Por F. Jaime Pantín
Oviedo. 14-II-2017. Jornadas de Piano Luis G. Iberni. Auditorio Príncipe Felipe. Grigory Sokolov, piano. Obras de Mozart y Beethoven.
La presencia de Grigory Sokolov en los escenarios se cuenta desde hace décadas como acontecimiento de especial alcance y significado en todas partes donde se produce. Respetado, admirado y a veces envidiado por los profesionales, deseado por los directores y las discográficas, más o menos criticado por determinados sectores puristas de la interpretación e idolatrado por un amplísimo e incondicional sector del público aficionado, la figura de Sokolov no ha hecho más que agrandarse año tras otro merced a actuaciones memorables -recitales casi siempre- en las que el gran pianista ruso recorre un amplísimo espectro del repertorio pianístico en programas exhaustivos que no admiten concesiones de ningún tipo y en los que el oyente asiste invariablemente a una especie de milagro que permite experimentar el descubrimiento de músicas que, por muchas veces escuchadas que hayan sido, comenzarán a sonar de manera diferente tras su paso por la mente privilegiada, la personalidad imponente y la magia de un pianista diferente a todos los demás. Los resultados pueden o no convencer, interesar o entusiasmar, pero todos reconocerán haber sido testigos de una experiencia muy poco frecuente en el mundo de la interpretación musical, una especie de ritual iniciático para muchos subyugante, imponente para otros y abrumador para la mayoría, ya que resulta imposible asimilar todo el caudal de belleza, sentimiento y emoción que Sokolov llega a desarrollar en sus recitales, por lo que tan solo caben el respeto profundo y la admiración incondicional ante un artista que lo da todo en el escenario, como si cada concierto fuese el último de su vida.
La técnica pianística de Sokolov sigue siendo una de las más depuradas del circuito internacional, al menos en determinados aspectos. Partiendo de la utilización integral de todas las palancas del cuerpo, el pianista desarrolla una gestualidad inusualmente amplia, trabajada de manera meticulosa como si de un coreógrafo con vocación de escultor de sonidos se tratara. Ninguna posibilidad de aproximación a la tecla es desdeñada, en una búsqueda constante y obsesiva de un ideal sonoro capaz de convertir al piano en una sutil y preciosista cajita de música o en una enorme y fastuosa orquesta.
La gama de ataques y sonoridades es amplísima, la sensorialidad y riqueza en los registros dinámicos más intimistas resulta exquisita y esos mismos dedos, capaces de acariciar las teclas con la mayor sutileza, resultan temibles cuando despliegan toda su potencia, ya que Sokolov no rehúye en absoluto la violencia, la dureza ni la estridencia, matices a los que otros estetas del piano han renunciado pero que en él constituyen una de sus señas de identidad, en una muy especial combinación de preciosismo de orfebrería y concepción instrumental ciclópea. Ciertamente, la fuerte personalidad de este pianista tiende a acercar la música a su terreno y a adaptarla a sus particulares registros emocionales, lo que hace que sus versiones sean inconfundibles y resulten un tanto homogéneas, independientemente del compositor del que se trate. Los climas cercanos a lo depresivo, en los que el lamento, el desgarro o la melancolía asumen el protagonismo, con un margen muy escaso a la liberación, parecen ser los preferidos por Sokolov y se expresan a través de un pianismo minimalista en el que el detalle es cuidado hasta el extremo a partir, frecuentemente, de la utilización de unos tempi muy dilatados que pueden cambiar de manera repentina si el pianista lo considera oportuno, lo cual potencia la prevalencia de una dialéctica expresiva en la que el contraste y el extremismo se convierten en elementos esenciales.
En el concierto del pasado martes, Sokolov construyó un programa basado en dos de las obras emblemáticas del repertorio pianístico, la Fantasía y Sonata en do menor de Mozart -dos piezas independientes que, tocadas juntas, parecen constituir una unidad de alcance dramático ilimitado- y la Sonata op. 111, también en do menor, de Beethoven. Ambas obras habían sido interpretadas ya por el pianista en conciertos anteriores, y los mínimos cambios observados tienen más que ver con la progresiva profundización en la elucubración sonora que Sokolov sigue desarrollando que con el concepto interpretativo de un artista que tiende a consolidar sus versiones como definitivas desde épocas muy tempranas.
La Sonata Kv 545, en do mayor, de Mozart y la Sonata op. 90, en mi menor, de Beethoven, más ligeras en apariencia, servían de contrapeso a estos dos grandes monumentos del clasicismo, aunque Sokolov organiza la velada de tal forma que se aprecia una evidente continuidad emocional a lo largo del recital. La Sonata Kv 545, maravillosa miniatura mozartiana, fue expuesta, mezza voce, desde una óptica preciosista y sensible. Un primer movimiento donde la contemplación se antepone a la frescura en una exposición modélica que incluye la repetición de la 2ª y 3ª secciones -algo que el pianista hizo también en la Sonata Kv 457- con añadidos ornamentales cuya discreción es de agradecer. Un Andante, donde Sokolov renuncia a cargar las tintas en la intensidad expresiva, condujo a un Rondó sorprendentemente tranquilo, donde la calidez melódica prevaleció sobre la frescura y el humor, desembocando en un final que se abre a untutti orquestal que enlaza con la aparición repentina y profética del Do menor que abre la Fantasía Kv 475, impresionante cambio de registro dinámico, con un piano que parece amplificarse por momentos, en un discurso perfectamente planificado que, sin embargo, consigue un efecto de improvisación continuada que culmina en una desgarrada escala ascendente, dando la entrada a la hermana Sonata Kv 457, que, en manos del pianista ruso, surge como continuación natural de la Fantasía, asumiendo incluso la misma inestabilidad en el tempo, a partir de una notoria lentitud que contribuye a potenciar un carácter trágico que parece anticipar al Beethoven que cerraría el programa -una Sonata op.111 antológica e impresionante- tras la op. 90 con la que Sokolov parece ahondar en la dialéctica menor-mayor que sirve de nexo al recital. Versión también de alta intensidad, en la que los ásperos y descarnados acentos del primer tema se contraponen a la envolvencia de ese alberti no para manos de gigante del tema secundario (impresionante su ejecución) y a la dulzura de un Rondó que suena en manos de Sokolov con menor ingenuidad de la acostumbrada, enlazando con la última sonata del recital, última sonata también de Beethoven, que en este caso parece asumir un guion inexorable, con una entrada en el Maestoso casi violenta que, poco a poco, se va diluyendo sin perder su pulsión rítmica, en un clima tan intimista como inquietante que desemboca en un Allegro con brío de gran intensidad pasional pero de tempo contenido y cuyas vicisitudes contrapuntísticas nos transportan al clima del último movimiento de la Sonata appassionata (¿cómo sonaría esto en manos de Sokolov?). Una emotiva coda nos conduce al Do mayor de la Arietta, la misma tonalidad de la primera sonata del recital y que aquí se vislumbra como final de un ciclo. El tempo se relentiza al límite de lo posible, al estilo Arrau, y se mantiene de manera implacable, creando una sensación intemporal, de propiedades hipnóticas que persiste hasta el crescendo interminable y opresivo de la penúltima variación, conduciendo a ese trino inverosímil, marca Sokolov, de claridad líquida y precisión milimétrica un tanto inhumana que acompaña a la última aparición de un canto que supone una despedida de todo… menos del piano de Sokolov que, fiel a su ritual, continuó tocando durante más de media hora. Schubert, Chopin, Rameau, Schumann, Debussy… sirvieron, como de costumbre, de paulatino acercamiento del público a un excepcional artista que impone severa distancia pero que acaba por provocar el entusiasmo desbordado en un Auditorio que seguro espera ya su próxima presencia.
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