Por Xavi Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. 27-III-2021 Gran Teatro del Liceo. Giuseppe Verdi: Otello. Gregory Kunde (Otello), Carlos Álvarez (Jago), Krassimira Stoyanova (Desdemona), Airam Hernández (Cassio), Francisco Vas (Roderigo), Felipe Bou (Lodovico), Fernando Latorre (Montano), Mireia Pintó (Emilia), Gabriel Diap (Araldo). Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatre del Liceu. Dirección musical: Gustavo Dudamel. Dirección coral: Conxita Garcia. Dirección escénica: Amélie Niermeyer.
La del Gran Teatre del Liceu es una historia larga que ha conocido el esplendor y que, durante algún tiempo, frecuentó la gloria. Pruébelo la nómina –recordada en cada programa de mano– de batutas ilustres que en alguna ocasión dirigieron la orquesta del teatro: Arturo Toscanini, Erich Kleiber, Otto Klemperer, Hans Knapperstsbusch, Bruno Walter, Fritz Reiner, Richard Strauss, Igor Stravinsky, Manuel de Falla o, más recientemente, Riccardo Muti e incluso Kirill Petrenko. Ahora bien, la participación liceísta de estas figuras egregias ha sido puntual y tal vez esto explique la condición de acontecimiento que ha adquirido la segunda presencia, en lo que va de temporada, de Gustavo Dudamel en el foso barcelonés, ahora en ocasión nada menos que del Otello verdiano. El cúmulo de circunstancias que ha motivado esta realidad extraordinaria no es ningún secreto: se constata una pandemia que hunde su origen oscuro en la remota China; entre el sinfín de consecuencias de esta debacle, está la cancelación de la temporada de la Filarmónica de Los Angeles; esto libera de manera significativa la agenda del maestro Dudamel, director titular de la mencionada orquesta; la dirección del Liceu, ávida de revulsivos en medio de una temporada cercenada a razón de las medidas contraepidémicas, aprovecha agudamente la coyuntura para traer al maestro venezolano al teatro de Las Ramblas, aunque esa agudeza ha sido sufragada, en esta ocasión, por un incremento astronómico del precio de las entradas: 30 y hasta 60 euros garantizan una formidable visión nula, mientras que el coste de las localidades más nobles asegura el sangrante desgarro de los bolsillos plebeyos.
En todo caso, no me demoraré más en la soflama crítica de algo que en este país es tan acostumbrado como los garbanzos. Además, ustedes que consienten en leer estas líneas habrán venido aquí para tener noticia de la función liceísta de la prodigiosa penúltima ópera de Verdi, y mi cortesía y compromiso no pueden defraudar esa expectativa. A fin de cuentas, bien es cierto que la presencia de Dudamel en el foso barcelonés ha sido galvanizadora, aunque en esto me detendré hacia el final de estas líneas.
No menos extraordinaria que la presencia de Dudamel al frente de la orquesta es la propia programación de Otello en el Liceu, que se reduce a dos ocasiones, desde la reapertura del teatro tras la reconstrucción. Una escasez para la que pueden conjeturarse varias y previsibles razones: en primer lugar, la complejidad de una partitura y un libreto de enorme exigencia orquestal, solista, coral y escénica; en segundo lugar, el languideciente panorama actual de voces verdianas y, por ende, apropiadas para los roles protagónicos; en tercer lugar, la completa inexistencia, a día de hoy, de un solo tenor que pueda asumir el rol del moro de Venecia sin desmerecerlo, algo que no tiene visos de subsanarse, si se tiene en cuenta que bastarían los dedos de una sola mano para contar los tenores que a lo largo de toda la historia han logrado una creación memorable de este emblemático personaje, en lugar de engrosar la larga relación de «fonadores bárbaros» y «peces fuera del agua» que han incurrido estrepitosamente en la vulgarización del codiciado rol verdiano. Quizás, en última instancia, cabría preguntarse si es necesario, por el momento, insistir en la programación de esta ópera. Quizás tampoco sea obligatorio responder ahora a esa pregunta.
Sea como fuere, el Liceu ha traído de nuevo esta obra imponente y lo ha hecho substituyendo, por razones pandémicas, la inicialmente prevista producción de la Royal Opera House de Londres por una producción de la Bayerische Staapsoper firmada por Amélie Niermeyer. Una producción que pretende desplazar el centro de la tragedia hacia Desdemona: si Shakespeare y el libreto de Arrigo Boito presentan a Desdemona, a fin de cuentas, como víctima colateral de la conspiración urdida por Jago contra Otello, Niemeyer trata de traer a un primer plano a la sufrida esposa del moro para darle una entidad dramática equivalente a la de los dos personajes masculinos. Sin embargo, dos problemas salen al paso de esa intención. Por un lado, que el libreto y la partitura la contradicen tozudamente; por otro lado, que, en consecuencia, Niermeyer no puede sino incurrir en una impostura más bien burda que se materializa en varios aspectos. En primer lugar, la forzada omnipresencia en escena de Desdemona, a quien se ubica en su aposento, siempre visible para que seamos partícipes de su entidad sufriente, algo que escénicamente puede funcionar en alguna ocasión, pero que generalmente despista la atención dramática en las escenas dominadas por Otello y Jago, acaso las más determinantes de toda la obra. En segundo lugar, la invocación de la entidad de Desdemona se sustenta también –de manera innecesaria– en una presentación completamente tergiversada del personaje de Otello, quien aparece vestido como un mero burócrata y que se mueve por la escena como un pobre diablo, lo cual echa por tierra buena parte del núcleo de tensión dramática en el que se cimienta la obra. Acaso sea necesario recordar, para desbaratar un entuerto de rabiosa actualidad, que cualquier condición reprobable de un ser humano (la de asesino, maltratador, explotador, etc.) no implica necesariamente la condición de pobre diablo o de cualquier otra forma de mediocridad. Acaso tampoco esté de más recordar que esta deseable disociación no presupone la sublimación del crimen, el maltrato o la explotación.
En definitiva, el montaje de Niermeyer alza una denuncia contra la violencia de género y desatiende otra problemática de enorme vigencia en nuestros días como es la visión del otro. En la tragedia de Shakespeare, la entidad racial de Otello como cifra de una otredad conlleva una enorme conflictividad que determina o precipita, en realidad, buena parte de los acontecimientos. Niermeyer desaprovecha por completo este aspecto verdaderamente intrínseco de la obra para enarbolar otra bandera y obtener, así, una complicidad acaso más fácil. Una lástima.
En 2013, Gergory Kunde debutó como moro de Venecia. Su desempeño fue saludado como una hazaña y poco menos que un milagro. El otrora tenor lírico-ligero, que había consagrado la primera parte de su carrera al repertorio más puramente belcantista, se adueñaba entonces del gran emblema del repertorio dramático para tenor, del rol más codiciado de todos (con permiso de Tristan). No cabe duda de que Kunde ha sido un buen tenor, comprometido y honesto sobre las tablas, pero a día de hoy su voz sigue siendo la que siempre fue: una voz claramente lírica y sin rotundidad dramática en el timbre. A ello se le debe sumar el agravante de unos dilatados 67 años. Una edad que, por otra parte, bien justificaría tildar de proeza su actuación del pasado sábado, pero no creo que ese juicio, aunque cierto, sea del todo justo.
Las ya comentadas particularidades de la producción de Niermeyer no favorecieron el desempeño escénico del tenor norteamericano. La caracterización del personaje no hizo más que destacar la apariencia ya provecta de Kunde, algo que, unido al movimiento escénico y la gestualidad del cantante (condicionados –se entiende– por la dirección escénica), contribuyó a un general desdibujamiento del personaje. No obstante, la gran baza del tenor estadounidense fue en aspecto vocal. Se aprecia que Kunde, tras largos años de experiencia, aborda el rol con entusiasmo y lo domina con solvencia para llegar al final con fuerzas. Kunde exhibió, desde el inicial «Esultate!», una voz bien proyectada y con un timbre que, si no es especialmente bello, sí revela una emisión clara y franca, no engolada o artificiosamente oscurecida, como es triste costumbre precisamente entre tenores que hoy abordan el repertorio spinto y dramático. Kunde no vocifera jamás, trata de cantar siempre, intenta mantener una línea musical que rechaza la declamación estentórea. Sus agudos fueron seguros y aguantó el tipo en todo momento, acomodándose relativamente a los muy distintos estados de su personaje. Trató de ser lírico en el dúo con Desdémona que cierra el primer acto («Già nella notte densa»); dramáticamente desesperado ante las artimañas de Jago; impetuosamente enfurecido en «Si, pel ciel marmóreo giuro!», junto a su diabólico alférez. Lo intentó con recursos de experiencia, con astucia, pero con honestidad, y se sobrepuso. Sin embargo, no logró un personaje creíble. La inexistencia de registro grave, la carencia de un verdadero timbre dramático y ciertas oscilaciones en frases de largo aliento diezmaron, finalmente, una actuación digna de aplauso, pero no memorable, no a la altura de lo que debe ser un Otello. Con todo, es difícil imaginar hoy en día un Otello mejor que el de Kunde, y esa sí que es una realidad trágica.
Contar con Carlos Álvarez para dar vida a Jago es toda una garantía. El barítono malagueño es, desde hace ya muchos años, un intérprete de referencia en el vasto y exigente repertorio baritonal verdiano y el pasado sábado lo volvió a demostrar. Con su timbre recio y rotundo, de franca vocalidad verdiana, Álvarez encarnó con prestancia en todos los aspectos al intrigante alférez. Es cierto que el malagueño adoleció, en algunos momentos puntuales, de una proyección insuficiente, como por ejemplo hacia el final de su gran escena, el «Credo», aunque cierto es también que Dudamel no se lo puso fácil, como más adelante comentaré. En todo caso, esa siempre ha sido la única mácula de Álvarez con respecto a algunos ilustres antecesores inmediatos como Piero Cappuccilli o Sherryl Milnes. Sin embargo, el barítono español compensa esa carencia con una presencia escénica poderosa y dominante y, por supuesto, con una emisión homogénea en todos los registros, con agudos sanos y sólidos, y con un canto tan entregado como esmerado, atento siempre al texto, tan importante en el rol de Jago. Conocedor de hasta el más remoto recoveco del personaje, Álvarez volvió a demostrar el sábado pasado que no hay hoy nadie más idóneo para encarnar a Jago.
Krassimira Stoyanova firmó, como Desdemona, una actuación ascendente. La soprano búlgara exhibió una voz de bello esmalte, sólida emisión y proyección siempre presente. Su canto siempre fue cuidadoso, si bien el dúo con Otello que concluye el primer acto la soprano mostro cierta falta de ligazón, con alguna que otra respiración entrecortada, algo que Stoyanova fue enmendando a medida que avanzaba la ópera. En el terrible dúo del tercer acto con Otello («Dio ti giocondi, o soposo»), la soprano búlgara supo mantener vocalmente el pulso de la tensión escénica. De hecho, Stoyanova mostró en todo momento una notable implicación dramática con su personaje, aun cuando el montaje no le facilitó las cosas, como en los largos lapsos en que tuvo que estar al fondo del escenario, mientras la escena discurría entre Jago y Otello.
Con la llegada del cuarto y último acto llegó también lo mejor la actuación de la soprano. No en balde, Verdi reserva para el inicio del último acto la gran escena de Desdemona, con la canción del sauce y el «Ave Maria». Stoyanova toda esa escena en el momento más exquisito de toda la función, con un canto prodigioso, absolutamente conmovedor por su belleza y por la su oportuna delicadeza. Toda la bondad y la fragilidad de Desdemona fue cifrada por Stoyanova en ese inicio del cuarto acto.
Al margen del terceto protagonista, Airam Hernández dio vida a Cassio, el chivo expiatorio de la conspiración urdida por Jago. Pese a tratarse de un personaje secundario, no es el de Cassio una parte fácil, ni mucho menos. A nivel vocal, tiene intervenciones comprometidas, como la escena del vino con Jago, en el primer acto, que suele poner en aprietos a más de un tenor. Por otra parte, su relevancia en la trama obliga a contar con un cantante con suficiente presencia escénica. Ante esas exigencias, Hernández no se amedrentó y mostró enjundia y consistencia vocal en el primer acto, con una voz lírica de emisión clara y timbre atractivo.
Francisco Vas asumió la parte de Roderigo y una vez más demostró su gran valía como comprimario, pues el tenor aragonés es siempre capaz de ofrecer creaciones de interés con cualquier personaje que caiga en sus manos, por breve que sea, y no es ese un mérito pequeño, como tampoco fue menor el mérito de la intervencion de Mireia Pintó como Emilia, un personaje con pocas intervenciones, pero intensas, y que la mezzosoprano manresana resolvió con carácter y una fuerte presencia en las tablas. Completaron el reparto con corrección y solvencia Felipe Bou, como Lodovico, Fernando Latorre, como Montano, y Gabriel Diap como Araldo.
Como insinuaba al inicio de estas líneas, la presencia de Gustavo Dudamel en el foso del Liceu era el gran reclamo de este Otello y, con todo, lo cierto es que el director venezolano, como ya hizo en el Il trovatore de inicios de temporada, volvió a revolucionar el teatro y convirtió, de nuevo, a la orquesta del Liceu en otra. De inicio a fin, el conjunto sinfónico del teatro mostró, bajo la batuta entusiasta de Dudamel, una concentración y una solidez en todas las secciones inusitadas. En manos del maestro venezolano, las cuerdas ya dejan de ser escuálidas para tomar densidad, los vientos son precisos y la percusión es tan incisiva como sutil. No obstante, la interpretación de Dudamel no estuvo libre de mácula, especialmente en lo que concierne a los momentos de mayor estruendo de la partitura verdiana, como la tormenta con que inicia la ópera, en la que Dudamel incurrió en cierto estrépito y, aunque no llegó a perder el control concertante, sí que orilló en algún momento cierta desincronía con el coro, que, ostensiblemente reforzado, firmó una actuación de relieve. También en el segundo acto el ímpetu del director ahogó un tanto las intervenciones de Álvarez y de Kunde, al final del Credo o en el dúo «Si, pel ciel marmoreo giuro!». Por lo demás, la lectura de Dudamel fue un dechado de tensión, precisión y delicadeza, así como de claridad expositiva de las tupidas texturas de la partitura verdiana. Tal y como ya hiciera en ocasión de Il trovatore, el director venezolano ofreció una interpretación verdiana que engarza, en buena medida, con las lecturas del maestro Riccardo Muti, a propósito de una vitalidad arrebatadora que no desatiende el detalle sutil. Acaso esa sea la mejor forma de invocar a Verdi, tantas veces vulgarizado con interpretaciones burocráticamente adocenadas. Acaso uno desee que la presencia de Dudamel en el foso del Liceu sea, en el futuro, un acontecimiento menos extraordinario.
Fotos: David Ruano
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