Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. 18-III-2017. L’Auditori. Temporada de la Sinfónica de Barcelona (OBC). Obras de Cervelló, Tchaikovsky y Stravinsky. Director: Jaime Martín. Pianista: Gabriela Montero.
Para el concierto nº 16 de su temporada regular en L’Auditori, la OBC ofreció, bajo la batuta del director cántabro Jaime Martín, un programa con dos de los más populares hitos de la música rusa, a saber, el Concierto para piano y orquesta nº 1 de Tchaikovsky, con la participación solista de Gabriela Montero, y La consagración de la primavera de Stravinsky, dos obras –si se quiere– antitéticas de dos compositores cuya idiosincrasia, en cierto modo, también fue opuesta.
Antes, sin embargo, de abordar estas dos obras, el concierto dio comienzo con el estreno de Natura contra Natura (2012), del reconocido y ya venerable compositor catalán Jordi Cervelló. Tal y como lo explicó el propio compositor en una introducción previa, Natura contra Natura es una obra inspirada por el impacto nocivo que tiene el hombre en la naturaleza y cuya escritura llevó a Cervelló a conocer personalmente a la primatóloga Jane Godall, figura internacionalmente referencial en la labor de preservación del planeta y a quien fue, por ende, dedicado todo el concierto.
Hecho este apunte, la obra de Cervelló, de gran formato orquestal, articula su discurso en tres movimientos muy distintos: “I. Sons de natura”, retrato en sonoridades impresionistas de la maravilla de la naturaleza virgen; “II. Clam”, que mediante un lenguaje expresionista representa la dramática intervención del hombre; y “III. Elegia”, en el que Cervelló manifiesta la triste desesperanza ante lo que él mismo calificó como un “suicidio del hombre”.
Con su interpretación, Jaime Martín y la OBC dieron sobrada muestra de su implicación con la obra del compositor catalán. La orquesta sonó compacta en todo momento, sólida en todas sus secciones y Martín supo imprimir a cada movimiento el carácter adecuado: bucólicamente orgánico en el primero, violento y desgarrado en el segundo, desolado en el elegíaco tercero y último. Una interpretación que, en definitiva, dio a la obra una cohesión que en sí misma no mostró poseer del todo. Natura contra Natura es un nuevo ejemplo del empeño encomiable de Cervelló por crear un lenguaje musical contemporáneo que no excluya la tradición, lo que da lugar a una composición técnicamente muy destacable, propia de quien dispone de una enorme variedad de recursos y sabe ensamblarlos. Sin embargo, en este caso, el impecable trabajo técnico da con un resultado poco reconocible, poco unitario, que se pierde a menudo en una concatenación de efectos y arrebatos en el que cuesta trazar una direccionalidad, lo que hace que cada uno de los movimientos de la obra pierda interés a medida que avanzan.
El escritor y otrora importante crítico musical Neville Cardus definió el Concierto para piano y orquesta nº 1 de Tchaikovsky con las palabras que siguen: “Una obra muy trillada y curtida en mil batallas que normalmente ha sido martilleada por pugilistas del piano hasta convertirla en la vulgaridad más inmutable”. Más allá de su evidente exageración provocadora, la sentencia del crítico inglés da buena cuenta de cierta connotación del concierto Tchaikovsky, obra celebérrima de la literatura pianística, interpretada y citada hasta la saciedad, caballo de batalla de innumerables jóvenes intérpretes en concursos de piano. Acaso este primer concierto para piano del compositor ruso sea a los conciertos de piano lo que La traviata es a la ópera. Por otra parte, se trata de un concierto de un ostentoso virtuosismo pianístico que requiere ciertamente una interpretación musculosa, algo que mal entendido puede dar lugar, efectivamente, a interpretaciones propias de esos “pugilistas del piano” a los que se refiere Cardus.
Felizmente y como cabía esperar, no fue ese el caso de Gabriela Montero. La pianista venezolana –recientemente afincada en Barcelona– afrontó con solidez técnica las endiabladas dificultades de la partitura. Ya desde los pesantes acordes iniciales que abren el concierto, Montero supo imprimir a su interpretación la lírica rotundidad necesaria, algo que mantuvo durante todo el concierto, si bien con algunos momentos de cierta imprecisión o falta de definición, sobre todo en el primer movimiento, en el que algunos pasajes de octavas quedaron un poco desdibujados por un cierto exceso de pedal. Tanto Montero como el director Jaime Martín se revelaron como dos temperamentos poderosos y acaso eso llevó a algún que otro desajuste entre solista y orquesta, especialmente en el primer y el segundo movimiento. En el Allegro con fuoco todo fue más encauzado y la ejecución de Montero, siempre apasionada e incisiva, ganó en precisión y, por ende, en claridad expositiva, con lo que cerró el concierto de manera brillante.
En medio de una ovación entusiasta, la pianista venezolana se despidió del público barcelonés como en ella es costumbre, esto es, con una improvisación, que en este caso fue una maravillosa recreación “alla Chopin” de la tradicional canción catalana –sugerida por el público– El cant del ocells. Es de agradecer que una intérprete de renombre internacional como Gabriela Montero aproveche cada uno de sus conciertos para reivindicar la improvisación en el ámbito de la música clásica. Con ello, contribuye a desmentir un sesgado retrato de la música clásica que permanece –en mayor o menor medida– en el imaginario popular y que se sustenta en lugares comunes como los de la asimilación de la música clásica a un ejercicio anacrónico, a una mecánica lectura de partituras, desprovista de espontaneidad y que obedece a una intención historicista o incluso museística. De un modo encomiable, y desde la autoridad que le confiere su contrastada calidad como músico, Gabriela Montero no desaprovecha, pues, ocasión para desarticular esos tristemente persistentes lugares comunes.
La consagración de la primavera de Stravinsky ocupó por completo la segunda parte del concierto, de modo que el programa se cerró con la recapitulación al tema de la naturaleza propuesto al principio con la obra de Jordi Cervelló, aunque desde un punto de vista muy distinto. Si Natura contra Natura actuaba como clamor desesperado contra la intervención destructiva del hombre contemporáneo en la realidad natural del planeta, el célebre ballet de Stravinsky se inspira en la comunión del hombre pagano con la naturaleza. Una comunión que Stravinsky observa en los rituales precristianos con que los pueblos eslavos sacralizan –consagran– la naturaleza, esa naturaleza rusa cuya exuberancia estalla en primavera y que es retratada en la primera parte del ballet bajo el epígrafe de La adoración de la Tierra, con esa radical y revolucionaria emancipación de la ortodoxia compositiva emprendida por el compositor ruso. Stravinsky advirtió la vanidad de pretender codificar musicalmente la naturaleza en formas prefiguradas o en largos relatos melódicos. Por ello, en La consagración de la primavera la orquesta suena como una amalgama de motivos que, al modo de organismos vivos o puros elementos naturales, aparecen y desaparecen, fluyen –apacible o violentamente–, pero que jamás se presentan en una forma perfecta, terminada, y así también las tonalidades se suceden sin resolver nunca.
Sin embargo, tampoco la comunión del hombre pagano –primitivo, entiéndase– con la naturaleza es, a fin de cuentas, pacífica, pues en esa comunión, en la sacralización de la naturaleza, tiene lugar también el sacrificio humano, esto es, la barbarie. Una barbarie acaso más ingenua que la del hombre contemporáneo, y quizás por ello menos perversa, pero barbarie, al fin y al cabo, y que se hace explícita en la feroz violencia de segunda parte del ballet, titulada precisamente El sacrificio.
El ejercicio de la idolatría es inherente al hombre, y esta idolatría –ya sea con respecto a la naturaleza, como en el hombre primitivo, o al dinero, como en el hombre moderno– conduce al ser humano irremisiblemente hacia su autodestrucción. Tal parece ser la reflexión implícita en La consagración de la primavera.
Al frente de la OBC, Jaime Martín supo dar cuenta del carácter trágicamente salvaje y abrumador de la obra de Stravinsky, con una interpretación llena de enjundia, tensa, afilada y desasosegante. El director cántabro obtuvo de la orquesta una respuesta espléndida que resultó en una auténtica vorágine sonora. Un esfuerzo que mereció, sin duda, la encendida ovación final.
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