Por Óscar del Saz | @oskargs
Madrid. 12-II-2021. Teatro Monumental. Bajo el epígrafe de “Revoluciones Musicales”. Concierto A/11. Obras Gabriel Fauré (1845-1924). Orquesta Sinfónica y Coro de RTVE. Sonia de Munck (soprano), Gabriel Bermúdez (barítono). Lorenzo Ramos, director del Coro de RTVE. François López-Ferrer, director.
Fue el 9 de septiembre del pasado año -en la apertura del Otoño Musical Soriano- la última vez que escuchamos el Réquiem de Fauré, obra que se dedicó a las víctimas del Covid-19. Aquella vez, en versión de órgano, con un reducido Coro Nacional de España dirigido por Miguel Ángel García Cañamero. ¿Es pura coincidencia que tanto en aquella versión como en la que nos ocupa coincidan los dos solistas -esto es, la soprano Sonia de Munck y el barítono Gabriel Bermúdez-, o debemos referirnos mejor a la omnipresencia de ciertas agencias -ya que el tema es reiterativo- por querer abarcarlo todo y porque ofrezcan -o en algunos casos impongan- el ‘pack completo’ de solistas más director?
Ahí lanzamos la pregunta, porque esto ocurre a menudo y es verdad que luego los cantantes y otras agencias más pequeñas se quejan de la falta de unas reglas que se traduzcan en que las grandes agencias tengan un cupo y no puedan sobrepasarlo, de modo que se reparta un poco más toda la oferta también entre agencias menos potentes. Estas desigualdades ocurren mucho más en los conciertos y, sobre todo, en los de oratorio, donde vemos repetidos muchos cantantes de la misma agencia en distintas ocasiones. El agravante de ese acaparamiento está en que -por lo que sabemos- estos conciertos son más apetecibles por los cantantes, ya que son más «rentables» por el menor número de ensayos que se necesitan en relación a los que hacen falta en una producción de ópera, y dada la escasez de trabajo, entendemos que sería más justo repartir lo que haya. Creemos que sería más razonable.
En palabras del propio Gabriel Fauré, quedó claro que al escribir su Réquiem en re menor Op. 48 quiso escapar de cualquier convencionalismo o visión más habitual: «después de tantos años acompañando servicios fúnebres, me lo sé todo de memoria, y por eso quise escribir algo diferente», recalcó. De hecho, eliminó las partes que hacen alusión a la ira de Dios (Dies irae) y Rex tremendae, y añadió al final un benéfico -por su carácter de afable recibimiento en los cielos-, In Paradisum. Importante es darse cuenta de esto, ya que influye enormemente en la interpretación (la instrumental y la coral), que debe ajustarse a un carácter que no cargue las tintas en el dramatismo -la muerte no es un trance doloroso- y, ni siquiera, en la desesperanza o en la indeterminación de qué encontrar al otro lado de la vida, sino más bien encontrar una orientación interpretativa creciente en claridad hasta culminar en In Paradisum, que muestre la certeza de un sentimiento reconfortante y sereno del paso de la vida a la muerte.
Creemos que esto que comentamos sí se consiguió, en general, en la versión que firmó el maestro François López-Ferrer, con un coro de 24 componentes -6 por cuerda- y una orquesta de 26 instrumentos más el órgano. Su gesto y órdenes siempre fueron claros y precisos, estando muy pendiente también de las evoluciones de la parte coral y de la de los solistas, dotando a la obra de una muy elegante agilidad, ya que los ‘tempi’ escogidos fueron un tanto más rápidos que de costumbre. Su versión discurrió con gran transparencia en la escucha de todas las secciones -muy bien balanceadas-, y haciendo gala de unas dinámicas bien contrastadas con transiciones muy bien delineadas y siempre suavizadas, dotando al coro de una sonoridad ecualizada respecto de la ambientación sonora general. Por poner un ‘pero’, nos resultó demasiado ‘hiriente’, por el exceso de sonido, el solo de violín a cargo del concertino, Miguel Borrego, que entendemos siguió las indicaciones del maestro -ya que tocó de pie-, pero a nosotros su intervención nos pareció muy exagerada y poco equilibrada con el resto.
El coro nos gustó mucho en carácter en las partes del Introitus (empastadísimos tenores y sopranos), Kyrie y Offertorium (magnífico diálogo de las cuerdas de altos y tenores), aunque se echó de menos en los acordes de los ‘amen’ el oscuro color de los bajos que quedaron demasiado atenorados, si bien se cumplieron las indicaciones dinámicas de doble piano y luego triple piano final como marca la partitura, así como el carácter de ‘dolce sempre’. Pero como en el sitio menos inesperado, ‘salta la liebre’, el ascenso con modulaciones de «Hosanna in excelsis» del Sanctus, se ve que sorprendió a las sopranos y las dos frases estuvieron calantes en demasía. Una pena, si bien compases después tenores y bajos pudieron remediarlo entrando a tono en su mi bemol en doble ‘forte’.
En el Agnus Dei, de nuevo reinaron los tenores y mostraron la pauta al resto de coro, que consiguió un muy equilibrado número que progresó hacia el Lux Aeterna cuyo final de nuevo se cristalizó en un meritorio doble piano con un magnífico regulador desde el ‘forte’ previo. En el Liberame, siguieron la pauta marcada por el barítono, que comentaremos después. Como dijimos al principio, y en relación a los ‘tempi’ de toda la obra, In Paradisum se interpretó demasiado rápido para nuestro gusto, aunque de forma coherente con las velocidades medias elegidas para la obra y consiguió que el público aguardara en aplaudir esos segundos mágicos que provocan las buenas interpretaciones.
En cuanto al barítono solista, Gabriel Bermúdez, poseedor de una voz de barítono lírico, realizó una muy elegante y cuidada entrada en el «Hostias et preces tibi…», acorde al carácter que da a entender el texto y realizando adecuadamente todas las ligaduras, con una segunda parte («Fac eas, domine…») más asertiva, aplicando un plus de densidad a su voz y expresando con justeza en las dinámicas. En el Liberame, quizá su versión resultó demasiado lineal para nuestro gusto, no dando el peso expresivo necesario a ciertas palabras clave del texto, que luego mimetizó el coro en la reexposición del tema, resultando -de igual forma- demasiado plana, y que no consiguió emocionar de forma contundente.
El Pie Jesu es quizá la parte más paradigmática de esta genial obra, cuya aparente sencillez y exuberante belleza son un reto para cualquier soprano, y cuya única indicación en la partitura es la de ‘dolce e tranquillo’. A partir de ahí, varias versiones o interpretaciones son posibles. En este caso, la soprano Sonia de Munck creemos que optó por la más «doliente» de las posibles -desde el punto de vista de la emoción a comunicar-, con un canto más bien afectado, frío y un tanto oscuro, entendemos que utilizado como recurso expresivo. A nuestro modo de ver, esa elección no casa completamente con el espíritu esperanzador y luminoso de esta obra. Si bien en algunos momentos, y sobre el papel, pensamos que la pieza -por el tipo de voz de De Munck- le pudo resultar un tanto grave, nuestra soprano creemos que cumplió a satisfacción con la escritura por debajo del La grave, manteniendo adecuadamente aún en esas notas, las dinámicas en piano o doble piano.
Al comienzo del concierto se interpretó la célebre Pavana op. 50 en fa sostenido menor, que después inspirara obras de parecido cariz a Claude Debussy, así como la Pavana para una infanta difunta, de Maurice Ravel, escrita cuando era alumno de Fauré en el Conservatorio de París. Aunque Fauré no dio inicialmente demasiada importancia a su obra, enseguida decidió adornarla de unos textos de temática amorosa, basada en que grupos de mujeres y hombres jóvenes se intercambian cumplidos, quejas y retos amorosos. En la versión ofrecida por la Orquesta y Coro de RTVE, echamos de menos, en la presentación del tema por parte de la flauta, algo más de magia y un punto menos de trivialidad expositiva en ese tema tan inspirado que vertebra la obra. En cambio, la recreación que realizó el Coro nos pareció muy elegante, con una muy buena dicción e intención, que le confirió un empaque quintaesenciado muy ajustado a lo que debe transmitir la obra, es decir: juventud, disfrute vital y una sonrisa empática.
En resumen, un concierto que fue muy del gusto del público del Teatro Monumental, que aplaudió repetidamente a todos los músicos, en concreto también al organista y a la arpista, señalados ‘ad hoc’ por el maestro López-Ferrer por su fenomenal contribución, en el que -en general- se mostraron adecuadamente las esencias que Fauré destiló en estas dos obras tan ejemplares, aunque no resultó todo lo redondo que podía haber sido y acabó mermado en luminosidad.
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