Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 28-IV-2019. Teatro Real. Falstaff (Giuseppe Verdi). Roberto de Candia (Sir John Falstaff), Simone Piazzola (Ford), Joel Prieto (Fenton), Christophe Mortagne (Dr. Caius), Mikeldi Atxalandabaso (Bardolfo), Valeriano Lanchas (Pistola), Rebecca Evans (Miss Alice Ford), Ruth Iniesta (Nanetta), Daniela Barcellona (Mistress Quickly), Maite Beaumont (Miss Meg Page). Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Daniele Rustioni. Dirección de escena: Laurent Pelly.
Sólo un genio de la talla de Giuseppe Verdi podía despedirse de la lírica exclamando con sarcasmo y socarronería «Todo en el mundo es burla». El músico que más evolucionó en su dilatadísima carrera, que ocupa casi dos tercios del siglo XIX, no quería despedirse sin una gran obra cómica, pues su única incursión (que la hubo, no como manifestaba el teatro Real en su día, al calificar Falstaff «única comedia de Verdi») Un giorno di regno (Milán, 1840) se había saldado con un gran fracaso. Durante su composición fallecieron su mujer y dos hijos, por lo que no era la mejor situación para una comedia. Esa espina clavada permitiría, asimismo, al viejo maestro, ya casi octogenario, además de volver a su idolatrado Shakespeare y colaborar una vez más con Arrigo Boito como libretista –que le volvió a brindar un texto fabuloso como en Otello-, entroncar con uno de los géneros de más gloriosa tradición en la ópera italiana, el buffo. La última obra maestra que había dado el mismo era el Don Pasquale de Gaetano Donizetti y después de este magistral Falstaff verdiano, aún Giacomo Puccini daría otra creación inmortal al género, Gianni Schicchi.
Falstaff nunca ha gozado de la popularidad de otros muchos títulos verdianos e incluso ha estado tradicionalmente lejos de las preferencias de los verdianos más militantes. La razón puede deberse a la ausencia de esas grandes arias de bravura, esos papeles de gran exigencia vocal o de esas flamígeras situaciones dramáticas basadas en pasiones encontradas y contraposición de sentimientos, que logran esa temperatura teatral, ese fuego que no encontramos en una comedia como ésta basada en un continuum musical sin apenas piezas que puedan considerarse como arias tradicionales propiamente dichas (si acaso el monólogo del onore de Falstaff en la primera escena, el «Reverenza» de Mistress Quickly, el gran “aria de los cuernos” de Ford –esta sí podría considerarse la única pieza de bravura entroncada en la tradición- en el segundo acto y la de Nanetta como Reina de las hadas en el último).
Por todo ello, lo principal en esta obra maestra, que rezuma teatro por los cuatro costados, es la implicación escénica e interpretativa conjunta de todo el elenco en una, esta vez sí, labor global músico-teatral en la que no puede obviarse, desde luego, el protagonismo absoluto de ese gran personaje que es el panzón, vividor y fanfarrón Sir John Fasltaff. Transcurridos 17 años desde que el Teatro Real presentó por última vez el testamento teatral Verdiano con la estupenda producción de Giorgio Strehler, en una versión musico vocal más bien gris, el público madrileño ha presenciado una producción digna, pulcra y aseada tanto en lo musical y escénico, como en lo canoro. Para el que no haya visto nunca Falstaff, este montaje le permitirá descubrir esta maravillosa ópera y disfrutarla asumiblemente. Para el que ya haya visto varios, será un Falstaff más, digno y meritorio, pero muy lejos de permanecer en el recuerdo.
La puesta en escena de Laurent Pelly finaliza con un espejo en el que se ve reflejado el público como destinatario del «Tutto nel mondo è burla» de la fuga final, que en día de elecciones generales adquiere aún mayor significado sarcástico. El montaje traslada la acción al siglo XX, aunque estamos una vez más, ante una transposición temporal «porque sí», porque es «lo que se lleva» y no vayan a llamarme «casposo», porque no conlleva nada más que Bardolfo y Pistola vayan vestidos de macarrillas o las comadres de Windsor de burguesas de barrio respetable. Eso sí, Laurent Pelly sabe dotar de la fundamental agilidad teatral a la puesta en escena, destacando la escena final del segundo acto en la que Falstaff medio asfixiado y aprisionado en un cesto de ropa termina arrojado al Tamesis. La iluminación se me antoja demasiado oscura y las dosis de amargura también presentes en la obra no justifican tanto tenebrismo. Esa cajita minúscula en que se vé convertida la taberna de la Jarretera en la primera escena se me antoja excesiva y poco verán en las localidades altas.La escena final en el bosque de Windsor que tanto recuerda al acto cuarto de Las bodas de Figaro, basada en esta ocasión en un juego de luces y sombras sobre un escenario vacío, fue aceptable, pero nada más.
La dirección musical de Daniele Rustioni resultó impecable, competente, de indudable factura musical y con la suficiente agilidad, pero sin chispa, ni efervescencia. El milanés, saltarín sobre el podio, obtuvo un buen rendimiento de la orquesta, pero todo quedó en una pulcritud impersonal, un tanto plana, y más bien avara en detalles y contrastes.
Como afirma el dicho popular, el reparto vocal «ni limpia ni mancha», nadie destaca, nadie desentona, aunque es justo resaltar la profesionalidad e implicación escénica de todos ellos. Roberto de Candia, de limitados medios vocales, completa una aceptable labor como Falstaff en un papel destinado fundamentalmente a un dicitore, ámbito en el que rinde, porque sabe acentuar, articular y dar intención al texto con una suficiente vis cómica, pero faltó, tanto personalidad vocal, como carisma escénico para tan emblemático y grandioso personaje. Timbre opaco y emisión un tanto muscular, la de Simone Piazzola en su Ford, pero sacó adelante la complicadísima aria delle corna «E sogno o realtà?», practicamente el único fragmento de bravura vocal equiparable a los tantos que pueden encontrarse en la fascinante obra verdiana y donde muchos barítonos penan, especialmente cuando llegá esa frase en inexorable y temible ascensión a la zona alta «Laudata sempre sia nel fondo del mio cor la gelosia». Frente al escaso interés del Dr Caius de Christophe Mortagne, brilló la pareja de simpáticos mequetrefes Bardolfo y Pistola a cargo de Mikeldi Atxalandabaso, -de timbre siempre penetrante y capaz de pasar en el terreno interpretativo de un Mime impecable en El oro del Rhin a un buen Bardolfo en apenas tres meses- y el resonante y caudaloso Valeriano Lanchas. Giuseppe Verdi, con la sabiduría de los muchos años de vivencia, salva y deja aparte de las burlas e intrigas de los adultos (lo mismo hará Puccini en Gianni Schicchi con Lauretta y Rinuccio), al amor y la juventud, es decir, a la joven pareja de enamorados que forman Fenton y Nanetta. El tenor Joel Prieto sólo pudo ofrecer un canto decoroso con una voz muy pequeña y de escasa proyección, pasando sin pena ni gloria su hermoso soneto del último acto. Mejor, por su parte, la Nanetta de la aragonesa Ruth Iniesta con su habitual sonido timbrado y que corre bien por el teatro en una Nanetta juvenil, sí, pero un tanto falta de encanto. Su interpretación de la bellísima aria, que canta en el último acto como Reina de las hadas «Sul fil d’un soffio etesio» tuvo corrección, pero no magia. Entre las comadres de Windsor destacar la finura del canto de la soprano galesa Rebecca Evans -a despecho de una zona alta más bien agria- como Alice Ford, las intenciones en el decir de una desgastada vocalmente Daniela Barcellona, cuyos «Reverenza!» carecieron del más mínimo impacto, y una nada más que cumplidora Maite Beaumont como Meg Page.
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