Gergiev dibuja la música en el aire con sus manos, la modela como un demiurgo. Y la música parece entreverse así como esculpida en mitad de la sala de conciertos, como volviéndose inexorable. La comunicación visual entre Gergiev y los músicos habla por sí misma. Hay entre ellos una complicidad estudiada que permite al director ruso comprender el directo como algo vivo, no ya como la mera recreación mecánica de lo ensayado. De ahí que se permita semejante riqueza y variedad de intensidades, dinámicas y tiempos. Y de ahí también que la orquesta responda atentísima, ejecutando sus demandas con pasmosa sencillez.
Si por algo destaca la dirección de Gergiev, en la que se advierte una evidente maduración durante la última década, es por la claridad y nitidez expositivas, por un lado, y por la variedad de intensidades y la riqueza de acentos, por otro. Realmente, en sus manos, trasluce una arquitectura sinfónica inteligible, siempre domeñada, con esos crescendi tan bien planteados, de tensión contenida. Una claridad arquitectónica, aunque flexible, que se agradece sobre todo en movimientos como el Andante maestoso - Allegro vivace que cierra esta sinfonía, a menudo expuesto con un ímpetu que se vuelve alboroto.
Gergiev acertó de pleno con esta sinfonía: acertó jugando con las texturas e intensidades de las cuerdas hasta el infinito durante los dos primeros movimientos; acertó con el tono y los acentos en el Valse del tercero; y sacó lo máximo de sus músicos en un cuarto movimiento arrollador, idiomático e intenso. A menudo nos deshacemos en elogios sobre Abbado, Muti, Barenboim, Thielemann... pero quizá no reconocemos a Gergiev su genialidad, su maestría consumada. Seguramente, a estas alturas de su carrera, estamos ante el mejor Gergiev, un maestro inspirado, que sabe lo que quiere, lo que busca, y que además ha conseguido afianzar una formación, la Orquesta del Teatro Mariinsky, hasta el punto de poder codear su buen hacer con el de las principales formaciones germanas. La destreza de una orquesta se mide, entre otras cosas, por su capacidad para sonar piano y para recrear con naturalidad la transición entre intensidades. En este sentido, maravilló el derroche de virtuosismo que ofreció la orquesta del Mariinsky, especialmente sus cuerdas, durante los primeros movimientos de esta Quinta sinfonía. Gracias a esa conjunción entre Gergiev y los músicos del Mariinsky la Sinfonía no. 5 sonó inexorable, como inexorable es el destino que alimenta, como motivo temático, las tres últimas sinfonías de Tchaikovsky. Así las cosas, nos quedamos con ganas de escuchar la Patética que ofrecían al día siguiente en Girona. Si se nos permite un consejo: que nadie pierda la ocasión de disfrutar de su buen hacer en la gira por varias ciudades que emprenden estos días.