Crítica del concierto de François Leleux y Alexander Liebreich con la Orquesta de Valencia
Ecos de melancolía y grandeza
Por Alba María Yago Mora
Valencia, 18-X-2024. Palau de la Música. François Leleux, oboe. Orquesta de Valencia. Director: Alexander Liebreich. Obras de Pavel Haas, Bohuslav Martinů y Richard Strauss.
La velada del pasado viernes en el Palau de la Música de Valencia se alzó como un acontecimiento singular, en el que la música nos permitió transitar por los paisajes más sombríos de la historia y por las cumbres más sublimes de la naturaleza humana. La Orquesta de Valencia, bajo la dirección de Alexander Liebreich, ofreció una selección de obras que, cada una en su estilo, exploró desde lo más profundo del sufrimiento humano hasta la grandeza imponente de los Alpes.
La apertura del concierto estuvo marcada por el Estudio para orquesta de cuerdas de Pavel Haas, una obra que respira con el aire denso y asfixiante de un contexto histórico marcado por la represión y la tragedia. Compuesta en el gueto de Terezín, la pieza no solo refleja una desesperada resistencia a la barbarie, sino que también ofrece destellos de esperanza y dignidad. Sin embargo, esta obra, aparentemente sencilla en su resultado, oculta una dificultad técnica considerable, más compleja de lo que el público pudo apreciar. La brevedad de la composición y su aparente simplicidad estructural probablemente contribuyeron a que pasara desapercibida ante la mayor expectativa generada por las obras posteriores. En su ejecución, la Orquesta de Valencia, bajo la batuta de Liebreich, imprimió a la obra un carácter vehemente, haciendo palpable esa tensión latente entre la belleza artística y el dolor de su creación. A pesar de ello, la interpretación de los violines dejó entrever desafinaciones que en momentos clave socavaron la cohesión de la obra. Esta falta de precisión técnica fue especialmente evidente en los pasajes de mayor lirismo, donde la inseguridad en las líneas melódicas contrastaba con la sólida interpretación del resto de la orquesta. Tal vez, este estudio no alcanzó la resonancia que merecía en una noche donde las dos grandes obras que lo acompañaban habían concentrado la mayor atención del público. La obra de Haas quedó, así, un tanto eclipsada.
Con el Concierto para oboe de Bohuslav Martinů, la atmósfera en la sala dio un giro radical. Desde el primer movimiento, François Leleux demostró por qué es uno de los más grandes intérpretes de este instrumento en la actualidad. Su entrada fue como un torrente de virtuosismo y sensibilidad. Lo que distingue a Leleux no es solo su prodigiosa técnica, que le permite navegar por los pasajes más complejos con una facilidad asombrosa, sino su capacidad para transformar cada nota en un susurro lleno de significado. En el primer movimiento, Moderato, su control absoluto del aire y del cuerpo fue evidente en cada fraseo, en cada respiración sutilmente contenida, en la manera en que moldeaba las dinámicas con una precisión casi sobrehumana. El segundo movimiento, Poco andante, de una belleza etérea, fue un diálogo íntimo entre el solista y el conjunto orquestal, en el que la interacción entre ambos alcanzó una sincronía exquisita. Leleux no solo tocaba su parte, sino que parecía cantar desde lo más profundo de su ser, haciendo que el oboe dejara de ser un mero instrumento para convertirse en una extensión de su propia alma. En el último movimiento, Poco allegro, la orquesta asumió un papel más enérgico, aunque siempre dejando espacio para que el solista brillara, y Leleux, con su maestría habitual, llevó la obra a un cierre deslumbrante, sin perder ni un ápice de frescura o elegancia. La orquesta, dirigida con mano firme pero sensible, lo acompañó con una corrección impecable. No hubo excesos ni desvíos; el equilibrio entre solista y orquesta fue siempre adecuado, pero la estrella indiscutible de este momento fue el oboísta, que tras finalizar la pieza regaló al público un bis en honor a su maestro. Ese fragmento de la Danza de los espíritus bienaventurados de Gluck, cargado de emotividad y gratitud, fue un deleite para los sentidos, un broche final que destiló la esencia más pura del arte musical, un obsequio del alma de Leleux que dejó a la sala en un silencio reverente.
El programa culminó con la Sinfonía Alpina de Richard Strauss, una obra monumental que exige a la orquesta un despliegue técnico y emocional sin precedentes. Aquí, la Orquesta de Valencia mostró su músculo, llevándonos de la mano por un ascenso que, en su magnitud, parecía no tener fin. Desde el primer acorde, se nos reveló una naturaleza imponente y abrumadora, en la que cada sección de la orquesta aportaba una pincelada sonora al vasto lienzo pintado por Strauss. Destacaron de manera especial las intervenciones de Santiago Pla como trompa solista, cuyas llamadas, en los momentos más solemnes, resonaron como ecos de lo sublime, y de Javier Eguillor en los timbales, cuya precisión rítmica añadió la gravedad necesaria a los pasajes de mayor intensidad. Además, la actuación del oboe solista, Roberto Turlo, en la Elegia, se presentó como un momento realmente conmovedor, aportando un contraste emotivo en una pieza marcada por la tensión acumulada. La banda interna, situada fuera de la vista, aportó una dimensión espacial y tímbrica que contribuyó a la sensación de inmensidad que exige la obra. En los pasajes más imponentes, la intervención del órgano, a cargo de Pablo Márquez, dotó de una fuerza arrolladora y profunda a la interpretación, realzando ese poder que sólo el órgano puede desplegar en una sinfonía de tales proporciones.
Sin embargo, a pesar del notable esfuerzo de la orquesta por transmitir toda la majestuosidad y grandeza de los Alpes, en algunos momentos se percibió una falta de contraste que restó algo de ligereza a la interpretación, haciendo que por instantes resultara algo densa. La textura sonora se volvía abrumadora por momentos, como si el peso de la montaña, en lugar de elevarnos, nos aplastara bajo su imponente presencia. Hubo pasajes en los que la tensión armónica, quizá como parte de una decisión interpretativa de Liebreich, se extendió más de lo esperado, generando una expectación constante que, aunque eficaz en su propósito, pudo resultar algo agotadora. No obstante, esta interpretación capturó con acierto el carácter imponente de la obra, aunque quizá podría haberse beneficiado de una mayor exploración de los contrastes dinámicos y armónicos que la partitura de Strauss ofrece, como si nos quedáramos en un ascenso perpetuo sin alcanzar la liberadora cumbre.
La noche contó con momentos de absoluta brillantez, especialmente en la interpretación de Leleux. La Orquesta de Valencia, bajo la dirección de Liebreich, demostró una vez más su capacidad para enfrentarse a grandes retos.
Fotos: Foto Live Music Valencia
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