Por Raúl Chamorro Mena
Madrid. 8-X-2019. Auditorio Nacional. Ciclo Ibermúsica. Sinfonía nº 9 (Gustav Mahler). Madrid, 9-X-2019, Auditorio Nacional. Ciclo Ibermúsica. Rey Esteban, Obertura, op. 117 (Ludwig van Beethoven). Lulú, Suite (Alban Berg), Rebecca Nelsen, soprano. Sinfonía nº 7, op. 92 (Ludwig van Beethoven). Philharmonia Orchestra. Dirección: Esa-Pekka Salonen.
No podía faltar en la temporada del 50 aniversario de Ibermúsica la presencia de la Philarmonia Orchestra, una agrupación de las que más conciertos suman en el ejemplar ciclo. La formación inglesa fundada por el mítico productor de la EMI Walter Legge en 1945, en principio, sólo como orquesta de las grabaciones de dicha firma, ofrecía en sus comienzos conciertos muy esporádicos. En sus primeros años fueron Herbert von Karajan y, posteriormente, Otto Klemperer los que llevaron la agrupación a su cénit con una fama cimentada en innumerables grabaciones legendarias dirigida por los citados maestros y otras grandes batutas.
Los dos conciertos previstos contaban, además, con el titular de la orquesta al frente, el director y compositor Finlandés Esa-Pekka Salonen en el ápice de su madurez y magisterio artístico, lo que convertía a estos dos eventos en uno de los platos fuertes de esta emblemática temporada.
No se puede dudar que la presencia de la muerte, la resignación y la inquietud ante el abismo de la eternidad alumbran la Novena sinfonía de Gustav Mahler, además de la presencia del dolor por los sucesos de su entorno personal, pero todo ello resulta superado por un profundo e inexorable amor a la vida y un apasionado anhelo de vivir intensamente hasta el último instante.
Desde el primer movimiento, Salonen, director y compositor (hace unos meses se pudo escuchar en la temporada de la ONE su espléndido concierto para violín), discípulo de Jorma Panula, demostró poseer un clarísimo concepto global de la obra, que plasmó con su estilo cerebral, si quieren intelectual, pero no exento de apasionamiento como demostró con su tan ágil como preciso juego de brazos, al que respondió con total exactitud y devoción una orquesta que tiene totalmente ahormada a placer desde 2008 en que asumió la titularidad. Absoluta transparencia, refinamiento tímbrico, diáfanas texturas y ejemplar diferenciación de planos orquestales (esa sensación de que «se oye todo») presidieron la primorosa ejecución de Salonen y la Philarmonia Orchestra, que nos embriagó con unas maderas esplendorosas, unos metales refulgentes y de una seguridad pasmosa y qué decir de la cuerda, empastadísima, dúctil y capaz de unas gradaciones dinámicas deslumbrantes. Mediante un magistral sentido de la construcción, alcanzando clímax y edificando magníficos crescendi, Salonen delineó ese ambiente de desolación y abatimiento predominante en el primer movimiento y que deja paso al carácter lúdico, festivo, de los dos siguientes, el ländler y el Rondò-burlesque. Impecablemente subrayado el contraste, el elemento irónico, sarcástico, así como el sentido del ritmo y carácter marcadamente danzable -que fue acusado de vulgar en su día por Theodor Adorno y otros muchos- que pide el ländler, esta especie de vals folklórico centroeuropeo. Todo ello se tornó en vigoroso pulso y brío impetuoso en un tercer movimiento incandescente, que dejó al público preparado para el apropiado contraste con el conmovedor último.
Sin exaltación, pero con serena emoción y clarividente sentido de la construcción, Salonen organizó el sublime cuarto movimiento con una intensidad y tensión progresivas hasta llenarnos de una mezcla de conmoción, angustia y desasosiego, pero también de una especie de paz e identificación con quién se aferra a la vida y vive intensamente hasta su último instante. Ese paulatino desvanecimiento de la música del final de tan monumental obra tuvo un demoledor efecto sobre el público, que permaneció en un impresionante silencio de más de medio minuto antes de prorrumpir en sonoras ovaciones. La excelencia prosiguió en el segundo concierto, el día 9.
La muerte sorprendió a Alban Berg en 1935 -con apenas 50 años de edad- sin poder completar la orquestación del acto tercero de su ópera Lulú con libreto propio basado en dos tragedias de Franz Wedekind. Sin embargo, un año antes había elaborado una suite de la obra denominada Piezas Sinfónicas de la ópera Lulú formada por cinco fragmentos orquestales con participación de soprano en el tercero y quinto. Si resultó realmente prodigiosa la enorme belleza, la tan hermosa como nítida exposición, así como el pulimiento tímbrico y deslumbrante transparencia de la interpretación, aún más lo fue, que a todo ello se unió la honda fibra dramática que atesoró la interpretación de Salonen en un repertorio por el que muestra total afinidad y dominio. Nivel excepcional el de la Philarmonia Orchestra, devota ante su titular de los últimos 11 años y plegada a su talento. Por destacar algo entre tantas calidades, esas Variazioni que consituyen el intermezzo entre primera y segunda escena del tercer acto (fragmento que sí completó el autor) y que describen dramáticamente la caída de Lulú. Buena prestación de la soprano Rebecca Nelsen, algo sordo su centro, bien es verdad, pero que ganó brillo y timbre en una franja aguda desahogada y bien proyectada. Asimismo, Nelsen, de espectacular presencia escénica, totalmente apropiada para el papel de Lulú en el que la sensualidad y elemento erótico son requisitos fundamentales –«Si los hombres han matado por culpa mía, ello no disminuye mi valor»- abordó el hermoso canto de amor de la Condesa Geschwitz hacia Lulú (asesinada por Jack el Destripador) en la quinta pieza. «Permaneceré a tu lado. Por toda la eternidad».
La música de Berg estuvo flanqueada en este concierto por la de Beethoven y, desde luego, no es fácil encontrar un músico capaz de ofrecer al mismo tiempo Berg y Beethoven de tanta calidad. En música del siglo XX y contemporánea nadie puede discutir a Salonen, pero si alguno tenía dudas de su Beethoven, la obertura Rey Esteban y la séptima sinfonía ofrecida ayer deberían disipárselas inmediatamente. Ambos fragmentos Beethovenianos fueron interpretados con trompetas y timbales historicistas. La no demasiado habitual obertura dedicada al «primer benefactor de Hungría» fue introducida con la adecuada solemnidad, que evoca la grandeza del dedicatario de la pieza, para terminar en un presto ígneo, pleno de brío e intensidad rítmica.
Sabiduría y nitidez expositiva presidieron el primer movimiento de la Séptima sinfonía, perfectamente organizado desde la introducción lenta típica beethoveniana y en el que los temas fueron proverbialmente desgranados con atención al detalle y exponiendo con el debido carácter –innegociable en Beethoven- el esencial tono grandioso para desembocar, en impecable contraste y magistral transición, en el vivace que pone fin al primer capítulo de la Sinfonía. Bellísimo el segundo movimiento en el que se contrastaron como corresponde los diversos temas; impetuoso, brillante, pleno de brío y grandiosidad resultó el presto. La pulsión rítimica que alienta esta composición estuvo siempre presente, pero en una implacable progresión que culminó en un cuarto movimiento en el que la fuerza rítimica de la danza resultó tan flamígera, frenética y plena voltaje, que nos dejó sin hipo. Cuanto más le exigía el Maestro a su orquesta más le daba ésta.
Tensión e incandescencia desde la sabiduría, la personalidad y una singular combinación de impronta intelectual y apasionamiento.
Rotundas ovaciones del público que fueron correspondidas por una propina anunciada por el propio Salonen, el Ragtime de Paul Hindemith basado en la Fuga nº 2 en Do Menor BWV 847 de Bach en una interpretación tan fascinante, que constituyó la apropiada guinda a dos conciertos memorables.
Foto: Rafa Martín / Ibermúsica
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