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JUAN JOSÉ SILGUERO, pianista, profesor y escritor: «Cuando a mí me castigaban, me castigaban sin leer; ahora es justo al revés»

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Autor: Mario Guada
4 de diciembre de 2018

JUAN JOSÉ SILGUERO, pianista, profesor y escritor: «Cuando a mí me castigaban, me castigaban sin leer; ahora es justo al revés»

Una entrevista de Mario Guada | @elcriticorn
Fotografías: Fernando Frade/Codalario
Alzado vencedor del XII Premio Paco Rabal de periodismo cultural –galardón que otorga la Fundación AISGE–, Juan José Silguero divide su tiempo entre sus pasiones: la música, el piano, la escritura, la pedagogía y el mar –no estrictamente por ese orden–. Hombre de poderosas convicciones, ha saltado a las pantallas de los lectores a través de sus artículos, algunos de ellos incendiarios, publicados en CODALARIO. Nos recibe en el madrileño Café Barbieri para conversar acerca de este importante galardón, de su visión del panorama musical actual, de la lectura y, por supuesto, del mar.

¿Cuándo uno escribe, y más artículos de este tipo, espera realmente que se le premie en algún momento?

La verdad es que no. Puede parecer un tópico, pero escribo sobre todo para mí mismo. Es cierto que cuando uno comienza a ser publicado la sensación de «responsabilidad» aumenta, especialmente cuando sabes que te va a leer mucha gente, como precisamente sucede en Codalario. Pero a la hora de la verdad, cuando te sientas frente al papel… yo creo que no piensas en esas cosas. Al menos yo no lo hago. Al final sí, claro, cuando está terminado. Entonces te dices: «Uf... con este me van a atizar…».

¿Por qué la escritura? ¿De dónde le viene esa querencia por la palabra escrita, que ha convertido, en cierta forma, en algo más que una mera afición?

Bueno, siempre he leído mucho. Siempre. Y además se trata de una afición que no he interrumpido nunca. Esa es una de las ventajas –y esto es algo que denuncio a menudo en mis artículos– de pertenecer a una generación en la que no había tantísimos estímulos digitales como hay ahora. Cuando a mí me castigaban, me castigaban sin leer. Ahora es justo al revés, especialmente en los institutos, que es una torpeza que no entiendo. Me explico: en los institutos se obliga a leer a los alumnos libros tan «apasionantes» –teniendo en cuenta que se los mandan a chavales de quince años– como El Quijote, La celestina… Son libros geniales, eso está claro, pero no son libros para chicos de 15 años. Parece que lo hacen a propósito para quitarles de por vida la afición a leer. ¡Dadles a los chicos La isla del tesoro, libros de aventuras, o novelas de actualidad con las que puedan identificarse! En realidad, es fácil inocularles el virus de la lectura. Y, una vez hecho, es para siempre. Pero eso no sucederá obligándoles a leer La celestina.

Pero la respuesta a su pregunta es esa: me viene de haber leído siempre mucho. A menudo les digo a mis alumnos «antes de vaciarse es preciso llenarse».

Elogio al fracaso, el artículo publicado en CODALARIO en 2017, por el que ha sido galardonado con el XII Premio Paco Rabal de periodismo cultural, es un alegato al trabajo y el esfuerzo por encima, en cierta manera, del talento que a veces destruye aquellas carreras que un día encumbró. ¿Cómo de cerca le toca este tema? No sé si usted mismo se considera uno de esos trabajadores incansables que deben sufrir esa ausencia del genio.

No le quepa duda. Y lo considero uno de mis mayores valores, y no solo como músico, sino también a nivel personal. Otra de las frases que me gusta repetir a mis alumnos –en este caso de Freud– es: «He tenido suerte en la vida. Nada me fue fácil». Es cierto que a los «torpes» no les queda otra que desarrollar la capacidad de sacrificio. Pero resulta que en esa capacidad es dónde precisamente reside el mayor potencial de una persona, aquello que lo definirá algún día… Alumnos talentosos he tenido a patadas. Alumnos trabajadores, apenas. Adivine cuál de los dos ha triunfado más.

El artículo se inicia con una cita de Vital Alsar que dice «La fe es la barca, pero solo los remos de la voluntad la llevan». Resulta tremendamente clarificadora en relación con el resto del artículo, pero además entronca de manera directa con su pasión por el mar. ¿De dónde le viene?

Pues, de nuevo, me viene de la literatura. Y más particularmente de los maravillosos libros de Conrad y Melville, que son de mis bienes más preciados. De hecho –y esto es algo que pocos saben– soy patrón de barcos titulado. Puedo llevar naves de hasta veinticuatro metros. Me viene principalmente de ahí, de los libros. Algunas veces pienso que me gusta aún más la literatura que la música… Este año, de hecho, he optado voluntariamente por trabajar en Toledo, pudiendo hacerlo mucho más cerca de casa. ¿Por qué? Por tener más tiempo de leer en el tren.

Volviendo al contenido del artículo, en su labor diaria como profesor de piano en el Conservatorio Profesional de Música de Toledo imagino que se encontrará con mucho de esto, pero también con algunos casos de alumnos con un gran talento que deben aprender a gestionar. ¿Cómo se toma cada uno de esos casos?

Pues me lo tomo como puedo. Porque, aunque sea otro tópico, realmente es cierto que cada alumno es un mundo. Esto mismo que hablamos sobre el talento… es muy relativo, no es blanco o negro. Los casos de «amusia» –carencia absoluta de musicalidad– son francamente raros, yo nunca los he encontrado. Lo que sí he encontrado a menudo son alumnos autonegados de antemano, apáticos… O todo lo contrario. Estimo que el trabajo psicológico con los alumnos es una de las partes más importantes de mi trabajo. Y más apasionantes.

Hablemos ahora de su faceta como pianista. Cuéntenos acerca de su formación, de los maestros que le inspiraron, los cuales están, por lo demás, muchas veces como trasfondo de sus artículos.

La primera persona que me sentó frente a un piano fue mi abuela paterna, pues pertenezco a una familia de gran tradición musical. En Irún, donde yo nací, todos conocen a «los Silguero, la familia de los músicos». Después continué con mi padre, y enseguida entré al conservatorio, con 8 o 9 años. Estudié con Marcelino López Domínguez en el Conservatorio Teresa Berganza de Madrid, de quien guardo un recuerdo muy cariñoso. Y finalmente entré al Superior con Joaquín Soriano. Con Soriano tuve la suerte de no congeniar en absoluto; y digo «la suerte» porque aquello me hizo solicitar mi traslado al Conservatorio de El Escorial –entonces era Superior– y poder trabajar con quien considero mi verdadero maestro: Anatoli Povzun. Anatoli me enseñó… ¡todo! Él fue alumno de Dmitri Bashkirov, con quien también mantuve mucho contacto. Siempre me daba mucha más clase de la que me correspondía, incluso en su casa, prácticamente todas las semanas. Y nunca me cobró ni un céntimo. Ni una sola vez. Para mí, Anatoli no fue solo una fuente inagotable de sabiduría, inteligencia y sensibilidad, sino, también, un ejemplo y una inspiración permanente.

Usted lleva muchos años ya en el mundo de la enseñanza. ¿Cuándo uno decide dedicarse a la pedagogía, está dejando implícitamente de lado su carrera como intérprete? Es decir, ¿es una consecuencia directa de aquello o una decisión meditada?

Creo que ambas se retroalimentan constantemente, y así es como debe ser. Tomadas por separado, las dos me parecen incompletas. Alguna vez me pregunta algún alumno: «Profe, ¿por qué te gusta tanto enseñar?» Y yo le respondo: «¡Porque aprendo más que vosotros!»

¿Cree que la educación musical de este país está viciada? ¿Cómo podemos enfocar el sistema para que los niños y jóvenes aprendan de la música algo más allá que las meras notas que tienen que tocar en este o aquel instrumento?

Pues supongo que podríamos comenzar por tratar de establecer una mínima dignidad musical. A estas alturas, todos sabemos ya cómo es tratada la formación musical en este país. Pues todo radica del mismo lugar al final: de la escuela. Para mí, el maestro de escuela es, con mucho, la figura más importante de una sociedad. Pero resulta que en España la carrera de Magisterio está absolutamente devaluada. Se trata de una carrera para la que se exige la nota mínima de acceso, mal pagada… Y en la que la música cada día tiene menos presencia. Al fin y al cabo vivimos en un país en el que Belén Esteban vende más libros que Vargas Llosa… Creo que, con esto, ya está todo dicho.

¿Y el sistema de selección de los profesores por oposición? ¿Lo considera justo y adecuado tal y como está planteado actualmente en España?

Por supuesto que no. Pero es que eso ya es un caso aparte. De hecho, más de una vez he pensado que debería escribir un artículo sobre eso, y quizás lo haga. Solo diré que me parece un sistema absurdo e injusto, gestionado por gente que no tiene la menor idea de música. Por ponerle un solo ejemplo: el documento más importante a evaluar en las oposiciones es la programación didáctica. Pero resulta que cada alumno es una programación didáctica… Es absurdo, y muy frustrante.

Su pasión del mar va más allá de la lectura de textos de temática e inspiración marinera, incluso con esa esa habilitación para manejar embarcaciones de hasta una longitud de eslora considerable. ¿Cómo se enfrenta uno a la inmensidad del mar, con mayor o menor temor que a las teclas del piano? ¿Y que a la pluma y el papel en blanco?

[Ríe]. Es una gran pregunta. Desde luego, uno se enfrenta a la inmensidad del mar con mucho mayor respeto que a un escenario, donde, al fin y al cabo, uno no se juega más que su prestigio. Poca cosa, vaya. A menudo me dicen que soy valiente por lo que escribo, o por enfrentarme a un auditorio… Pero no saben lo que dicen. Donde uno conoce el verdadero significado de la palabra «valor» es en el mar.

¿Se considera un escritor compulsivo? ¿Cómo y cuándo trabaja sus textos?

La verdad es que escribo con una facilidad asombrosa. Hasta a mí me sorprende. A día de hoy todavía no sé lo qué es eso del «folio en blanco». Me siento a escribir y no me da la mano, es como si estuviese poseído. Y en una o dos horas tengo un artículo largo entero, o el capítulo de una novela. Ahora bien, cuando llega el verdadero trabajo es después, el de las correcciones, que es el trabajo que más estimo, pero también el que más sufro, y que pienso que es el que marca la diferencia. Ese trabajo se puede prolongar mucho, mucho tiempo, al menos en mi caso. En música pasa más o menos lo mismo. Uno se guía en un principio por el corazón y el instinto, pero el trabajo posterior es lo que realmente te convierte en profesional.

Tiene usted hasta un par de novelas sin publicar, ¿cierto? ¿Cree que ahora sería un buen momento para que vieran la luz?

Así es. Bueno, para mí sería buen momento siempre. Pero es cierto que no las he promovido mucho hasta ahora, precisamente por el motivo que le acabo de comentar: nunca me parecen del todo bien. También es verdad que hay que tener cuidado con esto, o puedes convertirte en una de esas personas que necesitan lavarse las manos compulsivamente, una y otra vez. De nuevo, con la música sucede exactamente lo mismo. Yo he conocido numerosos músicos «compulsivos». Y es algo muy peligroso. También tengo relatos, ensayos… Todos sin publicar.

Quizá sus lectores no lo sepan, pero poco después de escribir este artículo y algún otro, de los que más impacto han tenido, estuvo tentado de dejar de escribir. ¿Por qué decidió no llevar esta decisión hasta el final y regresar a sus textos?

Tengo poco tiempo, sobre todo desde que soy padre, y quería dedicarlo a escribir novelas. Pero luego leo tantas tonterías como dice la gente… y termino escribiendo. El cabreo, la indignación, son combustibles maravillosos.

Usted es conocido por lo reflexivo de sus artículos, pero también por no callarse según qué cosas. ¿Considera que en este momento en que nos encontramos es más necesario que nunca decir lo que uno piensa y defender aquello en lo que cree con firmeza?

Por supuesto. Por un motivo muy sencillo: porque actualmente la censura es mayor que nunca. Prácticamente no hay nada ya que se pueda decir sin ofender a algún colectivo. A veces leo ciertos artículos, asépticos, insulsos, con su autor haciendo malabares para quedar bien con todos, y me da mucha pena. La libertad de expresión es cada día menor.

Vivimos en una paradoja cada vez más obscena e inquietante, ¿no le parece? Por un lado, con las RR.SS. cualquiera puede dar su opinión, tenga o no un criterio formado para ello; por otro, se atacan cada vez más y con mayor dureza las opiniones de aquellos que sí tienen un peso –bien sea intelectual o de otra índole– para poder lanzarlas. ¿Cómo debemos tomarnos esto?

Con rebeldía. Esa es mi convicción. Para mí, Internet ha traído más cambios negativos que positivos. A día de hoy la estupidez y la ignorancia campan a sus anchas, y el atrevimiento, que es el hermano de la ignorancia, es infinito. Ahora cualquier botarate puede tener influencia; mientras que muchas mentes lúcidas son ignoradas por no tener poder o habilidad mediática. Es más que inquietante. Es aterrador.

¿Cómo encaja las críticas, los duros comentarios e incluso las enemistades que algunos de sus artículos le han granjeado?

Al principio me afectó un poco. Me sorprendía. Medito mucho lo que escribo, como le he comentado, y no entendía qué era lo que les resultaba tan ofensivo. Tenía la impresión de estar diciendo cosas evidentes. Pero luego comprobé que la gente se acercaba a mí en privado a felicitarme, me manifestaban lo de acuerdo que estaban conmigo, pero en público, no lo hacían. Y entonces comprendí la triste verdad: la hipocresía que impera en nuestros días. Yo no soy hipócrita. Al menos intento no serlo.

Por otro lado, usted ha negado en varias ocasiones su interés por escribir crítica musical. ¿Cuáles son sus motivaciones para ello? Porque la dureza de sus argumentos es la misma desde los artículos que escribe periódicamente en CODALARIO.

Pues el motivo es que conozco de primera mano el esfuerzo y el tiempo que se invierte en ofrecer un recital, en grabar un disco… Y no me considero autorizado para echar todo ese trabajo por tierra. ¿Quién soy yo para hacerlo? Por otro lado, tengo muchísimos amigos en este mundillo, y no deseo hablar mal de ninguno de ellos, esa es la verdad. Pero tampoco quiero dejar de ser sincero. Así que opto por no escribir. Así de sencillo.

¿Y el mundo de piano? Usted ha hecho referencia en varios de sus artículos a que hay cada vez intérpretes de menor talla. ¿Cualquier pasado fue mejor en el mundo de este instrumento?

En el caso del piano, sin ninguna duda. Me resultaría grotesco comparar a Richter, a Gilels, a Michelangeli con los Lang Lang o Rodhes de ahora. Antes había algo llamado «amor propio artístico», ese que mi querido maestro Anatoli tanto se esforzaba por inculcarnos. Ahora… yo apenas lo encuentro.

¿Y el público? Ese que aplaude casi de todo, que ya parece no distinguir la mediocridad de la excelencia, y que además está cada vez más envejecido –una opinión que usted y yo compartimos, si no me equivoco–. ¿Cuál pasa por ser la solución a este peligroso paradigma que se ha instaurado en el mundo de la música desde hace décadas?

El público no entiende nada, no nos engañemos. Y cada día menos. ¿Por qué? Pues porque los «artistas» de ahora se dedican a tocar la Marcha Turca con una mano, o a contar sus penas sobre el escenario… Es obligación moral del artista hacer de «salvavidas» del público. Eso lo aprendí de Bashkirov. Y para eso es para lo que estamos precisamente los profesionales, para orientar y enriquecer el criterio del público.

¿Le interesa algo que no sea la música llamada «clásica»? ¿El jazz, las bandas sonoras, las músicas populares urbanas, incluso?

Pues no mucho, la verdad. Por un motivo muy sencillo: porque nunca he encontrado en ellas la octava parte de la calidad que encuentro en la clásica. Ya ve que soy sincero.

¿Cuáles son sus referencias tanto musicales como literarias?

Mi referencia absoluta es Bach. Nunca he tenido oportunidad de conocer nada que pueda comparársele. Nada tan grande, tan bello, tan sublime… Así que me limitaré a mencionarle solo a él, por respeto.

En la literatura tengo muchas referencias: Dostoyevski, Mann, Hugo, Shakespeare… Y, con especial devoción, los que ya le he dicho: Conrad y Melville.

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