El director Giuseppe Finzi y la violinista Anastasia Petryshak protagonizan un concierto de temporada de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla
Programar música es en sí un arte
Por Álvaro Cabezas | @AlvaroCabezasG
Sevilla, Teatro de la Maestranza. 20-1-2022. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla; Anastasia Petryshak, violín; Giuseppe Finzi, director. Programa: Fantasía sonora nº 3 de Rafael Cañete Celestino; Tzigane, rapsodia de concierto para violín y orquesta de Maurice Ravel; Introducción y rondó caprichoso, Op. 28 de Camille Saint-Saëns; Fuentes de Roma, poema sinfónico para orquesta de Ottorino Respighi; y Pinos de Roma, poema sinfónico para orquesta de Ottorino Respighi.
Los programas clásicos de música sinfónica tienen una estructura más o menos establecida desde los años setenta del pasado siglo. Con anterioridad a esa fecha eran mucho más extensos y en ellos solía situarse en primer lugar la obra de mayor calado y duración de la noche, dejando para la segunda parte las piezas solísticas de gran virtuosismo. Sin embargo, ahora el esquema clásico comienza con una obertura u otra obra de carácter introductorio, continúa con un concierto para instrumento solista y, por último, concluye con una sinfonía o un poema sinfónico de envergadura. Entre las tradiciones que mantiene la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla está la de abrir muchos de sus programas de abono con estrenos absolutos y en esa determinación aprecio una destacada apuesta por la creación y aportación a la música contemporánea desde nuestra ciudad. El que esas premieres perduren o no ya no dependerá de la orquesta, sino de la calidad y el aprecio del público. En ese esquema se entiende la inclusión de la Fantasía sonora nº 3 de Rafael Cañete Celestino, que salió a saludar al término de la interpretación. También la aparición, a continuación, de la violinista Anastasia Petryshak para interpretar dos obras francesas –Tzigane, rapsodia de concierto para violín y orquesta de Ravel y la Introducción y rondó caprichoso de Saint-Saëns–, compuestas más para el lucimiento del o de la violinista que para la transmisión de un mensaje estético. Como corresponde, tanto Giuseppe Finzi como la orquesta recrearon la partitura que se interpretaba por primera vez con concentración y ambos acompañaron a la solista con entera profesionalidad. Pero nada más. Aunque Petryshak ofreció la Sarabanda de la Partita nº 2 de Bach como propina, el público no se mostró entusiasmado ni especialmente cálido.
Parece que todo cambió en la segunda parte, cuando el director italiano –que posiblemente acariciada el plato fuerte de la velada, quizá para el que había sido llamado en origen–, desembarazado de las primeras obras como si estas fuesen una suerte de peaje sorteado, se mostró pletórico, calculado y convencido de lo que estaba dirigiendo. La Sinfónica le siguió con los ojos cerrados y sonó perfecta, desplegando su azulado sonido característico, llenando la sala del Maestranza y ofreciendo, por fin, obras compactas. La primera, Fuentes de Roma, pareció escucharse como extraída de una grabación, tanta fue la sincronía, el empaste y la serenidad que mostraron profesores y maestro. El público pudo apreciar el carácter evocador con que Respighi había dibujado al pastel las fuentes más características de la Ciudad Eterna, fundiendo en una amalgama florida de naturaleza el neoclasicismo con el impresionismo de principios del novecientos. El director no distrajo para nada, sino que se limitó a hacer gestos contenidos y precisos, sin batuta, indicando con los dedos y amplios trazos de los brazos el camino a seguir. Especialmente emotivos resultaron La fuente Tritón por la mañana y La fuente de Trevi al mediodía, como si los sonidos fueran luces más o menos desveladas por entre los edificios romanos.
En Pinos de Roma el interés se incrementó aún más. Es cierto que la sensación no fue como en las versiones de Ozawa, Pretre o Maazel (que ofreció esta misma obra en el Teatro de la Maestranza en las navidades de 2006), pero resultó canónica y modélica. Sin amaneramientos y tirando de expresividad Finzi confabuló todos los ruidos de la caótica Roma en los Pinos de la Villa Borghese para sumirnos, a continuación, en la sombra y el amortiguamiento sonoro de los Pinos cercanos a una catacumba. Allí el runrún de rezos en memoria de los mártires tornó en evangélico y pasionista. Los Pinos del Gianocolo resultaron un soplo de aire fresco tras el ambiente un tanto opresivo de la catacumba y el canto de los pajarillos provocó, como es habitual, un momento de candorosa inconsciencia. Pero ya los timbales presagiaban el paso de las tropas romanas en los Pinos de la Vía Apia y, como también suele hacerse, varios instrumentos de metal se situaron al final de las terrazas para crear mayor resonancia. El final fue de apoteosis, sin alharacas, sin desbordamiento auditivo, pero sí con la consistencia propia de la obra, que nos colocó en el camino de la grandilocuencia sinfónica. Con esa explosión de fuerza se hizo muy difícil recordar todo lo que había sucedido en la primera parte, algo que me lleva a pensar si la conformación de los programas, el equilibrio de los ingredientes que los constituyen, su colocación dentro de la velada y la sincronía, a priori con la orquesta, no debe ser considerado todo un arte que, de serlo, debería ser perfeccionado con denuedo y constancia por parte de los programadores, directores, solistas e instrumentistas orquestales.
Fotos: Guillermo Mendo
Compartir