El viernes a las 20 horas, el director de orquesta español Guillermo García Calvo (Premio Codalario "Mejor artista 2013") se pondrá al frente de la Orquesta de la Comunidad de Madrid para ofrecer su versión de Curro Vargas, drama lírico en tres actos con música de Chapí y letra de Joaquín dicenta y Manuel Paso Cano, cuyo estreno está levantando una gran expectación en el contexto musical de la Península, ya que se presenta como una de las producciones más esperadas del año en el Teatro de la Zarzuela de Madrid. Todo apunta a que la producción, que el teatro ha querido guardar en secreto hasta el último momento por petición expresa de su director de escena, Graham Vick, será otro de los puntos de interés de la noche.
Acaba de dirigir L´elisir en la Ópera de Viena. ¿Es usted consciente de estar haciendo historia en Viena como uno de los pocos directores españoles que dirigen allí regularmente?
Soy consciente del privilegio que supone tener una relación tan particular con ese teatro. Buena parte de lo que soy como músico y como persona se lo debo a la Staatsoper de Viena, que lleva acompañándome desde las primeras horas en que salí de España, literalmente. El primer día que llegué a Viena, en junio de 1997, para hacer la prueba de acceso a la clase de Dirección de Orquesta en la Universidad (en aquel entonces Hochschule für Musik) vi que mi futuro profesor, Leopold Hager, dirigía esa noche El cazador furtivo de Weber. Y allí fui. Todavía hoy recuerdo el impacto que causó en mí el primer “do” largo de la obertura, en un inmenso crescendo, estremecedor, que surge de la nada, aquella primera vez en ese templo de la música. Sin embargo me gustaría también restar trascendencia a toda este pasado, que aun siendo para mí de inestimable valor, en el caso de otros músicos ha podido tener un valor equivalente en cualquier otra ciudad o circunstancia.
¿Qué ofrece Viena para que haya decidido que sea su lugar de residencia habitual?
Retomando la respuesta de antes, la química entre Viena y yo sencillamente funcionó, y en muchos sentidos. Siempre tuve la sensación de que debía estar allí, e incluso en los momentos difíciles en la época de estudiante sentía que debía continuar, que no debía tirar la toalla. Es algo quizá irracional, pero que me ha enseñado a escuchar a mi intuición y a no intentar controlarlo todo con el intelecto. Pronto, los acontecimientos “reales” dieron la razón a esa intuición: el mismo curso que terminaba la carrera de Dirección se dio la coincidencia de que en la Ópera necesitaban un correpetidor para cubrir una baja y así comenzó una relación profesional que llega hasta nuestros días y que espero que me acompañe siempre. Y lo más importante: poco antes de empezar a trabajar conocí a la que hoy sigue siendo mi pareja, estando los dos de público en las económicas entradas “de pie” (Stehplätze), costumbre habitual entre estudiantes, jubilados y gente con pocos recursos. Ella es austriaca, y, a pesar de la Ópera Estatal, sin duda el motivo principal por vivir en Viena, y la otra parte de mí que había de encontrar sin saber bien el por qué de la gran atracción que ejercía esa ciudad en mí.
Vuelve al Teatro de la Zarzuela para dirigir Curro Vargas, de Chapí. ¿Cuál es su valoración de la obra?
La partitura, desde la primera nota hasta la última, arde de pasión y deseo. Cada uno de sus tres actos es una obra maestra y compacta de introspección psicológica, de equilibrio entre las partes de profundo dramatismo y los pasajes cómicos, que enfatizan aun más el dolor de los protagonistas, de manera similar al universo mahleriano en el que todos los aspectos de la existencia están contenidos, y de una genial arquitectura dramática, que nos transporta en cada uno de los tres Finales al límite soportable de tensión emocional. Posiblemente estemos ante la obra romántica más importante de la música española.
¿Qué edición crítica está usando?
Tenemos la gran suerte de contar con una edición de lujo, recién elaborada con exquisito cuidado por Javier Pérez Batista y editada por la SGAE y el Instituto Complutense de Ciencias Musicales. No merece menor justicia Ruperto Chapí, que, al margen de la indudable calidad de su Curro Vargas, fue uno de los promotores y fundadores en 1899 de la Sociedad de Autores de España.
No es frecuente hablar sobre los materiales con que trabaja un director pero, ¿hasta qué punto es importante que estén en buen estado?
Personalmente pienso que es fundamental como director trabajar con el mejor material disponible de cada obra que se va a interpretar. El “mejor” quiere decir en este contexto el más fidedigno a la intención del compositor. La labor musicológica ha desempeñado un gran papel en el panorama musical de las últimas décadas, lo cual es una gran suerte para todos nosotros. Creo que la misión del intérprete empieza por la elección del material con el que va a trabajar, y esto es, si bien queda un largo camino, cada vez menos difícil.
¿Cómo se enfrenta a una obra por primera vez? ¿Cómo es su proceso de estudio?
Cuando estudio una obra por primera vez intento hacer el recorrido que hizo el compositor para escribirla, pero en sentido inverso. Generalmente me pongo al piano para ir descifrando poco a poco las armonías, la instrumentación, la estructura de la pieza, etc. Todo ello es una manera de acercarse a la mente que escribió eso. Se trata de intentar comprender qué sentimiento, qué emociones llevaron al compositor a poner esas notas en un papel. Cada creación artística es para mí una manera consciente o inconsciente de transformar el mundo. Como intérprete tengo la oportunidad de entrar en contacto con esas personas e intentar comprender cómo y por qué han querido transformar el mundo y hacerlo más bello.
Durante los ensayos, ¿suele ponerse usted mismo al piano? ¿Le parece mejor que contar con un pianista acompañante?
Por supuesto que en los ensayos escénicos de ópera es un pianista correpetidor el que toca la parte de orquesta. Sólo en determinadas ocasiones, por ejemplo en ensayos musicales con cantantes o con un instrumentista que va a tocar conmigo un concierto de solista, me gusta sentarme al piano y tocar. Es más directo, más íntimo se podría decir. Producir sonidos uno mismo con un instrumento, en mi caso el piano, es una experiencia más “terrenal” y, para mí, la base que nutre esa otra forma de hacer música, la dirección de orquesta, más mística, menos “terrenal”. Tocar el piano es como soñar que uno podría volar un día. Dirigir es realizar ese sueño.
En junio debutará al frente de la OCNE con Elena e Malvina, de Ramón Carnicer, en Auditorio Nacional de Música (Madrid), ¿una obra arriesgada para afrontar su primera relación con la Nacional no cree?
Sin duda un debut es una ocasión muy particular y siempre arriesgada, pues igual que en un primer encuentro con una persona, nunca hay una segunda oportunidad para dar una primera impresión. En el caso del debut con la OCNE no voy a tener mucho tiempo de pensar en ello, porque la obra es un descubrimiento tan fascinante, que creo que las ganas de transmitírselo, de contárselo a los músicos y a los cantantes, van a ocupar toda mi atención. Elena e Malvina es una ópera en la mejor tradición del bel canto italiano, escrita en un lenguaje cuya austeridad y refinamiento permite una interpretación de gran expresión e individualidad, tanto para los solistas como para el director, y el hecho de no haber sido tocada nunca al menos en el último siglo, brinda además una oportunidad única de que la orquesta y yo nos conozcamos en un terreno virgen para todos.
Hace unos días falleció Claudio Abbado. ¿Sería tan amable de hacer una valoración de Abbado como director?
Claudio Abbado ha sido para mí el director que mejor ha sabido escuchar. Ésta ha sido, en mi humilde opinión, la clave quizás para comprender su genialidad, su mayor virtud, y un ideal para nosotros, seamos músicos o no, pues saber escuchar es un arte en el todos tenemos mucho que aprender. Él supo sacar lo mejor de cada músico porque le escuchaba en cada instante, en cada frase, en cada nota, como si fuera cuestión de vida o muerte. Esa pasión extrema, esa forma radical de vivir el “aquí” y el “ahora”, fundiendo su ego con el de sus músicos, ha hecho de él un director de otra dimensión.
Siempre que una orquesta española busca director, su nombre sale a relucir. Usted todavía es un director joven y su agenda de conciertos está repleta. ¿Le apetece hacerse con la titularidad de algún conjunto o se siente cómodo con su situación actual?
La titularidad de una orquesta es una gran responsabilidad para la que me preparo cada día. Es un ideal en el que siempre tengo un ojo puesto mientras con el otro disfruto del proceso de evolución que exige. Ser director de orquesta es más que una profesión una forma de vida, o casi una entrega a una misión. Es el paradigma de un proceso en el que uno nunca deja de ser discípulo, y muy al final, quizás, algo de gurú, en el sentido etimológico de “el que despeja las tinieblas”, o en este caso, el que despeja las manchas negras del pentagrama, consigue ver lo que hay detrás de ellas y consigue transmitirlo a los demás, músicos y oyentes. En este momento de mi carrera disfruto de seguir siendo un discípulo de la vida y de los grandes modelos pasados y presentes, pues intuyo que aquel que no haya vivido plenamente la vida de discípulo, no conocerá la plenitud de la vida de un gurú.
¿Qué interés tendría para usted realizar una labor de varios años como titular de un conjunto sinfónico?
Llegar a ese estadio en el que puedo ser ese tipo de “gurú” al que me refería antes es para mí un punto de partida imprescindible para toda relación entre orquesta y titular, y la mejor base para un desarrollo aun mayor de ambas partes. Independientemente del grado de maduración en que esas dos partes se encuentran cuando toman la decisión de firmar un contrato juntos, creo que debe haber algo así como amor a primera vista o en su defecto, una gran fascinación mutua. Es como un juego recíproco de seducción. Sobre esa base, realizar una labor de años con una orquesta es posiblemente la cima más alta para un director. Poder mejorar la vida de los músicos y del público con un trabajo profundo, intenso, que abarque desde los cimientos del repertorio sinfónico clásico hasta las últimas creaciones, pasando por las actividades pedagógicas y de divulgación, en definitiva, servir a la sociedad con la música, darle las gracias en forma de sonidos por el privilegio de poder ganarnos la vida dedicados a la para mí más extraordinaria de las actividades humanas, es la realización máxima que pueda anhelar.
En Europa, decir Guillermo García Calvo es decir Wagner, y con mayúsculas. ¿Qué hay entre usted y la música del alemán que funciona tan bien?
Wagner me ha acompañado en los momentos y transiciones decisivos de mi vida, como un guía secreto. Dirigiendo un ensayo del final de La walkiria accedí a la plaza de asistente de Iván Fischer en Budapest, la obra que dirigí en mi diplomatura en el Musikverein de Viena fue la obertura de Tannhäuser, la primera producción que hice como correpetidor en la Ópera de Viena fue Parsifal, mi primera asistencia a Thielemann fue de la Tetralogía en Bayreuth y mi debut operístico en España Tristán e Isolda. Pero además me siento más unido a Wagner que a ningún otro compositor quizás porque era alguien que vio más lejos que nadie. Cuando pienso en la música del preludio de Tristán, o en la del tercer acto de Parsifal, imagino un hombre-águila cósmico que contempla el mundo desde una altura inalcanzable. Otros compositores tienen por supuesto su grandeza, sería absurdo compararlos entre sí, pero sencillamente, a ninguna otra música he sucumbido como a la suya!
Algunos compositores contemporáneos españoles se quejan de que sus obras no se programan lo suficiente. ¿Qué opinión le merece la creación contemporánea? Si fuese titular de un conjunto ¿Cree que sería interesante apostar por ella con fuerza o, por el contrario, es partidario de incluirla en una programación en la que predominase un repertorio sinfónico más tradicional?
Como he dicho antes, los músicos tenemos un deber social, y la obligación moral de difundir las creaciones de los compositores que están escribiendo música ahora mismo. Soy consciente de que muchos oyentes rechazan de entrada este repertorio, pero quizá no se dan cuenta de que la música es reflejo de nuestras vidas. Si una composición no resulta “agradable” de escuchar, o mejor aun, nos causa convulsión o desagrado, es muy probable que ello indique que hay cosas en nuestra vida de hoy que no funcionan tan bien. Sí, debemos apostar por ella, y a su vez los compositores deben ser conscientes de que no sólo deben reflejar el mundo que les rodea, sino mantener viva con nuevas ideas sonoras la llama de la esperanza, sin olvidarse de vez en cuando del humor. Cuando dos partes no se entienden bien, ambas deben hacer el máximo esfuerzo por llegar al otro. Hay una máxima de Mozart que puede aplicarse a cualquier estilo: escribir música que pueda disfrutar la persona más simple y con la que al mismo tiempo pueda gozar el más exigente de los eruditos. Un dificilísimo reto… me alegro de no ser compositor y de no tener que enfrentarme a él!
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