ALCANZAR DEL DESTINO
Madrid. Auditorio Nacional. 14/01/13. Ciclo La Filarmónica. Obras de Wagner, Rachmaninov, Tchaikovsky y Liadov. Orquesta Sinfónica del Teatro Mariinsky de San Petersburgo. Denis Matsuev, piano. Valery Gergiev, director.
Valery Gergiev, que el año pasado concluyó su grabación del ciclo completo de las sinfonías de Tchaikovsky, con una referencial toma de las tres primeras junto a la London Symphony Orchestra e indispensable para cualquier melómano que se precie, se presentó en Madrid con una Quinta que supuso la guinda del pastel en un programa cuya primera parte integró el Preludio de Lohengrin, de Wagner, y el Concierto para piano nº 2, Op. 18 de Rachmaninov, con la Orquesta Sinfónica del Teatro Mariinsky de San Petersburgo y Denis Matsuev como solista.
Delicada y evocadora lectura del preludio de Lohengrin, que comenzó con unos brillantes violines en divisi exponiendo el tema del Grial. Lohengrin, Freia, y el Santo Cáliz fueron surgiendo en un diáfano crescendo al que se fueron sumando las restantes secciones de la orquesta para regresar finalmente a los violines. Con Gergiev recobran todo su sentido las palabras de Thomas Mann cuando describió el preludio de esta ópera wagneriana como una "belleza en azul plateado" que consideraba como el epítome del romanticismo.
El Segundo de Rachmaninov comenzó sonando confuso y embarullado, en una pugna entre solista y orquesta por situarse uno por encima del otro. Denis Matsuev, que lleva al compositor ruso como uno de sus caballos de batalla, cumplió con creces su parte como virtuoso mecanicista técnicamente impecable aunque, en ocasiones, en esa lucha por hacerse oír, terminó semejándose por desgracia más a un mero taquígrafo que a una estrella del piano. No hubo apenas oportunidad para las delicadezas, con escaso color o gradaciones. Una interpretación que dejó un sabor de boca agridulce. Fue ena ocasión desperdiciada en la que no ayudó el hecho de que la Orquesta del Mariinsky tapara con unos decibelios desmedidos a Matsuev, que se desquitó regalando una sensible "Caja de música" del también compositor ruso Anatoly Liadov, autor al que también acudió Gergiev para regalarnos su propina: una íntima lectura del "Lago Encantado" en el que una vez más pudo relucir toda la orquesta.
Llegó Tchaikovsky a través de la clarividente construcción de un Gergiev entregado en cuerpo y alma al sentir del compositor, sumergido en una depresión durante su creación. Modelando el sonido a su antojo, amo y señor de una orquesta rendida ante el maestro, los dos primeros movimientos resultaron de lo más emotivos. El público se dejó llevar por la inconmensurable atracción melódica de una música melancólica e insondable, como una especie de destino insalvable, presentado de manera soberbia por las maderas. El tercer movimiento resultó un vals entre lagrimas, camino de un cautivador finale de reflexiva pero arrebatadora firma. Tras la última nota mantenida, la sensación de que, definitivamente, el destino siempre nos alcanza.
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