Por Aurelio M. Seco / @AurelioSeco
Santander. 27-VIII-2017. Palacio de Festivales. Sala Argenta. Réquiem de Verdi. Orquesta Filarmónica de Luxemburgo. Orfeón Donostiarra. María José Siri, Daniela Barcellona, Antonio Poli, Riccardo Zanellato. Director: Gustavo Gimeno.
¿Tiene sentido programar un Réquiem en el contexto de un refrescante festival de verano? Pues depende; según sea el planteamiento; porque en principio choca un poco programar una misa católica de difuntos, escrita en su día por Verdi tras el fallecimiento de Alessandro Manzoni, para que la oiga un público recién salido de la playa del Sardinero. No es tan fácil encontrar acomodo al dolor entre tanta fiesta, siesta, sonrisas vacacionales y diversión veraniega. Menudo contraste, ¿verdad? ¿O debemos mirar las obras asépticas de contenido y justificación? Desde luego que no. Porque si uno asiste a la interpretación del Réquiem de Verdi como a la Sinfonía nº 6 de Beethoven entonces no se entiende nada. Y así estamos.
La ocasión era perfecta para relacionar el evento con los atentados islamistas de Barcelona. La atmósfera se hubiera entendido mejor y hubiera tenido más sentido y acomodo psicológico, para el público, músicos y director. La psicología es importante en la interpretación musical. Se perdió la oportunidad de decir unas palabras, y habiendo hecho la obra también en el País Vasco en el contexto de la Quincena Musical de San Sebastián, parece que venía a cuento.
El contexto interpretativo de esta ocasión fue el Festival Internacional de Santander, ciclo diseñado en lo artístico con acierto por el director de orquesta español Jaime Martín. El certamen tiene cosas en común con la Quincena Musical de San Sebastián, quizás demasiadas, pero se entiende que sea así para economizar, en general y también en concreto, pues son conocidos los problemas que la anterior gestión generó en el Festival de Santander y que Martín y su equipo llevan años padeciendo, compensando, arreglando. El Festival ha ofrecido citas de interés y apostado por potenciar el talento español o las entidades relacionadas de alguna forma con algún artista de nuestro país, algo que nos parece sabio y, hoy más que nunca, necesario, por corporativismo merecido además, ya que España es una verdadera potencia musical y sus músicos se encuentran entre los más interesantes del Planeta.
El concierto estuvo protagonizado por Gustavo Gimeno y la orquesta de la que es titular, la Filarmónica de Luxemburgo, además de por un cuarteto de cantantes con nombre. Los mimbres eran buenos y había expectación por observar el trabajo del director español, que está consiguiendo desarrollar una imponente y admirable carrera internacional. Gimeno tuvo la suerte de trabajar durante un tiempo al lado de Claudio Abbado, un período que le ha influido fundamentalmente, en su manera de dirigir y entender en general el mundo de la dirección. Nos parece obvio pero también necesario afirmar que en la versión oída el domingo había mucho de la mano de Abbado, sin menosprecio de una indudable pericia conductora de Gimeno, quien posee un gesto bello, claro y decidido, amable además con la orquesta, que recibe la señal con naturalidad y holgura. El trabajo conductor de Gimeno nos pareció meritorio, incluso admirable en general, por conocimiento de la partitura y su manera de solventar los problemas que planteaba, pero echamos de menos un trabajo expresivo más rico, profundo y emotivo.
No fue una versión emocionante del Réquiem, y eso a pesar del magisterio de Daniela Barcellona, maravillosa mezzo presente además en aquella versión histórica que Abbado grabó con la Filarmónica de Berlín con una Angela Gheorghiu sublime. Y aunque Roberto Alagna precipitara entonces demasiado el ritmo del famoso Ingemisco, la versión es histórica y emotiva por la ocasión y la bella versión obtenida por el maestro italiano. El director es siempre el que da la pauta y unifica con su intencionalidad y criterio las voluntades del conjunto. El silencio que Gimeno quiso prolongar al final de la obra nos pareció forzado, como seguramente se lo pareció al miembro del público que decidió romperlo con su aplauso antes de que el director español decidiera bajar las manos y dar la señal de inicio al resto de los asistentes. La versión no merecía tanto éxtasis gestual final. Ya desde los primeros compases expresados con la famosa cadencia andaluza se notó el estilo delicado, pero no expresivo, del director español. Porque impresionar por los efectos del Dies Irae parece lógico, pero tocar el corazón de manera especial con lo sutil es más difícil y comprometido. Gimeno mostró un gesto poderoso y certero en el Dies Irae, fragmento que la orquesta resolvió con brillantez, sin epatar. En realidad toda la partitura parecía estar bien estudiada y sopesada gestualmente, lo que aportó claridad interpretativa por parte de intérpretes y coro. La versión basculó más hacia una notable efectividad que hacia una versión de fuerte sentimiento trágico.
A Verdi le gustaba España, aunque sólo haya estado dos meses, en 1863. Se ve en los libretos de sus óperas y en cómo usó la preciosa cadencia española para empezar su obra más triste y sublime. El recurso también fue usado por Wagner, en el Sigfrido por ejemplo, varias veces, pero intuimos que sin tanto cariño por nuestro país. Vaya homenaje nos dio Verdi.
Barcellona fue la mejor del cuarteto solista, por presencia vocal y cualidades dramáticas. Para la dificilísima parte del tenor se seleccionó al joven Antonio Poli, cantante de bonita voz que afrontó con gran entereza la responsabilidad de interpretar algunos de los fragmentos más bellos del repertorio lírico occidental. Le faltó voz, y aunque usó con inteligencia e intención sus recursos, en momentos como el Ingemisco sus cualidades no estuvieron a la altura. O la orquesta tenía que haber bajado el sonido o él sacar a relucir unas cualidades dramáticas que, en este fragmento en especial, deben obligatoriamente aspirar a arrebatar.
María José Siri estuvo a la altura de la pieza, algo muy complicado dada su dificultad. Interesante soprano, sin duda, musical e inteligente, pero necesitada de un mayor dramatismo, ductilidad y presencia en el registro grave. Algunas inseguridades en las notas más agudas no permitieron iluminar la sala en algún momento clave, pero su versión fue meritoria, al igual que la del bajo Riccardo Zanellato, de voz elegante, natural y bien timbrada.
El Orfeón Donostiarra parece haberse renovado en las cuerdas femeninas, que vimos pobladas de voces nuevas y, como siempre, bellamente templadas. Habría que hacer lo mismo con las masculinas, necesitadas de la misma renovación generacional. Lo que sí debería plantear seriamente el conjunto es cambiar el vestuario femenino, horroroso y anacrónico. Vocalmente las prestaciones del Orfeón fueron magníficas, ofreciendo en todo momento un canto atento, natural, refinado y preciso que hacen del conjunto un lujo para nuestro país.
La versión estuvo llevada por el buen gusto interpretativo de coro y director, pero no fue más allá y había potencial para deslumbrar. Gimeno cambió la fe por el triunfo y triunfó por pericia y refinada solvencia, pero no por la profundidad de su versión ni por su forzado silencio final. Tras la última nota, por lo menos Claudio Abbado parecía que rezaba.
Foto: Javier Cotera
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