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Por Francisco Zea Vaquero
Madrid. 12-XII-2019. Auditorio Nacional de Música (sala sinfónica). Ciclo Ibermúsica. Mozart: Concierto para clarinete y orquesta en la mayor KWV. 622. Beethoven: Missa Solemnis en re mayor op. 123. Martin Fröst (Clarinete), Ricarda Merberth (Soprano), Olesya Petrova (Mezzosoprano), Josep Bros (tenor), Steven Humes (Bajo). Orquesta de Cadaqués. Gianandrea Noseda (Director)
Para cerrar el año IBERMÚSICA nos proponía un concierto de la Orquesta de Cadaqués con su titular abordando un programa fascinante, con dos cimas magistrales de la cultura musical occidental. Mozart y Beethoven; el bellísimo y profundo concierto de clarinete nada más, y la gloriosa y magna Missa solemnis nada menos. Por fortuna, era la segunda vez que nos visitaba en Madrid el fabuloso Coro estatal de Letonia y su participación ha estado motivada sin duda. Lo hacía para subir hasta lo más alto del repertorio coral en esta avalancha Beethoveniana que se nos viene encima debido a la importante conmemoración del inmediato 2020.
Las obras maestras deberían subir a los atriles del escenario sólo para ponerlas a la altura de sus creadores, y en las grandes ocasiones, por supuesto. Me gustaría agradecer a la organización, cómo un aficionado más, la dedicatoria que, certeramente y en la primera ocasión, se hizo del concierto al inolvidable maestro Letón Mariss Jansons (le esperábamos inmediatamente en enero con su orquesta de Baviera). Cómo detalle hubo una breve glosa antes de la interpretación beethoveniana por parte del Maestro Noseda, y efectivamente sus compatriotas en las voces dieron la verdadera medida de la obra programada, y del afecto que les merece el desaparecido y querido director.
Pero deberíamos prestar atención a un músico y virtuoso brillantísimo de nuestros días. Martin Fröst, el famoso clarinetista sueco, podría haber perdido algo protagonismo debido a estas emociones y adioses anteriormente citados. Fröst es ante todo un músico dotadísimo, verdadera estrella del clarinete internacional, pero que no todavía hace sombra a, la muy presente maestra e intérprete, Sabine Meyer, quizás la más legendaria clarinetista del periodo entre siglos. El enfoque de Fröst es completamente musical y buscando un profundo dialogo con la orquesta, lejos de los clásicos intérpretes del siglo XX, y de interpretaciones más románticas. El solista puso en juego enormes recursos técnicos, y un perfecto y pulido sonido, en particular, en su aristocrático registro grave, así como una felina agilidad en las veloces escalas de primero, y tercer movimientos. Sin embargo, en algunos momentos hubo demasiado protagonismo del solista, incluso robándoselo al autor, pues el estilo se vio resentido entre la inmensa gama dinámica exhibida, algunos finales de acordes demasiado largos donde el solista se quedó un par de veces «solo», sin prestar orquesta atención a la orquesta (¡Ay las giras!), o su afán de casi dirigir el concierto, con bailes y paseos un poco excesivos, que podrían perjudicar incluso la concentración y el trabajo de la orquesta. Por resumirlo con sencillez estuvo perfecto, pero frío y demasiado sofisticado (de laboratorio), lejos del enfoque mozartiano más querido, que da a este concierto una pátina de precursor del primer romanticismo. Noseda por su parte, buscó lo esencial: musicalidad y versión siempre respirada y concertada hábilmente, destacando las hermosas segundas voces del Allegro inicial. El sonido de la orquesta debía mejorarse, pues con Mozart no hay límites en la calidad de las cuerdas. Era un genio y cómo tal escribía.
De todos modos, es innegable su maestría y habilidades que fascinaron a los seguidores, muy presentes durante las ovaciones finales. Fröst concedió una propina; una fantasía propia sobre un tema de amor muchas veces recreado, con recursos técnicos inverosímiles y rasgos geniales. Exhibió asombroso vibratos labiales combinados con soberbios trinos, o de nuevo matices dinámicos súper expresivos. Digamos lo que digamos, el futuro del clarinete internacional está a sus pies.
La composición de la Misa en re mayor, contemporánea de la forja de la Sinfonía coral en re menor, op. 125, fue un proceso tortuoso desde 1819 hasta 1823 con dos estrenos parciales, y uno definitivo relativamente fracasado por su increíble dificultad coral, vocal y orquestal. Es cierto que las plantillas de cuerda históricas eran escuetas y probablemente coincidentes con la presentada por la Orquesta de Cadaqués, aunque no es menos cierto que reforzar la cuerda es ya una norma habitual del siglo XX, que equilibra el sonido de toda la centuria, e impulsa interpretaciones con ancho y cálido aliento. Esta fue en cierto modo la primera gran obra «religiosa» donde la orquesta vuela ya completamente libre, no cómo soporte y acompañamiento de la palabra, sino cómo vehículo y protagonista del mensaje ciertamente aconfesional, pero universal de la obra entera; es decir, en palabras de Richard Wagner «cuando un texto se canta no se canta su pensamiento, sino que se canta su música a partir de ella misma….». quot erat demonstrandum, la orquesta es tan esencial en esta obra cómo fue en la Novena sinfonía, y esto no quedó muy bien defendido durante la interpretación de esta noche. La plantilla orquestal, no balanceaba bien frente al poderoso coro letón, este sí con formación “sinfónica” suficiente para enfrentarse a la gran partitura.
Las voces, tanto en el coro cómo el cuarteto solista, ya estaban perfectamente engrasadas al comienzo del Kyrie que tuvo la anchura suficiente, y así lo pidió en un tempo generoso el maestro italiano. Destacaron pronto los registros femeninos en el coro, y agudos entre los solistas (Merbeth por caudal vocal, y el tenor español Josep Bros por su seria impostación y buena proyección). Al respecto del bajo y la mezzo digamos que las voces no parecen apropiadas una por ligera y la otra por cavernosa y falta de homogeneidad, respectivamente. Cómo decía, la exhibición del coro comenzó pronto, y llegados al Gloria las voces estaban a flor de labio, los registros extremos, frecuentes en este, permítaseme, endemoniado pasaje, eran plenos y timbrados, y los fiatos y saltos armónicos sobrecogedores. A veces parecía que Noseda dirigía para el coro de forma tan entregada que dejaba a su orquesta un poco sola ante el peligro. En las dos fugas consecutivas las líneas fueron claras, y en el Amén brillaron otra vez tenor y soprano, con buena intuición de conjunto.
Y luego el Credo, aun más cruel de cantar por su divina longitud e imposibles respiraciones, pero el conjunto letón, sin fatiga, seguía lanzando mármol de Carrara, ante el asombro general (aquí es donde muchos coros pueden perder el control de la obra, sufriendo agotamiento e impotencia). Los letones estaban cantando como ángeles, que bajo la preparación de su magnífico director, Máris Sirmais, dieron una soberbia lección de canto, musicalidad y estilo. El director desde el podio se movía, cómo loco, en todas las direcciones hechizado por el beethoveniano coro pero no obtenía el volumen necesario ni la «pasta sonora» obligada de la orquesta. Además se echó en falta una mayor piedad en la meditación orquestal previa a los acordes finales del fragmento. Era un secreto a voces; quedaba en el tintero la gran belleza de la obra, (Sanctus y Agnus Dei), y el sonido de las cuerdas estaba ya arañado, y ciertamente destemplado en los registros graves de todas las familias.
En este tipo de obras densas y exigentes con la orquesta, no se produce el necesario tejido sinfónico y el posterior empaste sonoro sin una cuerda bien presente. Independientemente de que a muchos no nos interesen las versiones historicistas, esta Misa que lo revoluciona todo en su género, no es una obra para versiones camerísticas. La orquesta debe estar bien armada para resistir esos 70 minutos agotadores marcando y fraseando sin casi descanso. Sabemos que para tocar es positivo el hecho físico de estar muy próximos, y más aun para cantar, pero tal vez había demasiadas apreturas sobre el escenario. Creo que se habría oído mejor al coro en su posición original en los bancos reservados para esta misión en el auditorio.
El primer violín tuvo su musicalidad, pero se esperaba también más sonido y belleza armónica a la contribución en el Sanctus, pues es uno de las momentos más hermosos salidos de la pluma de Beethoven. Por suerte, los solistas volvieron a estar musicalísimos, en el último tercio de la obra. En particular Ricarda Merbeth sobresaliente en el benedictus que, esta sí, dio el empaque necesario a su voz, y lució timbre para la gran belleza de sus frases. El color y el estilo livianos del Bajo americano Steven Humes, aparentemente inapropiado para este rol vocal, sí demostró tesitura suficiente para todo lo escrito en el momento sublime del Benedictus, un premio para todo buen cantante que se tenga por tal. El caso de Bros es el mismo y sin embargo, cómo ya hemos mencionado, por potencia de emisión (sonidos bien apoyados), interpretación, (trata de colorear el material buscando un carácter más heroico), y simplemente musicalidad y ajuste fue digno de todo elogio.
El gran mensaje final del Dona nobis pacem, cómo en la coda de la citada novena sinfonía, es esencial y demanda anchura sonora y cierto rubato para recrear y coronar la obra. Mientras el coro llegaba todavía pleno, la orquesta trataba de terminar la obra con esfuerzo pero sin brillo alguno.
Hace algo más de 10 años, recuerdo al gran Sigiswald Kuijken, metido en camisa de once varas, pero muy valiente, dirigiendo un arranque de temporada de una orquesta madrileña con la Missa solemnis de Beethoven, apenas programada en nuestro auditorio. Musicalmente hablando tirarse a la piscina, pero con mucha Fé y entrega. Hoy nos ha pasado algo parecido. La obra es tan inatacable, exigente, e imperecedera que suele acobardar a programadores, directores y orquestas. Hay que agradecer al maestro Noseda y a la orquesta de Cadaqués por dejarnos oírla en esta velada, asomándose sin miedo al precipicio de su repertorio. Al Coro estatal de Letonia, síganlo, por favor, y disfrutarán con sus profesionales y entregados cantantes. ¡Feliz 250º aniversario de Beethoven!
Foto: Rafa Martín / Ibermúsica
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