Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Auditorio Nacional. 04-III-2019 Ciclo Grandes Intérpretes.Grigory Sokolov, piano. Sonata nº 3 en Do mayor op. 2 nº 3, y Once bagatelas op. 119 de Ludwig van Beethoven. Seis Piezas para piano op. 118 y Cuatro Piezas para piano op. 119 de Johannes Brahms.
Hace menos de tres semanas reseñábamos la visita de dos monstruos del teclado como Pollini y Kissin y mencionábamos el recital que Elisabeth Leonskaja iba a dar pocos días después. La fiesta continua para los amantes del piano, y ahora ha sido el turno de Grigory Sokolov, uno de los otros dos intérpretes (junto a Martha Argerich) capaces de llenar hoy en día la Sala sinfónica del Auditorio Nacional.
Hace tiempo que con el petersburgés se nos han acabado los adjetivos. Pianista único e irrepetible, con ideas absorbentes sobre los compositores y obras que interpreta –en algunos momentos ha podido parecer caprichoso hasta que te imbuyes en su visión y caes rendido–, vive en la actualidad un momento realmente impresionante. Y es difícil recordar cuantas veces hemos dicho ya esto. Es verdad que hace unos años, a raíz de varias de sus actuaciones en la primera década del S XXI, un íntimo amigo, también crítico musical me comentaba concierta amargura que quizás era el momento de decirle a Sokolov que eliminara la primera parte de sus recitales –en aquellos años algo por debajo del nivel medio de lo que conseguía tras los descansos–, que diera su enorme colección de propinas como inicio del concierto, y que nos dejara las segundas partes tal y como estaban. La intensidad de sus interpretaciones era tal, que acababas exhausto antes de enfrentarte a los bises de rigor. Eran los tiempos de la Sonata nº 7 de Prokofiev, del Concierto sin orquesta de Schumann, o de las Sonatas 3 y 10 de Scriabin.
Jamás nos atrevimos a tanto, y en el hipotético caso de haberlo hecho, Sokolov no nos habría hecho ni caso. La liturgia es la liturgia, y dentro de ella cada cosa –la colección de seis propinas o la sala de conciertos en penumbra– es inamovible. Además, si lo hubiéramos conseguido, este lunes nos habríamos perdido una interpretación realmente memorable de la Sonata nº 3 en do mayor del compositor de Bonn. Solo con mencionar conjuntamente los nombres de Beethoven y Sokolov, te vienen a la memoria recuerdos imborrables. Fue quizás Beethoven el compositor con el que el ruso nos ganó definitivamente para su causa a lo largo de sus mas de 15 conciertos en Madrid. Nada fue igual después de su mítica interpretación de la Sonata en do menor op. 111, de su Tempestad de unos años después, o de esa memorable Hammerklavier de 2013, cima suprema de las interpretaciones del ruso.
Este lunes volvió a la Sonata en do mayor 18 años después de haberla tocado en enero del año 2000. Y… ¡cómo volvió! Si una de las mayores virtudes del ruso es captar la esencia y el sonido de las obras que interpreta, con Beethoven, su tímbrica particular llega a alcanzar cotas inimaginables. Atacó el Allegro con brio inicial a tempo reposado. Los trinos sonaron a gloria bendita y los ritardando de los tres acordes finales de las variaciones posteriores fueron sublimes. Con el Adagio posterior, en el que un joven Beethoven de 25 años despacha de un plumazo todala música compuesta hasta la fecha, alcanzamos el cielo. Misterioso, inescrutable, hipnótico, será imposible de olvidar todo el pasaje escrutado con la mano derecha y rematado con la izquierda en un continuo cruce de manos absolutamente perfecto. Fue difícil incluso para él, el poder superarlo en un Scherzo de digitación intachable, con arpegios apabullantes y un Allegro assai final virtuoso a mas no poder, donde volvió a sacar a relucir su proverbial capacidad de levantar edificios sonoros.
Sin darnos prácticamente ni un segundo para asimilar la enorme versión que acabábamos de presenciar, se zambulló en las Once bagatelas, op. 119. Con Sokolov, las bagatelas dejan de ser piezas sin mayores pretensiones, para convertirse en auténticas obras de arte. No dejó nada al azar. En la primera, Allegretto en sol menor destacó una articulación impoluta. En la segunda, Andante con moto en do mayor mostró todos los registros de su prodigiosa mano izquierda. Se cambiaron las tornas en la tercera, À l’Allemande donde la perfecta digitación de su mano derecha sonó a «caja de música». El poderío beethoveniano, con unos trinos admirables, salió a la luz en la quinta, Risoluto en do menor. Tras la tempestad vino la calma con unos Andante en Sol mayor y Allegro ma non troppo en do mayor bellísimos. Con la novena, Vivace moderato en la menor y la brevísima décima Allegramente en la mayor volvió el virtuosismo en toda la gama de registros. Pero lo mejor estaba por llegar en la undécima, un Andante, ma non troppo en si bemol mayor mágico, de tímbrica deliciosa, fraseado de manera prodigiosa, casi pellizcando las teclas, que nos dejó hipnotizados.
Tras el descanso, necesario para relajar algo la tensión acumulada, nos fuimos directamente a las piezas terminales de Johannes Brahms. En sus últimos años, el hamburgués encuentra en las pequeñas formas la vía ideal para expresar sus sentimientos mas intensos y profundos, casi una autentica biografía en 20 pequeñas obras que son canela en rama. Hace ahora 9 años, el Sr. Sokolov ya nos dio las primeras siete, las Fantasías op.116 en una versión que nos puso los pelos como escarpias. También le hemos podido ver en un par de ocasiones el primero de los Intermezzos op.117, una de sus propinas habituales. Por tanto, fue toda una alegría el descubrir que en esta ocasión interpretaría las diez últimas, que al menos en mi caso, cerrarían el círculo.
El resultado fue apabullante. La hondura, la profundidad y la introspección que desplegó en los cerca de cuarenta minutos que duran ambos ciclos, nos dejaron literalmente planchados. El color y el sonido parecían emanar del mismísimo Brahms. En el primero de los Intermezzos, Allegro non assai, ma molto appassionato empezó a desplegar tranquilo, sin prisa pero sin pausa, una frase emocionante detrás de otra, con un exquisito sentido del rubato, y con un virtuosismo profundo y de ley. En el segundo apareció la magia. El trío central, cálido y romántico, fue antológico con variaciones entre el tema inicial y la repetición. En la Balada volvió a desplegar acordes y arpegios hondos, y en el intermezzo posterior, cantado con una introspección a prueba de bombas, el intimismo que desplegó fue sobrecogedor. Continuó de la misma manera en la Romanza, con sus delicados trinos, para desembocar en el intermezzo final Andante, largo e mesto, imponente, etéreo, de amplísima dinámica, donde el Sr. Sokolov consiguió «parar el tiempo».
Sin dejar que los aplausos rompieran el clima enigmático y misterioso alcanzado, nos adentramos en la opus 119. No sé cómo interpretaría el Sr. Sokolov este canto del cisne sin tocar previamente la op.118. Aquí parecieron complementarse. Si a cada pieza de aquellas le dio un sentido único, aquí por el contrario pareció primar la unidad. Como si se tratara de una única sonata con cuatro tiempos, Sokolov premió la construcción sobre la diferencia. Empezamos con la melancolía inquieta del primer intermezzo y sus disonancias, con un sonido pleno brahmsiano, para adentrarnos casi inmediatamente en el Andantino un poco agitato posterior, regulado con maestría y cuyo vals central fue perfilado de manera absolutamente deliciosa. El gradiente de tensiones se incrementó en el tercero de los intermezzos, Grazioso e giocoso donde el habitual poderío del ruso se manifestó con un sonido perlado y cristalino, resultado de una articulación perfecta y un control de las dinámicas irreprochable. El magnífico colofón fue una Rapsodia final imperial, casi catedralicia, con unos acordes intensos y radiantes. Todo un clímax perfecto para un estilo de composición que con el hamburgués atisba su final. En esta ocasión, el intérprete exprimió no solo hasta la última gota de Brahms, sino también la del público, al que estas piezas exigen una concentración y una intensidad únicas. El esfuerzo tuvo su premio.
El público estalló y no paró. El ritual del Sr. Sokolov se reanudó. Dos rápidas y escuetas salidas, siempre por la parte trasera del piano, con un breve saludo primero al público del patio y de los anfiteatros, y luego a la tribuna y a los bancos de coro, dieron paso a la primera de las obras fuera de programa. El Impromptu en La bemol, D.935 n° 4, otra de sus obras fetiche –que tocó en este mismo auditorio hace justamente un año–, interpretada con una musicalidad exquisita y un sonido perlado, de una riqueza tímbrica absoluta.Tras ella, vinieron los trinos perfectamente articulados de la Mazurka en La menor, op.68 n°2 de Chopin y el ritmo popular típico de la Melodía húngara, D.817 de Schubert. Seguimos con el vienés, y con su otro Impromptu en La bemol, en este caso el D.899 n° 4, de nuevo de amplias dinámicas, rubateado en su justo término y con un sonido cristalino. El Sokolov virtuoso y de gran sonido volvió con el Preludio en Do menor de Chopin. El concierto terminó definitivamente con otro preludio, Los pasos sobre la nieve de Claude Debussy que fue la perla del concierto. Misterio, soledad, melancolía o amargura, fueron destilados por un Sokolov sublime, emocionante, con un sentido único del color, que nos dio ese algo más, que muy pocos son capaces de alcanzar.
Muchos siguieron aplaudiendo. Otros ya no podíamos más. Estábamos exhaustos. Exhaustos sí, pero aun conmocionados por la indescriptible experiencia que una vez mas, el Sr. Sokolov nos había regalado.
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