Crítica del concierto de clausura del Festival de Grafenegg, con la Filarmónica de Viena bajo la dirección de Jakub Hrusa
Broche de oro
Por Pedro J. Lapeña Rey
Festival de Grafenegg. 03-IX-2023. Wiener Philharmoniker. Director musical: Jakub Hrůša. Suite de “La zorrita astuta” (Selección: Sir Charles Mackerras) de Leoš Janáček. Suite nº 1 en do mayor para orquesta, op. 9 de George Enescu. Danzas Sinfónicas, op. 45 de Serguéi Rachmáninov.
La visita anual de los Filarmónicos de Viena a Grafenegg ha puesto el broche de oro a un festival que en su última semana ha visto desfilar por su escenario del Wolkenturm a la Orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam con Ivan Fischer que dieron una grandísima versión de la Séptima de Mahler, a la orquesta residente, la Tonkunstler Orchestra con la joven directora Tabita Berglund, cada día más requerida en el circuito internacional, y a la Orquesta y los Coros de La Scala con Riccardo Chailly. Esta semana a caballo entre agosto y septiembre permite a la orquesta aterrizar cerca de casa tras su temporada veraniega en el Festival de Salzburgo y antes de su primera gira europea de la temporada que este año les llevará a Lucerna, al Festival Enescu de Bucarest, a Praga y a París.
En ocasiones anteriores me he referido al maestro checo Jakub Hrůša en términos muy elogiosos tras conciertos con su orquesta de Bamberg, con su magistral versión de Desde la casa de los muertos en el pasado Festival Janáček de Brno, o con sus apariciones con la propia Filarmónica de Viena. Éstos le han incluido en su reducido grupo de directores invitados y ahora le han vuelto a llamar para esta pequeña gira europea. La conexión con los músicos es evidente con solo ver las caras de uno y de otros, y con él se atreven con un repertorio poco habitual en la orquesta. En los atriles obras de Leoš Janáček, George Enescu y Serguéi Rachmáninov, que como veremos eran nuevas -o casi nuevas- para la orquesta.
La zorrita astuta, penúltima de las óperas de Leoš Janáček, es una apología de la naturaleza, donde el moravo nos muestra las peripecias de la simpática Bystrouska, con una música fascinante, una atmósfera única y una belleza turbadora. El legendario director de la Filarmónica Checa, Vaclav Talich, atisbó desde su estreno las grandes posibilidades que tenía la obra en las salas de conciertos, y en 1937 extrajo y reorquestó parte de la música del primer acto convirtiéndola en una suite sinfónica que tuvo mucho recorrido en la Centroeuropa de mediados de la centuria pasada. Medio siglo después, el no menos legendario Sir Charles Mackerras mantuvo la música elegida por Talich pero regresó a la orquestación original de Janáček. Desde la grabación que la Filarmónica de Viena -en realidad su alter ego la Orquesta de la Staatsoper- hizo de la ópera completa con el australiano a mediados de los 80, solo habían vuelto a ella de manera puntual con Sir Simon Rattle a la batuta. Sin embargo, a la vista de lo que pudimos escuchar aquí, nadie lo diría ya que Jakub Hrůša consiguió un nivel extraordinario de toda la orquesta -por resaltar algo, lo de las flautas fue de no creer-, con los continuos diálogos entre las diferentes secciones, claves en esta obra, ejecutados con gracia y exquisita musicalidad, y donde todo el discurso musical fue de una claridad y una transparencia encomiables. Una auténtica delicia.
Continuamos con otra composición interpretada por primera vez por la orquesta. Su relación con la obra del rumano George Enescu viene desde 1922 pero en la práctica se han focalizado en sus Rapsodias rumanas, favoritas entre otros de Clemens Krauss o Seiji Ozawa. La Suite nº 1 do mayor para orquesta, compuesta en cuatro movimientos con solo 22 años es una obra sólida y brillante, de orquestación relumbrante, a la que le falta la gracia y el impacto que sí tienen sus rapsodias. En el Prélude à l’unisson inicial destaca la melodía de las cuerdas que crece y crece durante casi 7 minutos en la que solo la percusión acentúa y solemniza. Jakub Hrůša delineo el movimiento de manera relajada, esculpiendo cada frase con unas cuerdas densas que crecían en intensidad, con un cantábile continuo cada vez con mas empaque y donde aunque todos rayaron a un nivel excelente es justo destacar sobremanera a los segundos violines, sencillamente magistrales. Nos relajamos algo en el agradable “Menuet” ejemplo del dominio del contrapunto por parte del rumano, para adentrarnos en la magia que desprende el Intermède, todo un cuadro en sí mismo cincelado en la parte final por las melodías del harpa. En el Final el Sr. Hrůša sacó a relucir el virtuosismo y la musicalidad de la orquesta con unas preciosas melodías populares de gran impacto y con un control absoluto de la enorme gama dinámica de la obra.
Tras el descanso nos enfrentamos al canto del cisne de Serguéi Rachmáninov, las Danzas sinfónicas, su op. 45 y último. Compuesta tres años antes de su muerte, y dedicada a Eugene Ormandy y a su Orquesta de Philadelphia, son una especie de últimas memorias, un repaso a su vida y a su nostalgia sobre la Rusia prerrevolucionaria en la que nació, vivió, a la que nunca dejó de recordar y a la que nunca regresó. En este caso no era la primera vez que la iba a interpretar la orquesta, pero por sorprendente que parezca, tuvieron que pasar mas de 70 años desde el estreno de Ormandy hasta que la interpretó por primera vez con Mariss Jansons a la batuta en 2011. Tampoco lo pareció.
Hrůša arranco con vehemencia hilvanando el breve motivo de tres notas que se repite de manera continua en el movimiento inicial, grotesco y de fuerte carga dramática. La melodía posterior desprendió desasosiego y mucha angustia intensificada por los timbales. Nos tranquilizó en la sección central, lenta, evocadora, con la preciosa canción popular rusa introducida por el saxo alto que desprende una fuerte carga de melancolía, acompañado por unas maderas en estado de gracia -principalmente oboe y clarinete- y con las cuerdas fraseando cada vez con mas intensidad. Desde el clímax posterior hasta el final, la percusión -con carillón y piano incluido- nos acompañó dando un matiz tras otro a las diversas variaciones del motivo inicial de las tres notas.
Los metales con sordina arrancaron de forma inquietante el Andante intermedio con las cuerdas marcando el compás del vals, y Hrůša se dejó ir con un rubato que la orquesta demostró dominar. Todos entraron al juego de la distorsión del vals, un poco a la manera de Ravel, bordando el efecto irónico final. Brillante y flamígero el movimiento final, con todas sus referencias al tema del Dies irae, y con la orquesta y Hrůša un tanto desmelenados, con la emoción a flor de piel. Las cuerdas, de nuevo incandescentes, nos llevaron a la coda y con ello a la explosión final. Hrůša dejó que el golpe final de gong, imponente, se prolongara algo mas de la cuenta. En la noche de Grafenegg sonó como el latido final de un festival que cada año nos sorprende y nos garantiza noches de excelente música en un ambiente único. Para la mayoría del público significa el final del verano y la vuelta a casa. Para los músicos la primera piedra de su nueva temporada y de su nueva gira.
Foto: Web Filarmónica de Berlín
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