Éva Marton en el Liceu. Foto: Bofill
Artículo de Jordi Pujal sobre Éva Marton y su relación con el Gran Teatro del Liceo de Barcelona el día de su 80 cumpleaños
Éva Marton en el Liceu. Foto: Bofill
Éva Marton: veinticinco años de idilio liceista
Por Jordi Pujal
«Hay cantantes magníficos, otros que lo son menos. Y los hay quienes, por poseer el don del ’sacro fuoco’ (’fuego sagrado’), son Artistas especiales, irrepetibles, incomparables e inimitables.» Esta metáfora, que considero acertadísima y muy descriptiva, me la confió hace muchos años un buen amigo y conspicuo liceista, Santi Vela, al referirse a la intérprete de Ortrud en unas funciones en el Liceu de «Lohengrin» de Richard Wagner. Hablo de la protagonista de este artículo con el que Codalario quiere homenajearla con motivo de su 80º cumpleaños (nació en Budapest precisamente un 18 de junio): la eximia ÉVA MARTON. Obviamente la señora Marton conoce el ’sacro fuoco’.
Es harto conocida la larga trayectoria internacional de esta soprano de poderosos medios, temperamento flamígero, de voz caudalosa, densa, timbrada y pastosa, de timbre bellísimo y refulgentes agudos, con presencia escénica fascinante, porte regio y mirada que subyugaba al público, siempre bellísima. Aunque algunas de sus últimas prestaciones pudieran cuestionarse, eran tales su grandeza y personalidad que nunca dejaba indiferente al respetable, quien regresaba a su casa con el «sello Marton» estampado en el alma.
Barcelona fue, es y será su ciudad y el Gran Teatre del Liceu su feudo. En este sentido la estadística es feliz aliada: desde su debut ahí (20 de febrero de 1983 con Leonora di Vargas en «La forza del destino» de Giuseppe Verdi) hasta su última aparición liceista (29 de febrero de 2008, Klytämnestra en «Elektra» de Richard Strauss) 25 años de triunfos, un total de 72 funciones, 13 diferentes roles todos de complejidad extrema (Leonora di Vargas, Turandot -en tres ediciones distintas-, Fidelio, Gioconda, Tosca -en dos temporadas diversas-, Maddalena di Coigny, Elektra, Salome, Ortrud -dos producciones diferentes-, Kundry, la Tintorera, la Sacristana y Klytämnestra), 2 debuts de rol (las citadas Kundry y Klytämnestra), participación en la gala «Les millors veus del món» pro reconstrucción del Liceu en el Palau Sant Jordi barcelonés (cantó «Sola, perduta, abbandonata» de «Manon Lescaut») y, culminando este imponente periplo, concesión de la Medalla de Oro del Teatro en 2009. Impresionante palmarés al alcance de muy pocos: ¡por algo será! Propongo al amable lector recuperar algunos de esos momentos...
Es muy elocuente el testimonio de otro veterano liceista, Joaquim Ulldemolins: «Recuerdo que durante las horas previas al debut de la Marton con ’Forza’, justo el mismo día de su primera aparición, en las añoradas colas de la calle Sant Pau para acceder a las localidades de general, los comentarios sobre cuál podría ser su prestación eran de escepticismo: una soprano húngara de la que sólo sabíamos que había cantado en el Teatro de la Zarzuela ’Manon Lescaut’ y ’Aida’. Escepticismo que desapareció de inmediato en el mismo momento en que abrió la boca (’Ah padre mio’ ya fue el delirio), iniciándose en aquel preciso momento una relación de afecto entre el público y la soprano que regalaría al Liceu grandes noches. ¡Menudo impacto produjo en un aficionado bisoño como era yo en aquel momento ese sonido pleno que llenaba toda la sala y esa entrega inagotable! Con los años llegaron otros grandes momentos: imposible olvidar su único bis liceista en una función de ’Tosca’ o esa Elektra memorable en un domingo por la tarde de 1990 que nos dejó literalmente clavados en la butaca. Hay un período en el Liceu que empieza en el viejo teatro (el previo al incendio de 1994) y termina ya en el nuevo teatro reconstruido que no se puede explicar sin la constante presencia de Éva Marton». Años gloriosos en que el modo de ser de la ópera, lejos del ’happy flowers mood’ con que parece convivir hoy día, sirvió para forjar eruditamente un público liceista de marcada personalidad que se hacía muy presente, sobretodo ubicado en los pisos altos. ¡Cuánto adepto a la causa Marton!: Santi, Vicenç, Joaquim(s), Imma, Jordi(s), Joan(s), Esteve(s), Montse(s), Margarita, Ignacio, Pilar, Xavier(s), Emilio, Andreu, Pere, Ernest, Rafael, Anna(s), Antoni/Toni(s), Josep(s), Fede, Manel, Sergi, Hermínia, Neus, Fina(s), Ferran, Àngela, Teresa, Víctor, Carlos, Miguel Ángel, Miquel, tantos amigos,..., y Joan Matabosch, de quien siempre he pensado que ’fare la gavetta’ durante aquel período indudablemente supuso un óptimo aprendizaje para su posterior brillante carrera como director artistico. Como curiosidad detallar quienes acompañaban a Marton en aquel debut: Giacomini-Cappuccilli-Plishka-Bruscantini-Miltcheva y Nicola Rescigno a la batuta: ¡ahí es nada!
Sus grandes triunfos como «Tosca» de Giacomo Puccini (antológicas sus confrontaciones con sus tres Scarpia liceistas, Joan Pons en 1985, Alain Fondary y Sherrill Milnes en 1991, con una tensión en escena casi insoportable; o ese famoso ’Do de la lama’ en el acto tercero, percutiente, de una contundencia, timbre y belleza estratosféricas) permiten a otro liceista de pro, Esteve Valls, compartir un suculento recuerdo personal de una Marton muy divertida. Y es que una de las visitas de la Marton coincidió con la actuación en Barcelona de la Gran Scena Opera Company, compañía americana integrada sólo por hombres que presentaba con profundo respeto espectáculos operísticos paródicos, siendo un referente en su género. En esta ocasión, y con motivo del extinto Festival de Tardor de Barcelona, actuaron en una carpa instalada al final de la Rambla barcelonesa y Marton asistió como una espectadora más. Uno de los ’gags’ ofrecidos, desternillante, correspondía precisamente al segundo acto de «Tosca»; en el momento en que Floria Tosca y Scarpia ’negocian’ su seducción, ella pregunta «Quanto?», Scarpia responde «Quanto?» y Tosca vehementemente le suelta «Il prezzo!». Pues bien, en esta ocasión cuando Tosca decía estas dos últimas palabras blandía en su mano la jarra de vino que estaba bebiendo Scarpia, haciendo clara alusión al precio de la jarra. «Las carcajadas de Éva Marton, auténticos truenos, resonaban por doquier; estábamos ubicados en una mesa cercana a la suya y puedo asegurar que su cara de diversión y felicidad era impagable».
Foto: Joaquín Ulldemolins
Éva Marton asumió el rol de Ortrud de «Lohengrin» en el Liceu en dos producciones distintas, consiguiendo sendos grandes triunfos (a título anecdótico mencionar la gran ovación que se le tributaba en el Metropolitan de Nueva York inmediatamente tras finalizar su invocación «Enweihte Götter!», mientras la orquesta continuaba tocanado sin parar ni un segundo: tal era su capacidad para galvanizar al auditorio). La primera, en la temporada 1992-93 y de corte más tradicional, provenía de la Deutsche Oper Berlin y la firmaba Götz Friedrich como regista. Marton lucía esplendorosamente, suntuosa y vestida de negro, mostrando una fuerza arrolladora que podía con todo pero, al mismo tiempo, manipulando con exquisitez sibilina actoral y vocalmente a Elsa y Telramund. La segunda fue en el año 2000. Se trataba de una producción que resultó muy controvertida y fue bastante protestada, estrenada en 1998 en la Ópera de Hamburgo también con Marton. Dirigida escénicamente por Peter Konwitschny, éste ubicó la acción en una escuela e hizo que todos los personajes protagonistas (a excepción de Lohengrin) fueran alumnos de esa escuela. Ortrud/Marton aceptó con admirable profesionalidad tan arriesgada propuesta dando su beneplácito: aquí Ortrud era una alumna traviesa, perversa y manipuladora y Marton hizo una creación teatral absoluta. Jamás pareció ridicula. La contralto Hortènsia Larrabeiti, miembro del coro liceista durante 41 años (hasta 2021; por tanto, fue testigo ’in palco’ de toda la trayectoria de Marton en el Liceu), hace especial hincapié en esa profesionalidad dentro de un contexto tan especial: «Marton disfrutaba enormemente con esa visión del rol. Por su presencia magnética e imponente podía dar la impresión de que era la típica diva fría y distante pero, al contrario. con nosotras se mostró siempre muy cercana. Era un día de ensayo. En un momento determinado del segundo acto había una pelea entre todas las chicas del coro -con tirones de pelo incluidos- en que también participaba Ortrud: ¡yo debía forcejear con la Marton, menuda papeleta! Mi prudencia al principio frenaba mi forcejeo...pero Éva Marton, colega generosa y consciente de ello, se adelantó a provocarme el forcejeo. Y todo fue de perlas. Acabada la escena se hizo una pausa; la señora Marton se acercó y, sin mediar palabra, con una sonrisa en su rostro me dio un abrazo muy fuerte que me llegó al alma». Y Laura Prat, toda una vida trabajando en el Liceu (antes en Dirección Artística y actualmente Relaciones Públicas de la institución, quien vivió de cerca esas épocas gloriosas) comenta: «Sin duda alguna Éva Marton es una de las GRANDES. Entrañable, cercana, simpatiquísima y, ante todo, una inmensa profesional. Recuerdo a su marido el doctor Zoltán Marton viendo todas las funciones ubicado en el fondo de la platea del teatro. Y hablando muy a menudo sobre la vida en general con una visión única. Recuerdo que, durante los ensayos del famoso «Lohengrin» colegial, le pregunté si no se sentía ridícula vestida cual colegiala. Su respuesta fue definitiva: ’Para nada, Laura, porque en el escenario soy Ortrud, no Éva Marton; además, siendo pragmática, no puedo pleitear constantemente por desacuerdos con vestuarios o producciones, de lo contrario mi carrera se resentiría’. Me siento orgullosa de que haya formado parte de mi vida durante tantos años y espero que continúe así por muchos más. Felicidades, guapa».
La Sacristana en «Jenůfa» de Leoš Janáček supuso en 2005 para Éva Marton, junto a Nina Stemme (quien con esta ópera hacía su presentación en el Liceu), un triunfo incontestable que llevó el teatro hasta el delirio en cada una de las funciones, una auténtica catársis emocional provocada por dos creaciones absolutas como las de ambas señoras, algo felizmente preservado en un DVD comercial. En cierto modo Stemme recogía el testigo de la veterana Marton en lo tocante a la inmediata conexión afectiva con el público liceista. Tras duras semanas de ensayos no exentas de puntuales momentos tensos, acabada la función de estreno -acogida triunfalmente- y en su camerino, Marton quiso compartir personalmente con Nina Stemme toda esa privilegiada felicidad acumulada durante años de mútuo afecto procurada por su público fiel y afectuoso. Había otra pareja de intérpretes de campanillas alternando con nuestras protagonistas, Anja Silja (Sacristana) y Amanda Roocroft (Jenůfa). Es harto interesante otro testimonio liceista al respecto, el de Ángel Manzano, habitual en las temporadas del Liceu desde 2000: «Con 24 horas de diferencia tuve la suerte de disfrutar de dos visiones diametralmente opuestas de la Sacristana. Si el viernes Anja Silja me ’cazaba’ llevándome a pensar, pongamos por caso, en Ibsen y sus «Espectros», todo contención e interioridad, lo vivido al día siguiente sábado permanecerá imborrable en mi memoria: ese desgarramiento emocional que salía de las entrañas de Éva Marton y me vapuleaba intensamente, casi arrancándome el corazón, es algo que no se vive a menudo, y menos en un teatro de ópera».
Ya se apuntaba al principio que la producción de «Elektra» en enero de 1990 fue uno de los hitos (si no el hito) de Éva Marton en el Liceu. Una producción estrenada en el Théâtre de La Monnaie de Bruselas, dirigida escénicamente por Núria Espert, con una imponente escenografía de Ezio Frigerio presidida por un impactante viejo coche Ford dentro del cual Elektra vivía agazapada (que incluía la presencia en escena durante unos segundos de un precioso caballo blanco) y que vio en el foso orquestal a unos 120 profesores bajo la batuta de Uwe Mund, entonces director musical de la casa. Junto a ella Sue Patchell (Chrysothemis) y Mignon Dunn (Klytämnestra, sustituida en una función por Ruth Hesse), ambas espléndidas. Lo de Marton fue puro fulgor vocal; jamás he vuelto a oir cantar esta parte con tanta salud vocal, sin desfallecimiento, con insultante energía, con una entrega sin límites, en un estado de constante alucinación que alternaba con una humanidad casi sobrehumana, tal era el grado de implicación de Marton con su personaje. Cuando acabada la función y tras el ultimísimo acorde Marton salía a saludar delante del precioso telón de terciopelo rojo (tradición por desgracia actualmente erradicada y que tanta vida daba al hecho operístico), exhausta y todavía en trance, la explosión de aplausos que se producía (y que casi hacía temblar los cimientos del Teatro) por una lado era una especie de ritual liberatorio de la tensión acumulada por el público ante tal catársis emocional y, por otro, la merecida correspondencia afectiva por parte de su público a alguien que literalmente durante 100 minutos ininterrumpidos se había vaciado interiormente, lanzándose al abismo sin red, sin trampa ni cartón. Hay unanimidad de pareceres entre la parroquia liceista en cuanto a la excepcionalidad de estas funciones de «Elektra», suponiendo en cierto modo un punto de inflexión en la historia del Liceu: valga a tal efecto el testimonio de los antes mencionados Vela y Ulldemolins, Manel Giner -otro conspicuo liceista-, la soprano María Uriz (la Celadora en aquella producción), la mezzosoprano Francesca Roig (una de las Doncellas), el Maestro Apuntador liceista Jaume Tribó, Antoni Bofill (fotógrafo del Liceu durante más de 40 años y que tantas maravillosas imágenes de Éva Marton preservó),... Pese a que pueda parecer excesivo diría que quien vivió alguna de aquellas tres funciones así lo sintió. Y es que si se pregunta a cualquier persona veterana que frecuente el Liceu qué recuerda de Éva Marton en la casa invariablemente se menciona la palabra clave, «Elektra».
Éva Marton en el Liceu. Foto: Bofill
Personalmente pienso que los dos grandes momentos de Éva Marton en la partitura straussiana, insuperables, son la escena del reconocimiento de su hermano Orest (servida con una preciosa línea de canto, impecable, no exenta de emoción: había lágrimas dentro de cada una de aquellas notas) y, sobretodo -y en este sentido hay absoluta coincidencia con el buen amigo Joaquim Ulldemolins: ¡cuán a menudo rememoramos este pasaje!- esa frase colocada antes de la escena final de la ópera cuando Chrysothemis pregunta a Elektra si no oye el ruido lejano provocado por los supervivientes a la matanza final y Elektra le responde: ’Ob ich nich höre? Ob ich die Musik nicht höre. Sie kommt doch aus mir’ (’¿que si no oigo? ¿me preguntas si no oigo la música? ¡Ella surge de mí!’). Aquí Marton llevaba al oyente directaemente al llanto: ¡cuánta humanidad transmitían aquellos sonidos!.
Éva Marton fue una de las pocas cantantes que, en distintas etapas de su carrera, interpretó en escena los tres roles protagonistas de esta obra maestra straussiana (la mítica Leonie Rysanek también lo haría, si bien sólo interpretó la parte de Elektra para la versión cinmetográfica): magnífica Chrysothemis en sus primeros años, fue una Elektra de referencia en su período dorado de plenitud y sorprendente Klytämnestra al final de su impresionante carrera (en dos producciones: Liceu, 2008 y Grand Théâtre de Genève, 2010). Paseó su temperamental Elektra por todo el mundo con éxitos incontestables, como lo serían las diferentes versiones que personalmente pude disfrutarle. Además de la referida edición liceista de 1990, conservo espléndidos recuerdos de sus interpretaciones del personaje titular en el Teatro Real de Madrid en 1998 (con Anne Gjevang y la llorada Ana María Sánchez -demasiado pronto marchó-), en el Théâtre Antique de Fourvière de Lyon en 1997 (junto a Jeanine Altmeyer y una curiosa y extraordinaria Grace Bumbry bajo la batuta de Kent Nagano y dirigida escénicamente por Yannis Kokkos; dada la peculiar disposición del aforo de tal anfiteatro resultó impagable poder vivir a tres metros de distancia su monólogo de entrada en escena, «Allein! Weh, ganz allein») y la memorable versión de diciembre de 1995 en el Palau de la Música de Valencia. Una versión de concierto semiescenificada dirigida por el entonces director titular de la Orquesta de Valencia, Manuel Galduf, con un reparto de ensueño y que congregó en la capital del Turia a amigos aficionados venidos de todas partes: Barcelona, Madrid, La Coruña, Bilbao,...: Éva Marton (Elektra), Leonie Rysanek (Klytämnestra), Ana María Sánchez (fulgurante Chryothemis de belleza vocal irresistible), James King (Aegisht) y Richard Bernstein (Orest). Creo es importante poner un poco en contexto el ambiente que se respiraba en el auditorio minutos antes de empezar la función. El mediodía de ese mismo sábado El Corte Inglés sito en Juan de Austria en pleno centro de Valencia había recibido una amenaza de bomba que resultó ser falsa. Eso provocó, lógicamente, el bloqueo del centro de la ciudad y un clima de nerviosismo perfectamente palpable en la gente; por tanto, buena parte del público asistente al Palau llegaba a su destino rodeado de cierta tensión, y para ver una ópera de argumento y música obsesivamente tensos. Éva Marton, además, sufría un resfriado que la obligaba a llevar en su mano en todo momento un pequeño pañuelo (resfriado que para nada afectó a su rendimiento artístico-vocal: estuvo gloriosa).
En el centro del enorme escenario, y pegada a la larga escalera central del mismo que conduce a la zona del órgano del recinto, se ubicó una gran plataforma en que los personajes interactuaban entre sí; la orquesta, nutridísima, circundaba a esta plataforma. Desde el primer acorde ya se intuyó que aquella sería una velada histórica para el recuerdo. La confrontación entre Elektra/Marton y su madre Kltämnestra/Rysanek es de aquéllas que dejan huella perenne en el patrimonio cultural. Aquello era puro teatro musical: cada palabra, cada nota, cada expresión estaba estudiada al milímetro, consiguiendo plenamente el efecto perseguido. El final de este enfrentamiento es de los que causa auténticos escalofríos: Rysanek vestida de negro simplemente adornada con un imponente collar de perlas blancas, causando pavor al auditorio con sus profundas carcajadas que atronaban mientras ascendía majestuosa por la citada escalinata central del escenario; y Marton, también de negro, de pie, intensa, inmensa, inmóvil, en el centro del escenario, con la mirada fija decidida ya a proceder a su cometido justiciero. Y vocalmente sanísima, generosa, entregada, rotunda, Un auténtico capolavoro.
Para concluir un pequeño toque de humanidad martoniana acontecido el 5 de febrero de 2005 en el Teatre Sant Domènec de Girona, tras un precioso recital con acompañamiento pianístico (en el que simplemente cómo la Marton atacó las primeras notas del aria «La mamma morta» de «Andrea Chénier» de Umberto Giordano fue una clase magistral de interpretación operística). Un grupo de amigos de la diva se desplazaron desde Barcelona para asistir al recital, que terminó a altas horas de la madrugada. Al final del mismo dicho grupo acudió al camerino para saludar a Éva y Zoltan Marton, feliz por el reencuentro y por el placer del concierto: sus queridas amigas Nonna y Margarita, siempre intrépidas, también formaban parte de la expedición. Éva Marton, pletórica y emocionada, abrazó a los congregados y preguntó quién del grupo era el conductor del coche que retornaría a sus amigos a Barcelona. Se le informó. Y ella, con infinita ternura, cogió las manos del conductor, las besó y, como si de su hijo se tratara, le dijo cariñosamente: «Sobretodo, tened mucho cuidado, por favor. no me hagáis sufrir. Avisadme al llegar a Barcelona». Así se mostró Éva Marton: auténtica, generosa, entregada, única.
¡Feliz cumpleaños, Éva Marton! Happy Birthday, dear Éva: also Nonna and Margarita with you! Boldog Születésnapot!
P.S.: Agradecimientos a Joaquim Ulldemolins, Esteve Valls, Santi Vela, Hortènsia Larrabeiti, Laura Prat, Ángel Manzano, Antoni Bofill, Manel Giner, María Uriz, Francesca Roig, Jaume Tribó, Raúl Chamorro y Aurelio M.Seco por hacer entre todos posible esta fiesta de aniversario.
Compartir