Por Francisco Zea Vaquero
Madrid. 10-II-2020. Auditorio Nacional de Música (sala sinfónica). Ciclo de Ibermúsica. Beethoven: Sonata nº 8 en do menor op. 13 «Patética»; Variaciones y fuga sobre un tema en mi bemol mayor Op. 35 «Eroica»; Sonata nº 17 en re menor op. 31, nº 2 «La tempestad»; y Sonata nº 21 en do mayor Op. 53 «Waldstein». Evgeni Kissin (Piano).
Ahora sí, por fin lo hemos conseguido; asistir a un concierto de obras maestras de Beethoven interpretadas con la enjundia, respeto y festejo sonoro que la conmemoración merece. Ya hemos visto algunos programas previos al momento, por adelantados, o ya en este mismo del 250 aniversario, que nunca deberían haberse montado de ese modo, sólo para ocupar un espacio, para poder decir que se ha estado allí, y para engordar la odiosa mercadotecnia, que también devora al mundo de los conciertos. El gran suceso musical se ha producido inapelable en el Auditorio Nacional de Madrid, en manos del gran artista ruso Evgeny Kissin, y bajo el auspicio, de nuevo, de la organización de Ibermúsica en su cincuentenario; mutuos y merecidos homenajes.
Las cimas pianísticas de Beethoven pesan cómo el oro macizo, y la responsabilidad de programarlas debería acompañar al intérprete para impulsarle a practicar la liturgia y el rito que el genio merece, y me atrevo a decir que tampoco él lo vería de otra manera; se tomaba la música muy en serio. El genio alemán estaba obsesionado desde muy joven, o al menos desde los años finales del XVIII, por dotar a la forma sonata de expansión y flexibilidad para que los materiales crearan conexiones de un movimiento a otro: variados, transportados o modulados. Se trataba de vertebrar las obras de tal modo que no fuesen simplemente, cuatro temas bonitos convenientemente adornados y desarrollados a través de la forma, sino un todo absoluto y expansivo que enviara al mundo ese mensaje de trascendencia que la música es capaz de dar. Beethoven rompió el molde, Kissin anoche también.
El programa que se nos presenta esta noche está equilibrado entre obras del encendido romanticismo juvenil, de la virtuosa técnica compositiva, y de la utilización de forma sonata con la ductilidad que llevó al divino Ludwig a cambiar por completo la Historia de la Música. Esta velada musical nos han transportado desde universos dolientes y sombríos, a los que son, no alegres, al menos luminosos y llenos de esperanza. Hemos atravesado los mundos de la sonata hacia los de las variaciones, de tonos menores a mayores, del drama interior del compositor a un festival de sonidos fastuosos. El criterio que ha seguido el maestro Kissin para la elaboración de este programa responde de forma estricta a motivaciones verdaderamente musicales e interpretativas, porque sabe y porque puede.
Es muy cautivador llegar a la gran sala y verla rebosante de público, y de caras inquietas antes del esperado concierto. Entre esas caras las de la ilusión de jóvenes estudiantes venidos de conservatorios de Extremadura a los que se ofrece el regalo de estar presentes, y que se acomodó en el escenario en sillas alrededor, muy cerca del pianista. El bonito gesto se completa cuando nos anuncian que el valor esas localidades será donado a una ONG de la preferencia del maestro.
En primer lugar disfrutamos de la Gran sonata patética, como reza la edición original, y en seguida percibimos a un Kissin ante todo interprete. Muy a menudo se le ha tachado de frío y técnico, aunque bravo virtuoso, pero sus truenos en los acordes graves y sus sobrecogedores silencios expresivos, alimentaron la potencia dramática de la obra desde el principio y acallaron esas voces rápidamente. Desde luego no faltó la línea fina, ni el fraseo exquisito, pero fueron aquellos los denominadores comunes de esta interpretación. Ya no sorprende, a quienes hemos tenido la suerte de escucharle desde su juventud, la suprema independencia de manos manejando con escalpelo la línea del bajo y deslizando transparentes los adornos de cada exposición temática. Sin que hubiese un respiro en las tensiones del movimiento inicial, la perfección absoluta del fraseo nos llevó hasta la experiencia dramática de la coda con acordes de mármol, y una acentuación verdaderamente conmovedora. Las enormes dinámicas mostradas enmarcaron otra vez el Adagio, donde Beethoven pide reposo y contemplación que el ruso plasmó fielmente. La sonata culminó intensísima cómo había empezado, con el pianista sometido a una enorme concentración.
En el momento de la composición de las variaciones Eroica Op. 35, Beethoven estaba convirtiéndose en el compositor liberado y autónomo de modas y caprichos, y ya desafiaba a los más importantes editores de Europa con obras inesperadas, e incluso no deseadas, pero a la fuerza ahorcan. El genio ya mandaba, y sería el Rey de las Variaciones muy pronto, transformando para siempre un género del que habían sido dueños solamente Bach y Mozart. La obra pone de manifiesto el estilo socarrón pero intratable de siempre. Temas elementales y a veces insustanciales (la famosa frase final del Ballet Las criaturas de Prometeo, también llamado tema Inglés en mi bemol mayor) con más interés en su original acompañamiento que en la propia tonada, y que luego devienen en brillantes combinaciones de síncopas y disonancias, exquisito revisionismo de los clásicos, o proezas técnicas que sólo Beethoven podía interpretar, para llevarnos a profundas meditaciones lentas antes de la esperada y libérrima Fuga.
Al atacar esta obra con el inclemente acorde fortissimo Kissin tornó de esmerado instrumentista a fiera corrupia del piano, sacando todo su armamento técnico y repertorio de hazañas pianísticas, aunque en este caso sin demasiadas licencias interpretativas. El tempo fue vivo casi siempre y remansado ampliamente en las variaciones finales, como debe ser, en función del curso de la obra, poniendo el ritmo según como suene en cada momento. Kissin impresionó por su velocidad, como no, pero también por sus acordes catedralicios, la gran tarea de ensayo hasta conseguir que la variación XIII sonara perfecta, con los bestiales unísonos extremos en presto, o los tremendos contrastes de la mano izquierda al final de la variación bachiana num 7, para acabar con la ya citada fuga, limpia de líneas y olímpica en todo su ser. Una exhibición bárbara que le pone a la altura de los más grandes de la historia. (Nombres hoy impronunciables por su maestría legendaria como Richter, Gilels, o Gulda que preferían esta cima indiscutible del arte de la Variación). En esta velada, para quien les cuenta, Kissin sube por derecho al peldaño más alto del Olimpo.
Muchos ya no sabíamos dónde nos iba a caber más emoción, en el descanso se escuchaba frenesí entre los buenos aficionados, sobre la peripecia del gran músico ruso para mantener el nivel estratosférico impuesto en esta gloriosa primera parte. Pero hoy era el día de las mutaciones, y en cada obra se nos aparecía el serio artista con un nuevo ropaje y caracterización. Ahora venía Kissin el alquimista a desgranar y «pintar» la misteriosa sonata en Re menor conocida como La tempestad, otra tonalidad muy significada para Beethoven. Como maestro que es, manejó el pedal con preciso criterio y dejó maravillosos arpegios rodeados de filtros sonoros, provocando el misterio oneroso que esta sonata encierra. El pulso dramático y la tensión no cedieron ni por un momento en el terciopelo de las brumas, ni por supuesto en la pregunta y respuesta de los nerviosos acordes y mórbidas escalas del primer Largo- Allegro. En el desarrollo de ese dramático momento lento se produjo un instante milagroso, con una meditación armónica en piano sobre el ignoto e incluso disonante acorde de tónica, que provocó justo antes de la reexposición un momento desconcertante, de aguantar la respiración. Toda esta zozobra tonal quedó resuelta por fin en la enigmática coda. Se pueden imaginar que el clima de frenesí ya no nos abandonó hasta el final de la obra, a través de un Adagio noble, pero portador de un pathos desasosegante, así como de una tempestad temática final sin descanso. Kissin ofició una de las versiones de esta obra más sinceras y emocionantes que he oído nunca en concierto.
Y ahora ¿qué? No cabía mucho más. Al fin, en la Sonata número 21 en do mayor tuvimos al Kissin de siempre. Rotundo, arrollador y técnicamente impecable, con enorme velocidad y fraseo limpio. El gran Jupiter, cegador e impactante, lanzado como un felino a por la obra del Beethoven más difícil. De nuevo el despliegue de escalas brillantes, acordes arpegiados, y anchura dinámica fue descomunal en el voluminoso primer movimiento. Aunque se perdieron algunos acentos, y pequeños matices en el fulgurante Allegro con brío, sin duda, fue una fiesta de sonido. En el Adagio dejó suspendida la romántica pregunta, con madurez y serenidad, esperando la resolución tonal sin enfatizar ni recargar: no necesita ningún artificio, pues domina el estilo sobradamente. Donde sí se recreó fue en el puente, cuestión esta muy beethoveniana, a la que responde, otra vez inspirado en el tema final, con la dominante que propulsa un gran arranque del Rondó, pleno de alegría, como enamorado. Captó aquí toda la esencia de una de las obras más pasionales del compositor. Después personalísimo en la compleja y larga exposición del material fundamental, jugando con el tempo, y acelerando a mil por hora en el maravilloso diseño. En el desarrollo la concentración y el análisis tonal fueron absolutos. Y por último, la orgía sonora y de recursos técnicos, para triunfar en la larga y esperada coda. El pianista estaba pletórico y el público más. Bravos por doquier adornaban las interminables salidas al escenario. Había tenido unas horas mágicas para el compositor favorito de la humanidad. Ningún músico podría pedir más.
Y como era de esperar nuestro protagonista fue generoso pero si estridencia. Sólo Beethoven en las propinas. Pero creando el gran ambiente del clásico fin de fiesta pianístico ruso. El virtuosismo de las grandes piezas de concierto en las páginas casi olvidadas que, a base de esfuerzo y sacrificio, todo buen músico realza sin perder el humor, ni el rigor técnico. El Beethoven desconocido de dos Bagatelas Op. 33 y las Escocesas sin número de catálogo oficial, pero servidas con lujuria sonora, como si fuese Franz Liszt en un concierto de Kissin en el Carnegie Hall. Era el último disfraz de la velada esta vez en funciones de virtuoso stricto sensu. Para no perder el hilo argumental, también nos brindó, relajado pero sin bajar la guardia, las variaciones Op. 76 sobre el tema turco de la música incidental Las ruinas de Atenas. No pude evitar la emoción personal que me llevó hasta recuerdo de mi más tierna infancia, en una obra apenas interpretada hoy en día. Hasta en los bises permanece, cómo siempre profesionalísimo y motivado al cien por cien.
La travesía personal y artística de este titán del piano, a lo largo de su carrera, desde la llegada de aquel retraído y tímido muchacho que triunfaba a fines de los 80, pero con ciertas dificultades interpretativas, y que en ocasiones resultaba frío, (aunque ya poseía todo el poderío técnico y los medios sonoros), hasta el asentamiento del maduro intérprete y músico integral, que hoy en día está cara a cara frente al genio alemán en su homenaje, merecen todo nuestro respeto y admiración. ¡Larga vida al Rey!
Foto: Rafa Martín / Ibermúsica
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