúltera, y es en general un personaje formidable en lo dramático y en lo musical. En justicia esta reina debería dar título a la obra en lugar del «docto ignorante» del rey.
Siguiendo su práctica habitual, Odyssey Opera ha querido ofrecer la versión más completa posible de Henry VIII, que en en este caso ha supuesto presentar fragmentos totalmente inéditos. En efecto, la más llamativa inclusión es un excelente septeto al final del segundo acto, justo antes del ballet, que Saint-Saëns se vio obligado a suprimir antes del estreno en 1883 en la Ópera de París. Este acto es una sucesión de escenas de intensidad creciente, en la que los personajes dejan claras sus posiciones y se enfrentan —incluyendo el gran dúo entre Catalina y Bolena en el que aquella le dice que Ana tiene a su marido pero ella tendrá la eternidad—. Terminarlo con una escena de conjunto, como en la versión de Odyssey, es mucho más satisfactorio. De menor longitud, pero gran importancia, es restauración de la intervención final del arzobispo de Canterbury proclamando el veredicto del sínodo. Menos necesario dramáticamente, algo reiterativo, es todo un cuadro de siete escenas cortas añadido al principio del tercer acto, aunque su música no desmerece al resto de la ópera.
Todo sumado, la función, con dos cortos descansos, duró cuatro horas y tres cuartos y nos descubrió una ópera superior a la que se podía conocer por las escasas grabaciones existentes. A pesar de su duración y de ser una versión de concierto, la velada no se hizo pesada en ningún momento, lo cual dice mucho de la labor del director Gil Rose y del resto del equipo. Quizá se echó en falta más variedad dinámica pero Rose mantuvo todo el concierto un pulso dramático admirable. La orquesta, ya experimentada tras varias grand opéras en los últimos años, respondió admirablemente, aunque hubo algún despiste aislado de las cuerdas, en particular en la «Dance de la gipsy» del ballet.
Por su parte, el reparto reunido en el Jordan Hall estuvo también a la altura. El barítono Michael Chioldi fue Enrique VIII, un personaje visceral que pierde complejidad respecto a la obra de Calderón, pero que aún así mantiene destellos de un conflicto interior («Domptant jusq’à ma conscience / pour rester toujours votre époux») y de fortaleza, como su gran enfrentamiento con el legado papal, en el que convence a toda la corte. Chioldi lo interpretó con total entrega y autoridad, siempre con buena línea de canto, aunque quizás faltó un toque de finura y nobleza. En cualquier caso, resultó una muy buena elección y transmitió con claridad el aspecto implacable del rey.
Como apuntaba más arriba, Catalina es el verdadero centro de la obra. Su carácter casi de santa, pero con gran fortaleza interior, estuvo bien capturado por la soprano Ellie Dehn, quien había interpretado ya el personaje en la anterior aparición de esta ópera, en el Bard College en 2012.Seguramente esta familiaridad la ayudó a conseguir la actuación más completa del reparto. Exhibió dulzura sin renunciar al dramatismo en las escenas finales de cada acto, además de ser capaz de proyectar unos satisfactorios agudos.
Cerraron el rectángulo amoroso la Bolena de Hilary Ginther y el Don Gomez de Feria de Yegishe Manucharyan. Al igual que los dos protagonistas, estos cantantes derrocharon entrega y, a pesar de las limitaciones de una función concertante, consiguieron transmitir satisfactoriamente los caracteres de sus personajes. Ginther, intrigante y ambiciosa, pero seguramente enamorada del rey y, al final, aterrada por su probable —e histórico— encuentro con el verdugo. Manucharyan, apasionado y torturado por su amor frustrado. Ambos ofrecieron un muy buen dúo en el segundo acto, en el que Gomez intenta reconquistar a Ana pero ella ya tiene su mente fija en el trono.
De entre los solventes secundarios, con varios cantantes habituales de la escena bostoniana, el cardenal Campeggio de Kevin Deas fue el más destacado, capaz de sacar mucho partido a su aria del tercer acto en una de las escenas resturadas.
En definitiva, este ambicioso proyecto se salda con un éxito rotundo, en mi opinión el mayor de la Odyssey Opera junto con La reine de Saba del pasado curso y el Dimitrij de 2017. Y a ver si más compañías siguen el ejemplo, que hay muchos Henry VIII durmiendo el sueño de los justos en las bibliotecas y archivos.
Foto: Odyssey Opera
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