Por Xavier Borja Bucar / @XaviBorjaBucar
Barcelona. Gran Teatro del Liceo. 12-I-2019. Giacomo Puccini: Madama butterfly. Lianna Haroutounian (Cio-Cio-San), Ana Ibarra (Suzuki), Jorge de León (Benjamin Franklin Pinkerton), Damián del Castillo (Sharpless), Christophe Mortagne (Goro), Isaac Galán (Príncipe Yamadori), Felipe Bou (Bonzo), Mercedes Gancedo (Kate Pinkerton), Antonio Durán (Yakusidé), Eduard Moreno (Comisario imperial), Alejandro Llamas (Oficial del registro), Vanesa Cañizares (Madre de Cio-Cio-San), Irene Mas (Tía de Cio-Cio-San), Numil Guerra (Prima de Cio-Cio-San) Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatro del Liceo. Dirección musical: Giampaolo Bisanti. Dirección del Coro: Conxita Garcia. Dirección de escena: Moshe Leiser y Patrice Caurier.
El pasado sábado volvió Madama Butterfly al Liceu y, con ella no llegó el escándalo, como en aquel espléndido melodrama de Vincente Minnelli, pero sí el público, que abarrotó la sala por primera vez esta temporada, algo a todas luces previsible. Al público siempre le gustó, le gusta y le gustará la sangre, y lo corrobora el incólume poder de atracción de la historia de esa niña miserablemente engañada que se suicida al serle desvelada la cruel verdad. Por cierto, a tenor del suicidio, no puede uno dejar de traer a colación unas enigmáticas palabras de Ainhoa Arteta en una entrevista publicada en el programa de mano (está previsto que la soprano guipuzcoana debute como Cio-Cio-San en esta producción liceísta): «[…] me molesta que digan que es un suicidio. ¡No lo es! Es un harakiri, un acto de honor”, sentencia Arteta, como si una cosa fuera excluyente de la otra o como si la soprano hubiera concebido una forma posible de cometer un harakiri sin quitarse la vida, lo cual, así a vuelapluma, parece más improbable que subir una escalera hacia abajo, algo, por otro lado, no del todo imposible.
Al margen, sin embargo, de disquisiciones lingüísticas (las únicas siempre pertinentes), la célebre ópera de Puccini regresó al Liceu con la reposición del montaje firmado por Moshe Leiser y Patrice Caurier, estrenada en 2006 y que también pudo verse en el teatro barcelonés en la temporada 2012/2013. Un montaje que no merece tal nombre, con unos decorados que son la quintaesencia de la insulsez y con una nula dirección actoral de los cantantes, que más bien parecen encomendarse buenamente a su criterio para moverse por el escenario. Y es que Madama Butterfly es una ópera que plantea ciertas dificultades que un director de escena, a razón de sus generosos honorarios, está obligado a resolver o, cuanto menos, a intentar solventar. Dificultades como que, por lo pronto, sobra escenario para representar una historia constituida por la intimidad de dos mujeres (Cio-Cio-San y su sirvienta Suzuki) en un espacio doméstico interior, puesto que la historia que se cuenta en Madama Butterfly es la del segundo acto, siendo el primero un acto preliminar necesario, del mismo modo que son preliminares necesarios el prólogo y las dos primeras jornadas del Anillo del nibelungo para el verdadero anhelo de Wagner, que es contar la muerte de Siegfried. Ese segundo acto de la ópera de Puccini alumbra una escena eminentemente privada, en la que Cio-Cio-San, en su devenir fatal, atraviesa distintos estados de ánimo que la llevan, como se conoce, de la esperanza ciega del principio al dolor indecible cuando Sharplessle insinúa que Pinkerton no volverá con ella, así como después a la explosión de júbilo –la más triste de la historia de la ópera– tras otear la «nave da guerra» norteamericana que se avecina y que trae de regreso, según el convencimiento de la muchacha, a Pinkerton. Con todo esto, si Leiser y Caurier hubieran dejado el escenario completamente desnudo, no habría sido menor su aportación a esta historia. Una historia que, en la medida en que se trata del puro relatode la interioridad sentimental de la protagonista –cuyos ires y venires anímicos se esfuerza Puccini en acotar y contornear musicalmente–, parece pedir a gritos la alteración de la imagen escénica, la focalización de los pocos personajes en tablas e incluso la mirada discriminadora del primer plano del cine, puesto que la de Madama Butterfly es una historia cinematográfica avant la lettre. Lejos de esto, lo que se vio fue la representación descuidada y hasta fea de una estancia interior japonesa desproporcionadamente grande, de una oquedad desangelada e iluminada por una inalterable luz fría y anodina. En paráfrasis, una escenificación que casi siempre dejó a la intemperie a los cantantes como transmisores del libreto y de la partitura, y que puso al descubierto un nulo ingenio teatral yvisual por parte de Leiser y Caurier, más allá de una entrada del bonzo resuelta con cierta espectacularidad, si bien un tanto caricaturesca.
Las obras de Puccini están elaboradas milimétricamente con el propósito de una eficacia teatral sin rasgaduras. Son artefactos de una concreción que apenas deja espacio a la interpretación. Dicen lo que dicen y no hay huecos que rellenar en su discurso. No obstante, sí que permiten un ejercicio de estilo que les insufle nueva vida. Eso es, nueva vida, porque de lo contrario, la rutina convierte a la obra en pieza de museo. Es en la rutina, en la repetición adocenada de lo ya visto donde se advierte la piel fría y pálida y la rigidez de los miembros de la ópera como forma, como género. Una sintomatología necrótica a la cual los que amamos la ópera bien es cierto que ya estamos acostumbrados. En términos generales, fue siempre así. Sin embargo, lo que no es tolerable de ningún modo es que esa rutina se nos sirva hoy a precio de oro y con prosopopeya por parte de una larga lista de hombres de teatro del tres al cuarto que, haciéndose pasar por paladines de la modernidad, se han enseñoreado de la ópera con pretensiones redentoras.
Dejando a un lado la diatriba contra el despropósito escénico, lo que cabe destacar de la función del pasado sábado es, sin lugar a duda, la creación que Lianna Haroutounian hizo de Cio-Cio-San, un rol vocalmente muy exigente y nada fácil de presentar con credibilidad. Existen en el repertorio operístico algunos roles femeninos protagónicos, como Salomé o Carmen, que requieren, más allá de lo musical, una presencia física y escénica muy características para su viabilidad, y tal ocurre con la protagonista pucciniana. Como ante Salomé, con Cio-Cio-San una soprano se enfrenta al reto de dar vida a una adolescente que es además objeto sexual, a lo que suma otra condición de la que carece el personaje Wilde y Strauss: la inocencia propiamente infantil y la propia actitud reverenciosa de la tradición japonesa. Esto hace necesaria, por parte de la soprano, que, como es obvio, por lo común dista de tener «quindici anni»,una impostaciónque con facilidad puede trocarse en afectación. A tenor de esta dificultad de encarnar el personaje, resulta significativo el hecho de que tantos repartos de Madama Butterfly sean encabezados por sopranos asiáticas de ojos rasgados. De algún modo, el aspecto físico, mera contingencia, algo absolutamente irrelevante musicalmente, se revela en estos casos como algo en cierta medida determinante para la credibilidad del personaje. Los ojos rasgados ahorran una parte importante de la impostura.
Por su parte, Haroutounian supo sobreponerse a estos escollos interpretativos dela protagonista pucciniana. Si bien se mostró un tanto titubeante en la emisión en la siempre delicada escena de entrada («Ancora un passoorvia»), soprano armenia exhibió una voz de bello y cálido timbre que fue vehículo apropiado para expresar el candor de Cio-Cio-San, especialmente en el primer acto, con una proyección generosa que, al margen de anular al Pinkerton de Jorge de León en el arrebatado dúo, fue determinante para conferir la rotundidad necesaria en las escenas de mayor dramatismo del segundo y tercer acto. Haroutounian dio conmovedoramente vida a todas las facetas de Cio-Cio-San, con un canto siempre distinguido, de noble línea en el fraseo, lleno de sensualidad en el dúo con Pinkerton, pero pleno de patetismo, como después escuchar la humillante carta de Pinkerton leída por Sharpless («Due cose potreifar: tornar a divertir la gente, col cantar… oppure, meglio, morire».), o mordiente, en el arrebato de desesperación que sigue («Ah! m’hascordata?»). Tras la interpretación «Un bel dìvedremo», la soprano armenia puso el teatro patas arriba, como era de esperar, aunque ese no fue más que un detalle de una actuación espléndida soportada asimismo por un desempeño escénico adecuado.
Jorge de León, que ya fue Pinkerton en el estreno de esta producción en la temporada 2012/2013, volvió a enfundarse el uniforme de teniente de la marina norteamericana, un personaje corto y poco agradecido por su miserable condición moral. No obstante, el de Pinkerton es un rol para un tenor lírico con partes de un lucimiento exuberante, que exigen un fraseo sensual, bello, apasionado, como el dúo con Cio-Cio-San o, al final, el aria de remordimiento «Addio fiorito asil». Un rol, en definitiva, que el tenor canario desaprovecha por completo y por debido a varias carencias. En primer lugar, el timbre de De León, un tanto oscuro –como es moda hoy día en los tenores del repertorio spinto–está desprovisto de belleza, carece de esmalte. Su emisión nunca suena libre, sino un tanto engolada, cuando no crispada en el registro agudo, de sonoridades indefectiblemente nasales. De ahí que la proyección se resienta, siendo insuficiente, como quedó en evidencia en el dúo con Haroutounian. Si a todo esto se le suma un vibrato ancho y, por ende, molesto, el Pinkerton del tenor canario no puede encontrarse a sí mismo. Estas carencias y defectos, junto a una dicción poco clara, deslucen, al fin y al cabo, todo esfuerzo de De León por frasear musicalmente, por dotar de un mínimo aliento lírico y sensual al personaje. No, así no puede ser, y de nuevo volvemos al sempiterno tema: la inexistencia actual de tenores capaces de afrontar el repertorio lírico y lírico-spinto italiano. Un repertorio que exige voces y canto bellos, calidez mediterránea, porque a estas condiciones o propiedades se supedita casi por completo.
Con todo, Jorge de León repite el resultado decepcionante de su anterior Pinkerton liceísta, si bien en esta ocasión mostrando, cuanto menos, una tímida, pero mayor, intención de ligazón en el canto, así como una mayor desenvoltura escénica, puesto que si seis años atrás el tenor canario mostró una expresión poco menos que pétrea, en la función del sábado se mostró gestualmente mucho más libre, aunque, por otra parte afectado de un carácter entre risueño y paternalista que nada va con Pinkerton.
Los demás personajes de Madama Butterfly son absolutamente secundarios, en el sentido de que no tienen ningún pasaje de lucimiento ni demasiada entidad musical, solo son necesarios para la historia. Sin embargo, tres de ellos tienen un peso más relevante que los demás, pues no aparecen puntualmente, sino que participan en escenas o actos enteros y además tienen un peso dramático específico:me refiero a Suzuki, Sharpless y Goro, tres personajes que, a razón de su poca relevancia musical, a menudo son encargados a cantantes mediocres, lo que incluso ocurre el contexto de grabaciones discográficas, como nada menos que en la famosa segunda versión de Karajan, en los que Sharples y Goro corren a cargo respectivamente de Robert Kerns y Michael Sénechal, dos cantantes intolerables cuya desagradable actuación confirma cuán irritante puede ser la escucha de Madama Butterfly cuando estos personajes aparentemente tan secundarios son encarnados por cantantes deficientes. Afortunadamente, el caso de esta función liceísta fue todo lo contrario. Ana Ibarra se llevó la segunda mayor ovación de la noche por una Suzuki de una entidad musical y teatral poco común. Con una voz de timbre razonablemente atractivo y noble y una emisión sólida, así como merced a un desempeño escénico de contenida, pero intensa expresividad, la mezzosoprano se convirtió en una parte importante de la representación.
Igualmente excelente estuvo Damián del Castillo como Sharpless, un papel que ha de transmitirla distinción de un diplomático, así como integridad moral. Con una bella voz, de proyección más que suficiente, y una línea de canto cuidada en todo momento, el barítono de Úbeda cumplió su cometido de un modo impecable.
Christophe Mortagne, por su parte, hizo una buena labor como Goro, acaso incurriendo en alguna que otra estridencia, pero sin mayor importancia en un personaje que, por otra parte, presenta un matiz histriónico inevitable.
Completamente calamitosa fue la intervención de Felipe Bou como «lo zio bonzo». Pese a tratarse de un papel brevísimo pero cuya irrupción en escena es –o debe ser– de enorme impacto. Bou, sin embargo, apareció con una voz incapaz, absolutamente destimbrada, más cercana al grito que al canto, cosa inopinada y que hacen pensar en una posible indisposición por parte del cantante, pues, si no, no se explica tal desastre.
Grata fue la presencia de la joven Mercedes Gancedo en el testimonial papel de Kate Pinkerton. Gancedo pose una voz de bello timbre, fresco y maduro a un tiempo, con una emisión libre y sólida. Aquellos que hemos tenido la suerte de verla más de una vez en recitales sabemos que es una cantante de una personalidad arrolladora, llamada a empresas mayores que esta Kate. Así sea.
Correctos los demás comprimarios (Antonio Durán, Eduard Moreno, Alejandro Llamas, Vanesa Cañizares, Irene Mas, Numil Guerra), una larga lista de personajes puramente testimoniales que aparecen únicamente en ocasión del enlace matrimonial del primer acto. Por otra parte, deficiente fue la participación del coro, completamente descompensado y desconcertado en el momento de la bulliciosa entrada de la parentela de Cio-Cio-San.
El director Giampaolo Bisanti, en líneas generales, dio cuenta del dinamismo expresivo y de las texturas de la partitura pucciniana. No fue la suya una lectura plana, si no que se esmeró en crear relieve expresivo, obteniendo una respuesta correcta de una orquesta, la del Gran Teatre del Liceu, que bebe sobreponerse, por una parte, a una acústica deficiente que la dirección del teatro debería solucionar cuanto antes, en la medida en que empobrece sin tregua, una y otra vez, la calidad sonora del conjunto orquestal, más allá de que halla imprecisiones o no en la ejecución. Por otro lado, y esto es una apreciación puramente personal, la orquesta del Liceu acaso debería disponer de más efectivos por sección, especialmente entre las cuerdas, pues acostumbran a sonar poco corpóreas, lo que queda en evidencia en repertorios como el italiano, y especialmente en Puccini, donde casi siempre las cuerdas doblan las melodías de los cantantes. Por otra parte, bien es cierto que el foso del Liceu parece pequeño en comparación con el de otros teatros, como el del Palau de les Arts, un teatro que, por cierto es más pequeño o cuanto menos, tiene un aforo sensiblemente menor.
Y con todo, uno se pregunta: ¿acaso alguien pensó en la música, la orquesta, en los cantantes, cuando se levantó se levantó el nuevo teatro de las cenizas del viejo? ¿Acaso alguien pensó en la ópera?
En cualquier caso, más allá de los defectos que uno señala con vehemencia, más allá de la ineptidud de los directores escénicos que quien esto firma seguirá denunciando sin descanso, más allá de inexistencia de tenores aptos para encarnar los roles del repertorio lírico italiano que el autor de estas palabras no dejará de advertir con pasmo y resignación, más allá de todo esto, de la función del sábado cabe quedarse con la alegría de la creación de LiannaHaroutourian. Al fin y al cabo, Madama Butterfly es Cio-Cio-San. Sobre las tiernas espaldas de la joven protagonista recae todo el peso de la obra y si la intérprete acierta, si es grande, como la soprano armenia fue, el éxito, casi asegurado de antemano, es ya clamoroso.
Foto: A. Bofill
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