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Crítica: El 'Orfeo' de Gluck coreografiado por Pina Bausch en el Teatro Real.

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Autor: Alejandro Martínez
15 de julio de 2014
Stéphane Bullion, Maria Riccarda Wesseling (mezzo) y Marie-Agnès Gillot

ABRAZANDO LA MUERTE

Por Alejandro Martínez

12/07/2014 Madrid: Teatro Real. Gluck: Orfeo. Danza-ópera de Pina Bausch. Maria Riccarda Wesseling (Orfeo), Yun-Jung Choi (Euridice), Jaël Azzaretti (Amor). Ballet de l'Opéra national de París (Brigitte Lefèvre, dir. de danza). Balthasar-Neumann-Chor & Ensemble. Thomas Hengelbrock, dir. musical. Pina Bausch, coreografía y dir. de escena. Rolf Borzik, escenografía, figurines e iluminación.

   Un mito clásico, el de Orfeo, tamizado por Gluck, en las manos de otro mito, el que supuso Pina Bausch para la historia de la danza. Esa era la propuesta con la que Gerard Mortier había previsto cerrar la temporada 13/14 en el Teatro Real. Se trata de una producción con solera, que data ni más ni menos que de 1975, cuando se estrenó en el Wuppertal Theater, donde Pina se reinventó para devolver la vida a una compañía de danza en horas bajas. En varias ocasiones, algunas en vida de Pina Bausch, fallecida en 2009, esta producción fue ya repuesta en la Ópera París, en su día bajo la dirección artística de Mortier. De nuevo en París se había programado esta temporada 13/14 con la batuta de Thomas Hengelbrock al frente de su Balthasar-Neumann-Chor & Ensemble. Este mismo equipo artístico, que diera ya forma a la primera reposición parisina de 2005, es el que llegaba a Madrid para representar tres únicas funciones en julio.

   Extrañamente (o no, porque no es arbitrario), se opta en la propuesta de Pina por interpretar la obra en la versión traducida al alemán, que como tal no existe salida de puño y letra de Gluck, que dejó tan sólo dos versiones autorizadas, podríamos decir: la original en italiano, con Orfeo para castrato (hoy mezzos o contraltos), y la revisión en francés, más extensa y con un Orfeo tenor (un haute-contre, más específicamente). De ahí que sorprendiera encontrarse en el Real la versión en alemán, titulada en francés como Orphée et Eurydice y ofrecida además sin sobretitulación. Un poco rebuscado, por más que la intención original de Pina fuera por esos derroteros. Y es que si Pina opta por la versión original no es sino para evitar el final feliz, con el reencuentro ulterior y catártico entre Orfeo y Eurídice, buscando así cerrar su adaptación del mito con la extraña paz que aviene cuando se abraza la muerte. Estamos así ante una estructura circular (no en vano se omite la obertura y se cierra la ópera con los primeros acordes que lamentan la muerte de Eurídice) dividida en cuatro momentos o retablos, como los denominara Pina, titulados respectivamente Duelo, Violencia, Paz y Muerte.

  Pina, como explica Brigitte Lefèvre, directora del Ballet de la Ópera de París, "tenía una visión muy musical de esta obra y ponía a los cantantes en la situación de los bailarines y a los bailarines en la de los cantantes”. De ahí la denominación de ópera-danza u ópera danzada (opéra dansé) que acuñó Pina para definir su propuesta. Es evidente que hay una dramaturgia tras su coreografía, pero a diferencia de su Ifigenia en Tauride, en la que los cantantes no estaban presentes en escena, aquí se integran danza y canto en una única dimensión, desdoblada pero capaz de componer un todo íntegro y único.

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   Todos hemos experimentado en más de una ocasión ese silencio, nada incómodo y elocuente, que comparten quienes guardan entre si una absoluta complicidad. La propuesta de Pina obra ese mismo milagro por cuanto hace a la música y a la danza, que comparecen aquí escuchándose mutuamente hasta el punto de no saber quien es el eco de quien, quien expresa el pathos de quien. Y es que quizá no estemos ante el trabajo mas brillante de Pina pero hay sin duda constantes muestras de su genialidad. El espectáculo no es perfecto pero es a todas luces conmovedor y realiza con maravillosa plasticidad la idea original del mito de Orfeo que no es otra cosa que un alegato sobre el poder de la música. Pina desdobla los personajes de Orfeo, Eurídice y Amor con sendos bailarines, reduciendo la contribución escénica de las cantantes, ataviados de negro, a un austero deambular por el escenario, recayendo toda la fuerza comunicativa de la representación sobre los cuerpos de los bailarines. La fuerza de la propuesta de Pina radica precisamente en lograr que la danza no sustraiga el protagonismo a la música sino que redoble su fuerza expresiva. El último retablo, Amor, con la segunda muerte de Eurídice, es verdaderamente genial, con una tensión conmovedora entre los cuerpos que se resuelve finalmente con Orfeo abrazando plácidamente la muerte, en una suerte de Liebestod. La escenografía de Rolf Borzik acierta al disponer un espacio mínimamente decorado con algunos elementos de gran elocuencia y fuerza poética (un árbol caído, una urna, la manzana suspendida en el aire..). Bajo este código minimalista, el mismo que marca los figurines, se introducen también algunos rasgos que pintan una atmósfera orientalizante y un punto ascética que redobla la fuerza mística de la coreografía de Pina. Quizá la iluminación, del propio Borzik, peque de una gradación poco mimada y un tanto genérica.

   En la realización coreográfica destacó la brillante la pareja de bailarines, especialmente él, Orfeo, encarnado aquí por Stéphane Bullion, capaz de mover su cuerpo con poética frialdad, con una entrega auténtica pero contenida. Marie-Agnès Gillot servía su figura figura estilizada, espigada y frágil para expresar esa ausencia motriz que supone la figura de Eurídice durante todo el espectáculo. En el reparto vocal destacó para bien la labor de Maria-Ricarda Wesseling, con un instrumento menos liviano y etéreo de los que últimamente abundan en la interpretación del repertorio barroco y en los confines de la música antigua. Estamos ante una voz redonda, oscura, algo mate, pero homogénea, firme y manejada con ductilidad y vocación poética, capaz de redondear un retrato cálido y conmovedor del protagonista. Las dos otras solistas, Yun-Jung Choi como Eurídice y Jaêl Azzaretti como Amor, aunque musicales, rindieron a un nivel netamente inferior, bastante distantes en lo interpretativo.

   Ya habíamos podido disfrutar de las estupendas prestaciones del Balthasar-Neumann Ensemble con motivo del Parsifal de aspiraciones historicistas que se presentase en el Teatro Real la pasada temporada. Estamos ante una grandísima formación, con una cuerda seca pero intensa, muy expresiva, y unos metales firmes, con los que Hengelbrock logró una brillantísima labor, destacando la teatral entrada en los infiernos. Pecó, seguramente, de abundar en tiempos, aunque llevados con pulso, dilatados en demasía en algunas ocasiones, quizá para acompasar su batuta con la coreografía. Delicadísimo, en todo caso, el acompañamiento al lamento de Orfeo y muy lograda, en general, una aproximación musical tremendamente severa y solemne, menos alambicada y vibrante, y quizá por ello más profunda, que otras sugeridas a menudo por formaciones de este género. Fantástico también el desempeño del coro del Balthasar-Neumann Ensemble, afinadísimo, compacto y con una expresividad, fascinante, casi más próxima a la música antigua que al barroco.

   El arte, sin nos permiten un último comentario al margen, nos regala de vez en cuando coordenadas paradójicas, como en este caso, cuando podemos conmovernos con un espectáculo que fue posible en origen, fundamentalmente, por la pasión de dos personas, Pina Bausch y Gerard Mortier, que ya no nos acompañan. Es impresionante tomar cuenta de cómo los que no están hacen posible sin embargo la conmoción sentimental de los que quedamos, precisamente a través de la fuerza de la música, como plantea el mito de Orfeo.

Fotos: Javier del Real / Teatro Real

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