Por Alejandro Martínez
1/06/2014 Múnich: Bayerische Staatsoper. Rossini: Il barbiere di Siviglia. Rodion Pogossov, Juan Diego Flórez, Kate Lindsey, Renato Girolami, Peter Rose, Hanna-Elisabeth Müller y otros. Antonello Allemandi, dir. musical. Ferruccio Soleri, dir. de escena.
Juan Diego Flórez regresaba a los escenarios en Múnich, tras haber cancelado las anteriores representaciones, afectado por una laringitis. Había pues la consiguiente expectación por ver en qué forma se presentaba, retomando además un rol, el del Conde de Almaviva, que no había interpretado, si no nos falla la información, desde 2011 en Lima. Un responsable del teatro salió a avisarnos que finalmente cantaría Flórez, haciendo un esfuerzo tras su afección. Un anuncio francamente desafortunado, porque o bien se anuncia una indisposición buscando benevolencia del público o bien no se indica nada; pero indicar que finalmente canta quien estaba previsto que cantase, francamente, roza el absurdo. Sea como fuere, Flórez cantó y al margen del resultado propiamente dicho de su interpretación, y que ahora valoraremos, cabe incidir después en una reflexión de mayor alcance sobre su trayectoria. Así las cosas, tras un tímido y reservado “Ecco ridente”, se fue encontrando cada vez más cómodo, sin alardes, pero muy esmerado en escena y con ese canto siempre limpio, bello y redondo al que nos ha acostumbrado. Llegó vivo al “Cessa di più resistere”, que no bordó como en sus mejores tiempos, algo cansado ya e inseguro en el sobreagudo, pero entregado y esforzado de un modo evidente, visible y digno de agradecer. Por otro lado, Flórez es un gran actor cuando se siente seguro y cómodo con lo que está haciendo. Y sobre todo es un estupendo actor cómico, faceta que no explota, creemos, lo suficiente. Su desempeño como Tonio y como Lindoro deja bien claro el abismo interpretativo que hay con respeto a sus roles más serios, en los que no alcanza esa cota de desenvoltura y naturalidad. Es notable que pese a encontrarse vocalmente por debajo del cien por cien de facultades, sin embargo, actoralmente, se sintiera tan cómodo y resuelto. Sirva de ejemplo el momento más cómico de la noche, entre los muchos en los que Flórez sacó una carcajada al público: en un momento dado, cuando va a desenfundar su pistola, ésta se atascó en el cinturón y Flórez no dudó en salvar la situación con un cómico y seguro “Entschuldigung”. Eso son tablas, eso es oficio y eso es sobre todo seguridad. Una seguridad, insistimos, que resalta precisamente cuando vocalmente no se encontraba en plenitud de facultades.
Y he aquí la reflexión mayor a la que queríamos llegar. De alguna manera, Flórez se encuentra hoy en día entre la espada y la pared. Por un lado tiene una puerta abierta, aunque cada vez más cerrada, tanto por fatiga personal como por la evolución natural del instrumento, que es la de regresar a sus orígenes y seguir interpretando Barbero, Cenerentola y demás repertorio rossiniano, junto a partes belcantistas como el Ernesto en Don Pasquale, Sonnambula, Linda, etc. Una senda a la que parece renunciar poco a poco, cuando acaba de cancelar sus previstas funciones de Cenerentola en Viena, la próxima temporada, indicando que el de don Ramiro no es ya un rol para él. Y por otro lado cabe la vía, que parece estar emprendiendo ya hoy a la vista de su agenda, de ampliar el repertorio siguiendo la ruta de Alfredo Kraus. Esto es: Romeo, Werther y… quién sabe qué más. Lo cierto es que la ampliación de repertorio ha sido siempre el caballo de batalla de Flórez. Seguramente el tedio tras interpretar decenas de Almavivas, por un lado, y la presión mediática (teatros, discográficas y público) le impelen a programar nuevos debuts, por más que su experiencia con ellos haya sido a menudo agridulce. Recordemos su Duca de Mantua, para el que seguramente tenga tanto la voz como el temperamento, siempre y cuando se trate de producciones pensadas muy a su medida, en teatros más pequeños y con un reparto acorde. Y recordemos también sus Puritani, que nunca le han terminado de dejar buen sabor de boca; no se siente cómodo con la exigentísima parte de Arturo. Tampoco al Nadir de Los pescadores de perlas le tiene cogida la medida. Convenció, pero sin entusiasmos, con su Arnoldo de Guillermo Tell. Le queda pues mantenerse como el rossiniano que siempre ha sido o seguir arriesgando debut tras debut. Tan sólo con el Fernando de La Favorita parece haber encontrado un rol hecho casi a medida de sus medios. De optar, como parece que está haciendo, por esta segunda vía, se antojaría más verosímil y natural, antes que Werther o Romeo, que afrontase una parte como el Edgardo de Lucia di Lammermoor, por ejemplo. El problema, en última instancia, es que Flórez, excelso solista, nos ha acostumbrado a un nivel permanentemente memorable en sus interpretaciones rossinianas. Y le va a resultar muy difícil mantener ese nivel con un nuevo repertorio. Ojalá lo consiga, qué duda cabe; pero el trayecto va a ser duro.
Al margen de Flórez, en el rol titular se encontraba el barítono ruso Rodion Pogossov, quien fuera Don Giovanni en Oviedo hace unos meses. Estamos ante un barítono con muy buen material pero de técnica y modos pedestres. Su Fígaro es rudo y socarrón en demasía, ajeno por lo general a esa orfebrería de la palabra que requiere la teatralidad de Rossini. Kate Lindsey era Rossina. Una vez superada su inicial guturalidad y su general entubamiento, estamos ante una mezzo estimable, que domina el estilo y la coloratura. Resulta teatral y si no fuera por los abundantes cambios de color de su instrumento, podría haber dejado una Rossina digna de mención y no meramente estimable. Muy solvente, aunque vocalmente un tanto básico, el Bartolo de Renato Girolami. Peter Rose, al que alabamos aquí como Ochs en Rosenkavalier, es un Basilio con oficio pero ajeno al lenguaje rossiniano. Y muy apreciable, por último, el desempeño de la joven Hanna-Elisabeth Müller, habitual de la casa en Múnich, como Berta, mostrando un material bien timbrado, brillante y en domino del estilo.
Se reponía en escena la producción ya clásica de Ferruccio Soleri. Estamos ante un decorado circular (Carlo Tommasi) que presenta dos espacios (exterior e interior de la casa de Don Basilio y Rossina). Sin alardes ni aspiraciones, pero son solvencia, facilita el juego teatral propio del libreto, con sus gags, y aunque no entusiasma, cumple con su cometido de producción clásica sin ambiciones. Por último, no nos entusiasmó la labor de Antonello Allemandi, que no hizo otra cosa desde el foso que acompañar sin pena ni gloria, sin intenciones, con un brío general, a veces alborotado, a veces teatral. Faena de aliño, que dirían los taurinos.
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