Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. 12-II-2017. Palau de la Música Catalana. Ciclo Palau Piano. Obras de Mozart y Beethoven. Grigory Sokolov, piano.
Sin lugar a dudas, Grigory Sokolov es un pianista peculiar, un artista extraño, excepcional desde cualquier aspecto en que se aborde. Su aura merecida de mago del sonido, sazonada con una personalidad artística absolutamente austera e incluso ensimismada, reacia a la más mínima concesión a la comercialidad y al espectáculo, entendido este como toda forma intencionada y extramusical de persuadir al público, han hecho del intérprete ruso un pianista para pianistas, una suerte de apóstol de la pureza musical entre los intérpretes de hoy en día, cada vez más ataviados con atributos ciertamente banales más propios de estrellas del rock. En Sokolov no hay trampa ni cartón, ni el más pequeño detalle accesorio tiene cabida en sus conciertos, en los que ninguna otra cosa cobra importancia salvo la música que con prodigiosa maestría el pianista ruso hace emanar del piano. Una música, además, que Sokolov elige –él mismo lo ha reconocido– obedeciendo más al puro placer circunstancial de ejecutarla que a la necesidad de componer un programa de concierto que revista una mínima coherencia, de modo que, a fin de cuentas, el pianista ruso no ofrece otra cosa que conciertos para sí mismo, hecho singular que merecerá atención al final de estas líneas.
Con todo, un Palau de la Música casi lleno –y huelga decir que repleto de pianistas– aguardaba el pasado domingo con devota expectación la entrada en el escenario del intérprete ruso, quien felizmente parece haber sistematizado una cita anual con el público barcelonés. Finalmente, Sokolov hizo acto de presencia y, en medio de la ovación encendida de un público convencido de que asistiría a un nuevo milagro musical, dirigió su cuerpo opulento con pasos cortos, pero de graciosa ligereza insospechada, hasta el piano. Un único saludo de mero compromiso formal y Sokolov se sentó inmediatamente ante su instrumento para atacar sin más demora el celebérrimo primer movimiento de la Sonata en do mayor KV 545 de Mozart, obra inicial del concierto.
Escuchar a un pianista de la talla de Sokolov interpretando una obra más asidua en las aulas de conservatorios que en las salas de conciertos como es la mentada sonata de Mozart –a menudo subtitulada como “Fácil” y que el propio compositor dedicó a principiantes– es una verdadera y lujosa exquisitez. En manos del pianista ruso, el jovial movimiento primero sonó con una simplicidad conmovedora. Conmovedora por la fidelidad con que Sokolov supo evocarla, sin prisa, en un Allegro que acaso estuvo más cerca de un Allegro ma non troppo, pero que resultó, sin embargo, más fidedigno al carácter infantil del movimiento. Los tempi habitualmente amplios, jamás apresurados, del pianista ruso se revelaron igualmente pertinentes en el Andante y en el Rondó. La interpretación de Sokolov demostró una vez más que Mozart no requiere jamás el artificio o el aspaviento de escalas apresuradas, sino claridad en la articulación y equilibrio en las dinámicas. Nada más. Nada menos.
En una primera parte consagrada al compositor de Salzburgo, el concierto continuó con una obra muy distinta y de una complejidad mucho más considerable, como es la Fantasía en do menor KV 475. Obra singular primeramente porque en cuya partitura no aparece ni una sola vez la armadura de do menor, siendo todas las alteraciones accidentales excepto en el Andantino central, con la correspondiente armadura de si bemol mayor. Este hecho un tanto excepcional se explica debido a la constante fluctuación tonal que caracteriza a toda obra. Tanto es así que el do menor inicial, a modo de fugaz premonición del desenlace, tan solo dura dos compases en un motivo que inmediatamente divaga por otras tonalidades. Se trata, pues, de un Mozart en el que se entrevé el nuevo sendero que poco tiempo después Beethoven hará suyo. A tenor de esto, Sokolov dejó a un lado la ligereza de la sonata inicial para adoptar el gesto grave acorde a la distinta personalidad de la Fantasía. Desde los compases iniciales, llenos de misterio y en los que incluso no es difícil encontrar un precedente a aquellos que dan comienzo a la beethoveniana Sonata appassionata, Sokolov articuló un discurso pianístico que de un modo pasmosamente orgánico se amoldó al carácter sucesivamente cambiante de la obra de Mozart. Respetando siempre rigurosísimamente cada una de las indicaciones dinámicas de la partitura, la interpretación del pianista ruso se movió del misterio a la breve serenidad ilusoria, de la inquietud a la tempestuosidad desatada y sorpresiva del Allegro y más todavía del Più Allegro un tanto vivaldiano. Tempestuosidad que Sokolov reprodujo con un sonido de consistente plenitud, pero sin estruendo, siempre con claridad milagrosa en la articulación, para terminar desembocando en la gravedad del Tempo Primo, desenlace en el que la obra vuelve por fin a do menor, revelando su carácter trágico.
La primera parte del concierto terminó con la Sonata en do menor KV 457, siguiendo, pues, la estela iniciada con la Fantasía. Como hiciera con esta última, Sokolov supo nuevamente poner de relieve la filiación al Sturm und Drang del último periodo de la producción de Mozart. Como ocurre con la Fantasía, esta Sonata en do menor fue seguramente un referente para el joven Beethoven. Sirva de ejemplo –menos anecdótico de lo que parece– el motivo de los compases 9-12 del primer movimiento, que remiten de un modo muy significativo a otro muy semejante en el primer movimiento de la Sonata nº 1 (compases 20-23) del compositor de Bonn. Sokolov, una vez más, aplicó a las páginas mozartianas el rigor acostumbrado y su personalidad pianística tendente a la gravedad solemne, ofreciendo un Adagio de tempi generosamente amplios, recreándose en la inspiración melódica mozartiana como si no hubiera mañana, para terminar con el impetuoso Allegro Assai. Allanaba, pues, el terreno para la segunda parte del concierto, dedicada a Beethoven.
Al cabo de la sonata de Mozart, el público pudo estallar en una ovación obstinadamente reprimida desde el inicio del concierto por la propia actitud de Sokolov al negarse a levantarse al finalizar cada una de las piezas, en un empeño por la continuidad musical que propició el ahogo incómodo de aplausos a cada final de obra.
La segunda parte del concierto se compuso de dos sonatas tardías de Beethoven: la Sonata en mi menor, nº 27, op 90, y la gran obra de la noche, esto es la Sonata en do menor, nº 32, op. 111, última del ciclo beethoveniano. Con la primera, una sonata formalmente menor, en tanto que breve, pero no poco significativa de la evolución compositiva de Beethoven, Sokolov retomó el discurso mozartiano con el que había terminado la primera parte para entrar de lleno en la personalidad del compositor alemán, ya manifiesta en los primeros acordes. Acaso la personalidad de Sokolov se amolda más aun a Beethoven que a Mozart. Ya en esta sonata, el concertista ruso desplegó la suntuosidad trascendental de su personalidad pianística que la escritura beethoveniana le permite exhibir, como muy especialmente se notó en el cantable segundo movimiento, lírico, llevado por la melodía, pero lleno de energía.
A nadie escapa que la Sonata nº 32 de Beethoven es acaso una de las páginas más prodigiosas e intensas no ya del propio compositor alemán, sino de toda la literatura pianística. Una obra de tal complejidad que no admite interpretaciones ligeras y que, muy al contrario, exige a intérpretes de sobrada madurez intelectual (y acaso vital), capaces de una lectura profunda, necesaria para poder concebir la obra unitariamente en toda su expresión. Entre los pianistas actuales, Sokolov es muy posiblemente uno de los mejor dotados para tal empeño. Así, su propia idiosincrasia pianística, grave, íntima, reconcentrada, se mimetizó con el carácter de la sonata, desde ese inicio severo, brusco, violento y atropellado del primer movimiento, aunque vigorosamente divagatorio. Sokolov se recrea en esa divagación tan recurrente en las obras pianísticas de madurez del compositor alemán, que parecen alumbradas por el juego experimental sobre el teclado. Sokolov, como Beethoven, se complace en ese juego en busca a menudo le las sonoridades más graves del piano, en busca de un uso atmosférico del instrumento en el cual el dominio tímbrico del pianista ruso juega un papel decisivo. Tras ese inicio divagatorio, llega el tema marcado del Allegro con brio ed appassionato, en el que Sokolov, con una articulación justamente incisiva elevó la sonoridad de su instrumento hasta un grado intimidatorio, sin caer en el desbordamiento, y con una exposición diáfana de los elementos fugados que trufan todo el primer movimiento. Tras este, llegó ese portentoso tema con variaciones que es la Arietta. En el tema, elegíaco, pero anunciador también de un nuevo camino, Sokolov conmovió con unos acordes llenos de solemne amplitud, revelando una concepción beethoveniana que bien puede hermanarse con la de alguien como Claudio Arrau, profunda y majestuosa. Sin embargo, en la tercera variación Sokolov se distinguió de la insigne referencia del pianista chileno, con un tempo en extremo lento, soñoliento, acaso aletargante, que suspendió, de algún modo, el fluir normal del movimiento y que, por ende, no preparó de una forma adecuada la fulgurante cuarta variación, de veras milagrosa, llena de vitalidad. Con un sonido siempre resplandeciente, de balances definidos con precisión quirúrgica, llegó Sokolov a los endiablados trinos que conducen al desenlace sereno y seráfico de la sonata.
El sonido del piano se apagó finalmente y, tras unos segundos de silencio casi sólido, estalló el público en una ovación extática. Sokolov, se levantó, saludó rigurosamente y salió del escenario, flemático, sin rastro de alteración. La ovación prolongada aguardaba, claro está, las consabidas y generosas propinas del maestro ruso, quien, como es habitual, no se hizo de rogar, pues todo en él parece obedecer a una actitud pour plaisir. De ese modo, Sokolov inició con el delicado Momento musical nº 1 de Schubert una oficiosa tercera parte del concierto que abrazó, salvo en una ocasión, obras románticas, lo que de algún modo dio continuidad al recorrido histórico planteado por el programa del concierto. A Schubert le siguieron los dos nocturnos del op. 32 de Chopin, que dejaron paso, a su vez, a la intromisión de una breve pieza de Rameau, con la que Sokolov dio muestra exquisita del barroco más galante. Tras Rameau, y ante un público que empezaba tímida, pero visiblemente, a abandonar la sala, Sokolov, imperturbable, volvió al romanticismo con un antológico Arabesque de Schumann y con el obsequio definitivo del Preludio en do menor, op. 28 de Chopin, pleno de rotundidad.
Al cabo de esta última propina, Sokolov se fue del mismo modo que llegó, con el mismo gesto hierático con el que había aparecido en la sala tres horas antes. Como apuntaba al inicio de estas líneas, el pianista ruso da la impresión de dar conciertos para sí mismo, un hecho que en nada empaña la formidable cualidad de sus interpretaciones. Ahora bien, esta circunstancia ciertamente interpone una distancia entre el artista y el espectador, al que Sokolov, con su actitud, no lo hace cómplice o partícipe. A este respecto, es notable el hecho extraño de que el pianista diera su concierto en una semi-penumbra, a todas luces una petición del propio artista que no hace más que confirmar esa voluntad de no-ser-ante-el-público. Cierto que el arte en verdad milagroso del pianista ruso termina rindiendo a ese público, pero la relación del artista con la audiencia está, en su caso, cohibida, censurada, y con ello la seducción y la verdadera generosidad del artista, elementos primordiales de su belleza, en cierta medida –al parecer de quien esto escribe– se pierden.
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