Por Pedro J. Lapeña Rey
Nueva York. Metropolitan Opera House28/3/2017. Fidelio (Ludwig van Beethoven / Joseph von Sonnleithner revisado por Stephan von Breuning). Adrianne Pieczonka (Leonora), Klaus FlorianVogt (Florestán), Falk Struckmann(Rocco), Greer Grimsley(Don Pizarro), Hanna-Elisabeth Müller (Marzellina), David Portillo (Jaquino), Günther Groissböck (Don Fernando). Dirección Musical. Sebastian Weigle. Dirección de escena: Jürgen Flimm.
Hay ocasiones en que cuando vas a una función, la suma de todos los aspectos evaluados de manera individual te da un resultado distinto a si lo hace de manera conjunta. Puede ser que la labor canora no haya sido muy destacable y la escénica y la musical sí, y salgas contento, y viceversa. Que la canora haya sido buena, pero el resultado global no te haya satisfecho. Algo parecido a lo primero ocurrió el martes pasado en el MET. Ni las voces principales ni la labor musical estuvieron a la altura de lo que uno espera de este teatro, y sin embargo, al poner todo en la balanza, una producción admirable y una obra maestra nos dejaron un muy buen sabor de boca.
Fidelio, la única ópera que compuso Ludwig van Beethoven, es una obra difícil y compleja. El propio compositor de Bonn ya comentó al respecto que “esta ópera me hará ganar la corona de mártir”. Un trabajo ímprobo y continuas modificaciones nos han dado como resultado cuatro oberturas distintas y tres partituras diferentes. La original de 1805 y la primera revisión de 1806, estrenadas ambas en el Theater an der Wien con poco éxito, y la versión definitiva, trabajada de manera extenuante, que es la que ha llegado a nuestros días.
Las críticas más habituales no han ido por el lado musical, sino por el dramático. Es verdad que el libreto de Joseph von Sonnleithner palidece si lo comparas con los de Da Ponte, e incluso con la obra de Jean-NicolasBouilly en la que está basada. También es verdad que su escritura para las voces no alcanza el nivel al que llegó Mozart – no le interesaban los “dramas giocosos” -, su partitura no es una ópera eminentemente alemana – a la manera de lo que significarán Weber, Marschner o finalmente Wagner – y tampoco se acerca a los parámetros que desarrollará el belcanto italiano.
Sin embargo, en Fidelio hay dos aspectos fundamentales que van más allá de lo que ningún compositor había hecho hasta la fecha - pasarán muchos años hasta que otros le alcancen – y que muestran por enésima vez el carácter visionario del de Bonn. El papel de la orquesta y la concepción del drama.
Con Beethoven, la orquesta aumenta de tamaño y gana en densidad. Es la clave sobre la que se construye la estructura dramática de la obra y su importancia aumenta hasta el punto de marcar a las voces cual debe ser la intensidad teatral. En el barroco y el clasicismo, las voces eran las únicas reinas del escenario. Ahora necesitan un peso que antes no tenían.
Además, Beethoven materializa de manera sublime un drama intemporal sobre el hombre y sobre la sociedad. Compone por primera vez sobre ideales y convicciones. La pujanza y la esperanza juvenil, la lucha contra el opresor, el heroísmo, el amor conyugal, la desesperación del cautivo. Combina pasiones y emociones. Algo tan válido en 1805 como en la actualidad. Algo que se entiende igual en Sevilla que en Nueva York. Algo que llega por igual a jóvenes y a adultos. Algo en fin, que un director de la calidad del alemán Jürgen Flimm, no puede dejar pasar.
Estrenada en el año 2000 con Ben Heppner y Karita Mattila encabezando el elenco, Flimm, que ha vuelto a Nueva York para dirigir esta reposición, traslada la acción de la Sevilla de finales del S.XVIII – a donde Sonnleithnerla había trasladado previamente, ya que en la obra original, Bouillyla había situado cerca de Paris en plena época de Robespierre – a una cárcel cualquiera a mediados del S.XX con sus galerías, sus muros de hormigón y su celda de castigo llena basura donde está encerrado Florestán. La dirección de actores es precisa, con pocos movimientos dejados al azar. Carga las tintas en la violencia de Don Pizarro, creando un infierno para Florestán con lo que consigue un contraste enorme con el cielo que supone toda la parte final. Una producción que a los 17 años de su estreno sigue siendo perfectamente vigente.
Lamentablemente, los resultados musicales no estuvieron a la altura. El antiguo director del Teatro de Liceo, Sebastian Weigle, que solo había pisado el foso del MET en el ya lejano año 2000 con La flauta mágica, se dejó la faena a medias. Beethoven necesita una tensión y una personalidad musical que brilló por su ausencia. Aquí no es suficiente el oficio que sin duda tiene el alemán, ni el acompañar de manera admirable a los cantantes y darles todas las entradas. Se puede hacer un Fidelio lírico o heroico, pero si lo haces contemplativo pierdes la intensidad dramática que requiere la obra. No hubo noticias de toda la segunda línea melódica de las cuerdas que dan esa trascendencia que mencionábamos antes. Tampoco la magistral introducción del Aria de Florestán tuvo la necesaria prestancia. Si a ello le sumamos que la orquesta tampoco tuvo uno de sus mejores días - aunque pueda parecer raro, salvo algún concierto puntual, Beethoven no subía a sus atriles desde hace 10 años – y que combinó momentos de gran brillantez con otros en que hubo desajustes evidentes, entradas falsas y momentos de cierta confusión, el resultado final quedó lejos de lo esperado.
Vocalmente tuvimos también de todo. La excelente soprano canadiense Adrianne Pieczonka, fue una gran Leonora en el primer acto donde predomina el lirismo y la ensoñación. Excelente el recitativo “Abscheulicher! Woeilst du hin?” y su aria posterior “...Komm, Hoffnung“cantada con frescura, emotividad y determinación, fraseando con intención y llegando holgada arriba. Por el contrario, en el segundo acto se vio sobrepasada por una partitura que te pide un registro central con másanchura y densidadque el suyo. Hizo milagros para seguir ofreciendo un fraseo de calidad aunque menos fresco que en el primer acto, combinando agudos magníficos con otros calantes, destemplados y abiertos. En cualquier caso, una notable labor global.
Tras dos funciones de Lohengrin en 2006, volvía al MET el controvertido tenor alemán Klaus Florian Vogt. Su timbre blanquecino y su voz ligera y sin peso, están lejos de lo que uno espera de Florestán. Sus evidentes problemas para colocar los “Si bemol” de su plegaria inicial del segundo acto “¡Gott! welchDunkelhier!", e incluso el mismo “Sol” natural de “Gott”, fueron un suplicio para todos, ya que a fuerza de apretar, faltó poco para el accidente vocal. Después su canto fue correcto y bien proyectado hasta la parte final, escrita sobre la zona del pasaje, donde su fraseo se tornó monótono y ayuno de acentos. Tampoco fue destacable su presencia escénica. Más que un protagonista de la ópera pareció un hombre acongojado y desconsolado por su destino.
Dos veteranos bajo-barítonos, Falk Struckmann y Greer Grimsley fueron los encargados de dar vidarespectivamente a Rocco y Don Pizarro. Lejos ya de sus mejores tiempos y con las voces bastante tocadas, sacaron adelante sus personajes de manera sincera y creíble. Falk Struckmann sigue teniendo el material amplio y sonoro de siempre, aunque cada vezmás ajado en los registros grave y central. A falta de mayores sutilidades, canta todo en forte, y cuando no puede dar una nota, se la salta y santas pascuas. Por el contrario, cuando puede y le entra, sigue teniendo pegada. Dramáticamente, se esfuerza en dotar a su personaje de sensibilidad, con un oficio escénico evidente. GreerGrimsley, con un timbre poco atractivo aunque amplio y sonoro, unos graves que siguen dando miedo, y la emisión “un poco por las bravas”, perfiló un Don Pizarro imponente, de aspectos despótico, cantado con frases incisivas y transmitiendo insensibilidad y crueldad.
Marzellina fue la soprano alemana Hanna-Elisabeth Müller. La voz de soprano ligera tiene un tamaño pequeño. Sin embargo, la emisión de timbre atractivo es clara y brillante. Canta con todo el gusto del mundo, y sobre el escenario donde fue una excelente Marzellina. Enamorada y ensoñadora, es capaz de aislarse del ambiente opresivo de la prisión. Un punto por debajo de su pretendida, David Portillo fue un correcto Jaquino de voz ligera y bien emitida.
Sorprendente Günther Groissböck, que en una de las mejores prestaciones que le he visto en un escenario - en un papel menos exigente que otros con los que se ha atrevido en el pasado como Boris o el Hermann de Tannhäuser - hizo un Don Fernandonoble, entregado y musical.
Mención especial para el excelente Coro del MET que bordó tanto el emocionante “Coro de los prisioneros - O, welche Lust!” como todo el final del segundo acto cuando primero saluda con alegría la llegada de Don Fernando reclamando justicia, y posteriormente ensalza el amor conyugal.
A pesar de los problemas mencionados, la fuerza, la vitalidad y la emoción que desprende la obra de Beethoven, es capaz de superar todo, y salimos del teatro con buenas vibraciones. El público ovacionó con fuerza al elenco destacando sobre todo la labor de los dos veteranos barítonos y de las dos sopranos.
Foto: Ken Howard
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