Por David Santana | @DSantanaHL
Madrid. 19-IX-2020. Teatro Real. Orquesta Titular del Teatro Real, Orfeón Catalán, Susanne Elmark, soprano; Aigul Akhmetshina, mezzosoprano; Leonardo Capalbo, tenor; José Antonio López, barítono; Gustavo Dudamel, director. Sinfonía nº 9 en re menor, op. 125 “Coral” de L. van Beethoven.
Cuando se habla de civilización occidental o, quizás más concretamente, de civilización europea, se me vienen dos cosas a la cabeza: las catedrales góticas y Beethoven. Las primeras por haber sido lo más destacado del paisaje de nuestras ciudades durante más de siete siglos, el segundo por ser el legado de lo pasado (el contrapunto de Bach, la sonata clásica e incluso lo popular...) que mira hacia el futuro en cuanto a la música se refiere.
Con todo ello, hay una diferencia sustancial entre ambas. Las catedrales son estáticas y perdurables y, aunque sufran algunos cambios con el paso del tiempo, no son más que meros embellecimientos que, en definitiva, no modifican sustancialmente la estructura. Con la música ocurre algo muy diferente. Es como si Beethoven simplemente nos hubiera legado unos planos y cada director tuviese la tarea de, como maestro de obras, construir, cada vez que se interpreta, una nueva catedral.
De ahí que haya una única Novena de Beethoven y a la vez tantas, incluso bajo la mano del mismo director, no hay dos veces que se repita exactamente igual y, por ello, cada nueva representación tiene sus fortalezas y carencias. Evidentemente, un maestro experimentado como Dudamel habrá visto ya los errores que se pueden cometer al construir esta complicada estructura y debería saber cuáles son los momentos críticos y cómo atacarlos para que no se produzca un fallo que haga tambalearse la estructura. Tampoco está todo el peso en el director, una buena mano de obra es importante, sobre todo esos artesanos, los maestros canteros que labran melodías como quien dota de rostro a un mármol o a un alabastro.
En el caso de la obra que nos presentó Gustavo Dudamel el pasado 19 de septiembre en el Teatro Real, se daba un factor añadido: la situación de crisis sanitaria. Así pues contamos con una plantilla algo más reducida de lo habitual. Con esta situación de partida, Dudamel fue inteligente planteándonos una versión en la que primó una atención absoluta a los pequeños detalles. Incluso para un oído inexperto resultaba sencillo captar a un tema pasar de una sección de la orquesta a otra. Indicativo, por cierto, de que a pesar del metro y medio de distancia, los diferentes miembros de la orquesta se escuchaban y, quizás ese sea uno de los mayores méritos de un maestro [de música o de obras]: conseguir que todos sus empleados busquen un único fin. Dudamel consiguió tanto que se diferenciaran cada una de las entradas de la fuga que da inicio al Scherzo como que empastaran vientos y cuerdos en las complejas capas armónicas del Adagio molto e cantábile.
También supo imprimir su sello especialmente en el Scherzo, con una versión muy juguetona y unos silencios bien esgrimidos, acentos marcados y unas contundentes transiciones al tema B, uno de los momentos críticos de la Sinfonía que supo resolver de excelente manera. No tan bien estuvieron otras partes delicadas como el arranque de la sinfonía que a punto estuvo de resultar caótico, y la entrada del tenor en el último movimiento, demasiado acelerada. No se vio cómodo al tenor Leonardo Capalbo.
En cuanto a la parte vocal, fue curioso como poco que al coro del Orfeón Catalán se le hiciese cantar con mascarilla, lo que unido a la plantilla reducida hizo que echase de menos algo más de potencia en su gloriosa entrada, pero sabemos que suelen hacer un excelente trabajo y que esto se debe únicamente a las penosas circunstancias que nos ha tocado vivir.
En los solistas destacó el barítono José Antonio López con un solo como nunca antes había escuchado. Sus licencias y su flexibilidad vocal nos permitieron escuchar un pasaje muy teatral, representando más que cantando, casi como si de un preludio a la estética wagneriana se tratase, lo que resultó sorprendentemente grato. A Capalbo, como ya he comentado le falló la velocidad que tomó Dudamel para su solo, que quedó algo deslucido. Aigul Akhmetshina supuso un buen empaste para los momentos conjuntos y a Susanne Elmark le faltó conseguir un agudo menos estridente y más redondeado y suave, ya que pareció que entonaba más una tragedia que un canto a la alegría.
En definitiva, Dudamel nos ofreció una versión de la Novena en la que supo aprovechar las circunstancias para trasladar el enfoque a otros ángulos a los que otros maestros quizás no habían sabido mirar y, así, aunque uno no se pudiera asombrar de la majestuosidad de una obra colosal, sí que se pudo admirar la minuciosidad de los detalles.
Foto: Javier del Real / Teatro Real
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