El clavecinista italiano, director invitado de importantes agrupaciones europeas, además de profesor en la Schola Cantorum Basilienis, es entrevistado por Mario Guada para la portada en CODALARIO de febrero de 2022.
FRANCESCO CORTI, clavecinista y director: «Bach es, más que nada, una necesidad en mi vida»
Una entrevista de Mario Guada | @elcriticorn / Fotografías: Caroline Doutre
Es una de las figuras más potentes en el panorama actual de las músicas históricas. Este joven italiano, que no alcanza aún la cuarentena, formado en importantes centros de Italia, Suiza y Holanda, domina el clave como solista desde hace varios años, implementando en los últimos años su carrera como director al frente de importantes agrupaciones historicistas europeas como Les Musiciens du Louvre e Il Pomo d'Oro. Formado siguiendo la herencia del genial Gustav Leonhardt y ganador de algunos de los más prestigiosos premios para la tecla del mundo, compagina su actividad concertística como solista y director con su labor docente en la prestigiosa y muy célebre Schola Cantoum Basiliensis, como profesor de clave. Habla con CODALARIO, en un perfecto español, sobre su trayectoria, sus pasiones, la pedagogía, el clave y el forteapiano, su fulgurante carrera como director, una imponente discografía que aumenta exponencialmente, los referentes que le inspiran, así como de aquellas personas y compositores que le han marcado.
A usted lo de la música le viene muy de familia. ¿Cómo era el ambiente musical en su casa cuando era niño?
Vengo de una familia casi enteramente musical, ya desde la generación de mi padre y de madre, que eran todos músicos. Mi padre fue director de coro y organista, aunque falleció cuando yo era realmente niño, así que no lo conocí mucho, pero esa herencia fue muy importante para mí. Mi madre es pianista y cantante, también directora de coro, y mis dos tías son profesoras de música. La música siempre ha estado ligada a la enseñanza de la música en mi familia y a la práctica del canto, algo que todavía está conmigo. Sin embargo, diría que lo más importante, que fue realmente formador para mí, es que la música era algo muy cotidiano en mi casa, una práctica habitual y que se hacía todos los días. Un domingo por la tarde, por ejemplo, si había tiempo disponible después de comer, nos juntábamos para hacer música. Eso me permitió probar varios instrumentos en mi infancia, así que estudié chelo, flauta, piano y canto. De hecho, de niño he cantado mucho, en coros y algo como solista. Tengo recuerdos de domingos por la tarde estar tocando el aria «Ich folge dir gleichfalls», de la Johannes-Passion, tocando primero el piano, luego cantando, y luego pasando al chelo o a la flauta, cambiando los roles junto a mi madre y mi tía. Aquello me parecía algo muy normal y a la vez muy divertido, como un juego. Estoy muy agradecido a mi familia por eso. También, el hecho de que toda la familia estuviera muy ligada al mundo coral fue algo muy importante, especialmente porque, por mero gusto de mis padres, esa actividad estaba centrada fundamentalmente en la música antigua, de los siglos XVI, XVII y XVIII, para pasar a algo de los siglos XIX –sobre todo Medelssohn y Brahms– y XX. El foco estaba sobre aquellos siglos y maestros como Monteverdi, Bach y otros muchos, algo muy formador para mí en la infancia. Lo raro en mi casa era escuchar Bellini o Verdi, pero todo lo demás estaba más que normalizado.
Su ciudad natal es muy musical, siempre bajo la sombra del omnipresente de Guido d’Arezzo, lo que quizá logre fomentar ese gusto por la música a los niños. Quizá en aquel momento no fue consciente, pero desde la perspectiva actual, ¿siente que era especialmente musical comparada con otras ciudades italianas?
Sí y no. Arezzo es una ciudad hermosa, la cual tuvo un período de mucha actividad musical en los 70 y 80, es decir, justo antes de que naciera o justo en mis primeros años de vida. Luego la vida musical de la ciudad se fue un poco apagando, y por eso es que me fui a cursar mis estudios musicales a otras ciudades, como Firenze, Perugia –mientras todavía iba a la escuela, yendo y viniendo– y después me fue al extranjero. A pesar de eso es una ciudad que me ha dado muchísimo, a muchos niveles. Está llena de arte maravilloso, Medioevo y Renacimiento por todas partes. Son esas cosas que los niños no notan y que viven como algo normal. Para nosotros tener un ciclo de frescos de Piero della Francesca en la iglesia era algo absolutamente normal, y solo de adulto uno logra verlo como algo de absolutamente único y extraordinario. Nacer en una ciudad con una historia tan antigua seguramente me ha dado muchísimo –lo mismo podrán decir los nacidos en Roma, Venezia o París, ciudades con una enorme estratificación histórica–, porque eso forma de manera inmutable la relación que uno tiene con el pasado, aun con el pasado muy remoto: la historia se vive como algo cotidiano y no como algo museístico; lo entiendes como algo que se puede sentir, tener muy cerca, no como una reliquia inalcanzable. La historia se convierte en algo cotidiano y útil. Esta herencia formadora sigue siendo de gran importancia para mí.
Aunque estudió algunos instrumentos modernos en la niñez, usted pertenece a esa generación de intérpretes que ya podía formarse de manera directa sobre los instrumentos históricos, sin tener que pasar obligatoriamente antes por otros instrumentos modernos. ¿Ve en esto una ventaja o considera más interesante tener también una formación en el instrumento homólogo moderno?
Efectivamente me formé primero en instrumentos modernos, con el piano y el violonchelo y flauta modernos. Teníamos una espineta horrenda en casa que nadie usaba [ríe], así que la parte «antigua» de mi formación era fundamentalmente vocal. Dicho lo cual, esta es una pregunta que me hago muy a menudo pensando en mis alumnos, porque tengo estudiantes conmigo de los dos mundos. Creo que ambas carreras tienen sus ventajas. Muchos jóvenes franceses, por ejemplo, empiezan directamente con el clave, los que les permite tener una sensibilidad muy especial y desarrollada, con una familiaridad muy alta con el instrumento. Obviamente, cuando cambias de instrumento tardas varios años hasta que te sientes realmente en casa, muy cómodo. Lo que me parece una lástima es que, por otro lado, se pierden un pedazo muy importante de la historia de la música. Hablando solo de teclado, el repertorio romántico te permite desarrollar algunos aspectos técnicos que son muy útiles para el repertorio anterior, sin hablar del repertorio contemporáneo. Así que, aunque ambas direcciones tienen ventajas, personalmente no suelo aconsejar limitarse al instrumento antiguo, y estoy muy agradecido de lo que he aprendido estudiando instrumentos modernos.
¿Por qué eligió tocar instrumentos de teclado?
Los instrumentos de teclado fueron un poco una elección forzada, porque el primer instrumento que había comenzado a tocar era el piano. Al momento de elegir el instrumento para seguir mis estudios, un instrumento de tecla fue simplemente la elección más cómoda. El órgano siempre me ha interesado mucho como instrumento, porque es fascinante tener lo que básicamente es una orquesta a tu disposición, además de que el instrumento tiene una historia y un repertorio enormes. Tiene infinidad de posibilidades. El aspecto quizá más negativo es que terminas muy a menudo tocando solo, y su vertiente en la música de cámara es muy limitada, sobre todo con instrumentos grandes. Las condiciones de los instrumentos, por otro lado, son totalmente aleatorios, teniendo que tocar a veces en ejemplares en unas condiciones imposibles, las cuales serían inaceptables en cualquier otro instrumento. El día a día del organista es muy frustrante, por muchos aspectos. El momento que descubrí el clave fue durante una masterclass de órgano, en mi adolescencia, con un profesor que tocaba un recital de música francesa tardía [Duphly, Balbastre, Rameau…], un repertorio que apenas conocía y que me pareció fascinante, pues solamente funciona en el clave, siendo extremadamente idiomático. Entonces me dije «yo quiero hacer eso», y rápidamente me puse a estudiar el instrumento. El clave es, por un lado, frustrante, porque tiene medios expresivos limitados; por otro, precisamente por ese condicionante, es muy estimulante, pues necesitas buscar todo el tiempo otra forma de obtener lo que quieres decir con la música. Lo que en un instrumento como el piano resulta instintivo, en el clave requiere mucha reflexión y experimentación. Eso fue lo que terminó absorbiéndome por completo. El clave me frustra mucho, pero a la vez me encanta. Creo que todos los clavecinistas a los que pregunte le dirán lo mismo. Es un repertorio fantástico, aunque tiene el problema de ser limitado, porque tiene vacíos en la historia de la música, encontrando únicamente algunas cosas muy buenas en el siglo XX. Esto me interesa también mucho, porque considero que el clave te puede impulsar mucho en una dirección de nueva creación.
«El clave es, por un lado, frustrante, porque tiene medios expresivos limitados; por otro, es muy estimulante, pues necesitas buscar todo el tiempo otra forma de obtener lo que quieres decir con la música».
Primero comenzó con el órgano, estudiando en Perugia. Háblennos de aquella etapa.
Siempre fui un pésimo alumno, en el sentido de que era muy demandante para mis profesores –lo cual me parece algo excelente en un alumno, por otra parte [ríe]–, así que en Perugia tuve la suerte –o me la busqué– de tener un profesor muy estimulante y con quien pude establecer una relación de gran confianza y de respeto recíproco. Con Wijnand van de Pol –que falleció hace unos años– encontré un equilibrio muy bueno, y los años de estudio con el fueron fundamentales para mí. Cursé todavía el viejo plan de estudios del órgano en Italia, el cual contenía mucha música romántica (mucho Mendelssohn, Brahms, Widor, Reger…), que logré alternar con la música antigua, que era la que realmente me interesaba. Pero le agradezco mucho todo aquel acercamiento a la música del Romanticismo y también a la de los inicios del siglo XX. Tuve la suerte de tener a mi disposición un instrumento grande, mecánico, bien hecho y nuevo para el conservatorio –lo cual era una excepción en Italia–, en el cual se podía tocar de manera estilísticamente correcta muchísima música. En los mismos años, pasaba horas y horas tocando los instrumentos históricos a que se me permitía acceder. En la catedral de Arezzo se conserva un fantástico instrumento histórico, un órgano renacentista de 1536, montado en una cantoría de Giorgio Vasari, con un fresco de della Francesca debajo del instrumento. Allí me pude acostumbrar a algo que para gran parte del mundo es excepcional.
Después decide trasladarse a Genève para ampliar su visión en el clave, continuando en Ámsterdam. ¿Por qué eligió sendas ciudades?
En Suiza estudié con Alfonso Fedi, un clavecinista florentino al que había conocido allí como profesor y que había estudia con Gustav Leonhardt –también ha fallecido hace poco demasiado joven, por cierto–, y en Amsterdam me formé con Bob van Asperen, que viene también de sus manos, así que la línea es claramente la de Leonhardt. Mi elección iba destinada no solo a la formación en el instrumento, sino a tener un contexto formativo más integral, con un departamento de música antigua importante donde formarse en música de cámara, orquestal y adquirir una buena base de nociones teóricas. Esta es una de las razones que aún hoy incitan a los estudiantes de música antigua a moverse a otras ciudades, es decir, buscar un profesor en un contexto de información y formación más amplio. Terminé estudiando con van Asperen por una recomendación de Christophe Rousset –con quien estudié mucho, tanto en masterclasses como de forma privada. Christophe me había advertido que Bob no iba a ponérmelo fácil [ríe]. Efectivamente, Bob era un profesor extremadamente demandante, especialmente en aquello que no me salía de forma instintiva. Es algo que le agradezco mucho, porque fue un trabajo de ampliar mucho las posibilidades expresivas a mi disposición, yendo a buscar todo aquello que iba en contra de mi intuición. Fueron cuatro años frustrantes, pero muy importantes en mi carrera. Lo veo ahora enseñando, me doy cuenta cuánto tengo de esa herencia de Leonhardt, una visión muy cerebral y a la vez muy musical de la practica musical; mantener unido el hilo de la especulación intelectual, sin perder nunca un control absoluto de la estética del instrumento, lo cual en cierta manera es imposible y un absurdo, aunque uno lo intenta.
«Enseñando ahora me doy cuenta cuánto tengo de esa herencia de Leonhardt, una visión muy cerebral y a la vez muy musical de la practica musical».
¿Cómo fueron los años posteriores al terminar sus estudios? ¿Tenía claro hacia dónde caminar dirigirse?
He tenido la suerte de empezar a construir mi carrera como profesional durante mis estudios en Holanda. Aquella cierta frustración de esos años me empujó a buscar otras cosas, y eso seguramente me ayudó a terminar mis estudios. Ganar algunos concursos me abrió unas puertas, pero también en aquellos años estuve en la Académie baroque européenne d'Ambronay, una academia estival de producción de ópera barroca, que en aquel momento te otorgaba la oportunidad de estar tres meses inmerso en producciones de ópera muy importantes. Recuerdo que montamos Ercole amante, de Francsco Cavalli, con Gabriel Garrido dirigiendo, y mirando ahora quienes estaban por allí me doy cuenta de la importancia de aquello: Sebastien Daucé [director de Ensemble Correspondances] tocando, Raphaël Pichon [director de Pygmalion] en su época de cantante, Leonardo García Alarcón [director de Cappella Mediterranea] como coach, Mariana Flores salió de ahí, estaba también María Hinojosa… Mucha gente, amigos que hoy se dedican al mundo de la música antigua. Aquellas producciones conllevaban por entonces una gira importante, y en uno de aquellos conciertos estaba entre el público Marc Minkowski, director de Les Musiciens du Louvre, que a la salida vino a hablar conmigo para ofrecerme la oportunidad de tocar en su grupo la Misa en si menor, unas semanas después. Durante mis últimos años en Holanda, sobre todo, estaba trabajando mucho gracias a oportunidades como estas.
2006 y 2007 fueron años muy importantes en su carrera, con la consecución de la Internationaler Bach Wettbewerb Leipzig y un segundo premio en la Brugge Harpsichord Competition, respectivamente. ¿Qué supusieron para usted? ¿Realmente nota un intérprete un impacto en su desarrollo profesional al ganar concurso de esta importancia?
Sí y no. Un impacto al ganar un concurso lo tiene, aunque es relativo. Ahora hay algunos festivales ligados a los concursos, por lo que llaman de forma automática a los ganadores. Lógicamente ganar provoca que hablen de ti, que se pronuncie tu nombre en algunos círculos. Pero creo que lo que realmente sucede cuando se gana es que uno se justifica, es decir, sientes el peso del reconocimiento que te dan unos colegas. Recuerdo que cuando terminé mi Bachelor en Holanda, me dije: «hoy finalmente eres un clavecinista». Es decir, el día antes en mi cabeza no lo era, hasta ese momento yo era solo un organista, todo porque así lo demostraba un trozo de papel que tenía en mi poder. Sé que es un absurdo, y por suerte hay personas que no piensan así, pero en esa época razonaba así. Si vas a un concurso, como en mi caso en Leipzig, donde no esperaba realmente ni pasar la primera ronda, y un jurado de clavecinistas impresionante con van Asperen, Christine Schornsheim o Masaaki Suzuki, entre otros, te dan un papel que prueba que puedes tocar bien el clave, el impacto que produce a nivel personal es muy importante. Es una discusión que tengo a menudo con mis alumnos. Ganar un concurso no es una llave para el éxito automático, pero sí puede ser una fuente de motivación, sobre todo en el momento de tomar riesgos e intentar algo nuevo.
«Ganar un concurso no es una llave para el éxito automático, pero sí puede ser una fuente de motivación, sobre todo en el momento de tomar riesgos e intentar algo nuevo».
Definitivamente se enfocó mucho más en el clave que en el órgano. ¿Por qué tomó esa decisión?
En cierto momento debes pararte a observar hacia dónde va tu carrera y tomar decisiones. Tampoco se puede hacer todo y es muy difícil tocar varios instrumentos al mismo nivel, porque exige un entrenamiento diario que es cuasi imposible mantener, por lo menos para mí. Mi carrera se fue decantando rápidamente hacia el clave, mucha orquesta y música de cámara, por lo que no tuve tiempo de mantener el órgano a ese mismo nivel. No es que lo haya abandonado por completo, porque sigo tocándolo de vez en cuando, pero poco repertorio y solo en instrumentos históricos. Ahora mismo estoy tocando mucho más el fortepiano, por ejemplo, porque así me lo piden y me satisface mucho. Es muy difícil forzar una carrera hacia una dirección que no es natural, y además soy muy vago para eso [ríe]. Si veo que va tomando una dirección y me gusta hacia dónde se dirige, está todo bien así. En los últimos años estoy dirigiendo mucho más y enseñando muchísimo más, así que no hay tiempo físico para todo.
¿El fortepiano le vino de forma natural o fue un proceso más forzado? ¿Se siente usted cómodo en el instrumento?, porque exige maneras de acercamiento distintas al clave en algunos aspectos.
He estudiado fortepiano en Amsterdam como segundo instrumento, sobre todo porque el repertorio me parece increíble, especialmente el del Clasicismo y el primer Romanticismo, el cual técnicamente todavía tiene una cierta cercanía con el mundo del clave, así que no es un cambio tan estresante. Al terminar mis estudios no me planteaba realmente tocar fortepiano, pero lo cierto es que me propusieron, sobre todo Minkowski, tocar varios proyectos en el instrumento, y en el contexto de Les Musiciens du Louvre había bastantes proyectos de música de cámara que requerían fortepiano. Mas tarde me propusieron varios proyectos hermosos tocando el fortepiano de Mozart en Salzburg –un instrumento fantástico–. Fue un reto muy grande, pero realmente gratificante musicalmente. Ver cómo funciona ese instrumento en un repertorio tan sublime es algo artísticamente muy importante, aunque no fue, en absoluto, automático, sino muy trabajoso, frustrante y de pasar mucho miedo; de hecho, creo que fueron los conciertos más terroríficos de mi vida hasta el momento [ríe].
«No he abandonado por completo el órgano, porque sigo tocándolo de vez en cuando, pero poco repertorio y solo en instrumentos históricos».
A pesar de su juventud, puede decirse que está teniendo una carrera fulgurante. Buena parte del éxito lo tiene su colaboración con algunos conjuntos de gran importancia a nivel internacional, como Les Musiciens du Louvre, con quien lleva años colaborando, primero como continuista y después en la dirección. ¿Qué ha supuesto para usted esta unión?
Fue realmente fantástico, pero a la vez muy repentino. Marc es de ese tipo de directores que te tiran al agua para que aprendas a nadar. Uno de los primeros proyectos que hice fue una Misa en si menor con poquísimos ensayos, y después un Il trionfo del Tempo casi sin ensayos. Al mismo tiempo estaba en un Orfeo de Monteverdi con Jordi Savall, bajo las mismas condiciones. Saliendo de la escuela, todo esto fue como una segunda formación muy intensa y veloz, pero a la que le debo mucho, sobre todo a Marc. Él es un gran músico, su orquesta es de altísimo nivel, con un repertorio monstruoso. Para mí fue una ocasión para descubrir repertorios que normalmente no se hacen tanto fuera de Francia, como Jean-Philippe Rameau, un compositor que siempre me fascinó y que siempre me encanta tocar. Hicimos mucho Franz Joseph Haydn, compositor al que no conocía tanto en esa época y que resultó muy formador para mí, y muchísimo Handel. También Mozart, muchas de sus óperas, por ejemplo. Fue una apertura mental inmensa para mí, que venía del mundo del órgano y de la música sacra de Bach y Monteverdi, fundamentalmente. La primera ópera que hice con él fue La Cenerentola, de Rossini, lo cual fue algo apabullante. Ver desde dentro cómo funciona el mundo operístico, los meses de preparación, cómo se trabaja y cuántas ideas hay que poner en armonía para que salga un espectáculo interesante y coherente me pareció único. Mucho de eso se lo debo a él.
Sin duda, el salto a la dirección ha sido otro de los puntos de inflexión en su desarrollo como artista. ¿Cuándo y de qué forma se decidió por esta vía? ¿Cómo fue ese proyecto desarrollándose dentro de una agrupación como Les Musiciens du Louvre?
Tras varias temporadas tocando en esa orquesta, Marc me propuso hacerme cargo de algunos proyectos, sobre todo de música sacra barroca, lo cual funcionó muy bien. Paralelamente, el primer violín de la orquesta, Thibault Naolly, dirigió también algunos proyectos. En aquellos años o un poco después comenzaron a proponerme colaboraciones con Il Pomo d’Oro, una agrupación que trabaja con muchos directores distintos. En mis primeros años dirigiendo fue muy formador poder alternar dos maneras de trabajar tan distintas. La primera es una orquesta que trabaja de forma muy compacta, con una plantilla muy similar desde hace muchos años; mientras, la segunda es más dinámica y variable.
«Marc Minkowski es de ese tipo de directores que te tiran al agua para que aprendas a nadar».
Puede decirse que usted es uno de esos claros ejemplos de lo que se denomina maestro al cembalo, esto es, un intérprete al clave u órgano que, de forma flexible y muy controlada, puede hacerse cargo de la dirección del conjunto. ¿Qué supone para usted llevar a cabo esta práctica y por qué cree que parece estar cayendo cada vez más en desuso, al menos en la visión absolutamente orgánica y complementaria de ambas actividades?
Hay una base histórica en todo esto, pero también una más práctica. La primera, conocida bien por todos, es que la figura de un director con batuta al frente de un conjunto es muy tardío, prácticamente del siglo XIX. Hasta entonces, incluso aún en tiempos de Beethoven, siempre era uno de los músicos de la orquesta quien tomaba el rol de líder, no solo marcando el tempo, sino aportando energía y motivación a los músicos, pero también llevando el papel dictatorial de decidir cómo se hacían unas u otras –la música nunca se ha hecho en democracia, es algo que no existe–. Esto históricamente solía provenir de los músicos de tecla o de los violinistas, muchas veces compartiendo ambos esa labor. Leía hace unos días un artículo sobre la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig, que en el XIX compartían director en una Novena de Beethoven, por ejemplo, con el violín dirigiendo los primeros movimientos, mientras que cuando entraba el coro en el último movimiento, la dirección se tomaba desde el teclado. Es muy interesante dirigir a un grupo «desde el sonido», es decir, tocando junto a los demás. Mi experiencia me dice que hay repertorios en lo que esto funciona mucho mejor que dirigiendo con gestos y solo con las manos. Si tomas música que está compuesta desde el bajo continuo –Handel es un ejemplo perfecto de eso–, que está muy anclada en la estructura armónica del continuo, es muy natural dirigir desde un instrumento de tecla, porque el mensaje es muy directo. No obstante, esto solo funciona cuando las dimensiones facilitan que todos se oigan; cuando esto se pierde te exigirá realizar un gesto con las manos. Por ejemplo, Rameau es imposible dirigirlo tocando desde el clave todo el tiempo, porque las dimensiones mismas de la orquesta y la complejidad de la escritura lo hacen imposible. En realidad, todo es un trabajo de pura utilidad. Sería imposible intentar dirigir una obra con coro como el Messiah tocando, mientras que Monteverdi se dirige muy bien desde el teclado. Creo que hay que ser consciente de que debes dejar fuera el ego para intentar ser lo más útil posible en cada momento. Obviamente, para realizar esta labor tienes que tener un nivel instrumental alto, para evitar que eso se convierta más en un problema que otra cosa. Por eso, creo que el hecho de ser solista del instrumento te permite no pensar en el aspecto técnico del instrumento y centrarte en otras cuestiones y en dar energía. Lo más relevante quizá sea mantener un equilibrio –algo que muy importante en todos los ámbitos de la música– entre lo que sabemos históricamente que se hacía y lo que es verdaderamente útil musicalmente. Esto, con la dirección al clave, realmente sí funciona.
«Como director hay que ser consciente de que debes dejar fuera el ego para intentar ser lo más útil posible en cada momento».
La relación que guarda con Il Pomo d’Oro, a quienes comanda como director principal invitado desde 2018, puede considerarse un punto muy destacable en su carrera. ¿Qué tiene de especial esta orquesta y cómo está siendo su trabajo junto con ella?
Realmente es una orquesta muy joven para el nombre que se ha hecho. Es un conjunto extremadamente dinámico, que tiene varios directores, como Maxim Emelyanychev, que es su director principal, y a otros [el violinista Federico Guglielmo, director invitado, o la concertino Zefira Valova, que ha dirigido algunos programas, al igual que otros violinistas como Dmitry Sinkovsky o Shunske Sato], gracias a lo cual tiene una flexibilidad única. Es una de las orquestas más flexibles que conozco, que además reúnen a una serie de músicos de muy alto nivel técnico. En los primeros ensayos se nota inmediatamente que el nivel instrumental es muy alto: afinación, sonido… Además, tiene una actividad frenética. Graban –y grabamos– muchos discos, tenemos excelentes relaciones con algunos de los más importantes solistas vocales que hay, gente que normalmente está cantando en Scala, Covent Garden, Metropolitan… los cuales eligen cantar con Il Pomo d’Oro por esa flexibilidad, diría, y también porque el conjunto no tiene problemas en tomar un solista y un director que funcionen bien y hacerlos trabajar en un proyecto específico. Tiene esa apertura de concepto, no tiene miedo de explorar nuevos repertorios y tomar unos riesgos. A finales de enero tenemos una gira –que he estado esperando desde hace mucho– en la que hacemos las cantatas en diálogo de Bach, junto a una cantata de Dieterich Buxtehude, con Anna Prohaska y Florian Boesch, dos fantásticos solistas y música sublime, pero un repertorio que la orquesta básicamente nunca ha hecho, así que supone un reto. La temporada pasada hicimos bastante Monteverdi, poniendo en escena Il Combattimento di Tancredi e Clorinda e Il ballo delle ingrete. La orquesta va alternando su repertorio más familiar, como ópera de Handel, con repertorios más específicos. Eso me encanta.
Sorprende mucho –por su juventud– la gran cantidad de discografía que tiene en su haber, tanto como participante en conjuntos, como a nivel solista, a dúo, en conjuntos más pequeños o dirigiendo. En ella hay referencias de numerosos compositores de los siglos XVII y XVIII, pero algunos denominadores comunes, comenzando por la figura de Johann Sebastian Bach. ¿Qué lleva a un intérprete que no llega a los cuarenta y en pleno siglo XXI, cuando ya todo ha sido grabado varias veces y por muchos de los grandes, a registrar en disco algunas de las obras más célebres del alemán?
Es muy difícil decir desde este lado lo que pretendo hacer con Bach [ríe]. Creo que más que nada, Bach es una necesidad en mi vida, porque mi vida sin su música estaría vacía de significado. Y es una necesidad seguramente porque es la música que más me ordena la cabeza, y no en el sentido matemático del término, sino en el sentido emocional. Es un ancla, una certidumbre y una constante. Regularmente me encuentro volviendo a él y no solo con placer, sino para calmar una necesidad profunda. En los momentos difíciles de la vida está Bach, en caso de duda también está. Es impresionante pensar como una música compuesta hace tanto, y además en un contexto tan distinto al de nuestras vidas, pueda tener la fuerza de hablarnos tan íntimamente. La verdad es que no tengo una explicación para ese hecho, aunque tampoco es algo que me parece necesite una explicación. Es realmente una simple evidencia.
No sé cuánto hay de elección en el hecho de tocar y grabar su música, sino que es algo que necesito hacer de vez en cuando. Cada grabación de su música, como cada grabación en general –aunque lo vivo con mayor importancia si se trata de Bach–, supone un momento de reflexión y de crecimiento musical. Sé que cada disco que he grabado de Bach ha ampliado y profundizado mucho mi visión de la música. Mi primer disco sobre él, centrado en las Partitas para clave, no volvería a tocarlo así, porque mi opinión se ha modificado desde entonces. Un disco es siempre la imagen de un momento, la estampa de un minuto de tu vida, que tiene lo bueno y lo malo; ese día toqué Bach así, porque tenía mis razones y porque así era yo en ese momento. El trabajo sobre sus concerti está siendo muy importante, junto a Il Pomo d’Oro, para el cual fue una excelente idea grabar un volumen de cada vez, permitiéndonos centrarnos en cuatro de las obras por volumen. Nos dio el tiempo y la calma de estudiar las fuentes, ir corrigiendo y cambiando de opinión. Me gustó mucho el trabajo que hice sobre El pequeño libro, no solo con su música, sino también lo que había alrededor de la familia Bach. Se descubren muchas conexiones interesantes con músicos como Telemann –compositor que me fascina y dos mundos que siempre se consideran muy separados–, con la música francesa o con la música más galante. En definitiva, no creo que valga la pena pensar una grabación por el solo hecho de querer plasmar tu opinión sobre una obra. No tengo una opinión fija de la música, no creo que esto sea posible y me resulta muy extraño. Tener ideas eternas –en general y de la música en particular– me parece extremadamente aburrido y fundamentalmente una banalización. Espero que mis grabaciones no se vean como una especie de referencia en piedra de algo, me parecería horrible. Simplemente es lo que hice ese día tras mucha reflexión, y porque en ese momento era importante para mí tocarlo así.
«Es impresionante pensar como una música compuesta hace tanto, y además en un contexto tan distinto al de nuestras vidas, pueda tener la fuerza de hablarnos tan íntimamente».
Además de Bach, ¿tiene alguna predilección en la música para clave?
Soy una persona que se aburre fácilmente, así que simplemente voy por fases. Por ejemplo, siempre he tocado mucha música francesa –mi primer disco estuvo dedicado a Louis Couperin–, es música que me fascina, pero intento alternar repertorios. Bach es la única constante. En marzo saldrá mi próximo disco solista, en el sello Arcana, dedicado a las 8 Great Suites de Handel, más algunas transcripciones de la época de oberturas de sus óperas. En mi opinión es un repertorio fantástico, que los clavecinistas algunas veces aman y otras no, en cierta forma porque Leonhardt decidió que Handel no era un gran compositor para teclado, así que lo guardamos en un cajoncito separado de los demás. Eso es un absurdo, porque ya en su época era considerado uno de los mayores teclistas de Europa, y su manera de tratar el instrumento es genial. Me interesa muchísimo el repertorio renacentista, aunque lo toco relativamente poco en concierto. Tengo fascinación total con Scarlatti y la música española de compositores contemporáneos a él. Igualmente, la música inglesa de los siglos XVI y XVII, o Sweelinck, Frescobaldi, Froberger… Los hijos de Bach… Hay mucha música del siglo XX que me encanta, y siempre me interesa tocar música nueva. Pero seguro que me estoy olvidando de la mitad. Realmente intento no tener un repertorio privilegiado, simplemente ir alternando entre unos y otros. Cada estilo, cada época tiene una coherencia estética única, y es perfecto en sí mismo. Me di cuenta que es suficiente rascar en un poco la superficie para encontrar cosas interesantes, básicamente en todos los repertorios.
Es curioso comprobar el peso que siguen teniendo hoy día algunas figuras en cómo se ve parte de la música, porque lo que dice de Leonhardt es tan cierto como tremendo.
Sin duda. Son prejuicios que tienen un riesgo terrible, porque además los tenemos solamente con cierto repertorio. La figura moderna del «Dios» Bach mata con su peso a básicamente todos sus contemporáneos, aun aquellos que en vida eran más famosos que él. Igualmente, la «Santa Trinidad» del Clasicismo. Además, se suma el prejuicio que tenemos sobre repertorios enteros, que una cierta historia de la música ha considerado durante muchos años repertorios «menores», como si esa expresión pudiera tener sentido en una óptica histórica seria.
Un conjunto al que le unen varias colaboraciones discográficas es Harmonie Universelle, quizá no tan conocido en el panorama como otros de los grupos en los que ha estado, pero en mi opinión un conjunto de enorme interés por su calidad y los repertorios que transitan, ¿no le parece?
Es un conjunto que hace sobre todo música de cámara y se concentra mucho en el repertorio alemán. Sus directores, Florian Deuter y Mónica Waisman son dos queridos amigos, además. Lo que es más interesante es el trabajo que han hecho con algunas grabaciones, como la que hicimos de Heinrich Ignaz Franz von Biber, un compositor bastante conocido por algunas obras, pero no por su música de cámara más grande, y estas sonatas para dos violines, dos violas y bajo continuo decidimos grabarlas con un órgano histórico grande, lo que supuso una experiencia fascinante, porque esa decisión pone todos los equilibrios en peligro, además de eliminar los posibles prejuicios acerca del bajo continuo como algo poco interesante y poco escuchable. Este trabajo es más fácil hacerlo con un conjunto acostumbrado a hacer música de cámara y a tomar este tipo de riesgo. También grabamos un disco con conciertos de Corelli e imitadores de este, pero grabándolos con trompeta y trombón, algo que también se hacía en su época, pero raramente se hace hoy. Es un sonido completamente extraño para la imagen sonora que tenemos en la actualidad de ese repertorio.
También ha colaborado bastante con Pulcinella, conjunto francés comandado por la violonchelista Ophélie Gaillard, con los que ha grabado bastante repertorio galante. ¿Qué pasa con este repertorio, tan injustamente denostado por algunos como un repertorio aburrido, simple y de calidad menor?
Creo que es por lo que comentábamos antes, esa visión romántica de la música, de grandes genios de la historia que se van alternando. Para el siglo XVIII pasamos de los grandes genios, que son Bach –siempre arriba– y un par de sus contemporáneos, directamente hacia el Clasicismo, y todo lo que cae en medio es superficial, poco interesante… Es muy fácil comparar estilos y notar solamente lo que al que consideramos menor le «falta». Es una visión absurda de la historia de la música, y nunca nadie pensó así en su momento. Sería mucho más fácil borrar todo eso e ir juzgando cada estilo por sí mismo. Mucho de lo que se compuso alrededor de la mitad del siglo XVIII, sobre todo entre 1740 a 1770, se ve afectado por ese prejuicio. Hay que señalar que el término galante, que hoy día tiene cierto carácter negativo, en la época de Bach era extremadamente positivo. Galante es todo lo que respeta o que aprovecha de los códigos estéticos compartidos. Por tanto, la poca música que Bach compuso para que suene «galante», que para nosotros es sinónimo de «fácil», en la época era simplemente música que el oyente medio tenía las herramientas para entender, así pues, es galante en el sentido de «bien educada». En su época eso era algo fundamentalmente positivo. Por eso Telemann era un compositor más vistoso que Bach, porque su estilo es entendible, obviamente no a nivel de banalización, sino que aplica códigos compartidos de amplia difusión. Tomemos por ejemplo páginas de compositores como Johann Christian Bach –que fue un compositor fundamentalmente italiano– o Baldassare Galuppi: nosotros los consideramos muy a menudo composiciones agradables, pero «fáciles» –como si eso en si fuera algo negativo…–. El oyente de esos años normalmente tenía las herramientas básicas para entender la composición, y desarrollaba una relación muy interesante si la vemos con los ojos de hoy: los recursos del compositor les resultan familiares, pero a la vez el compositor le intenta sorprender en cómo va a utilizar los recursos mismos. Es básicamente un juego sutil y muy divertido, pero requiere un público capaz de entender lo que estaba pasando. Es también un estímulo muy poderoso a la escucha creativa.
Para nosotros, hijos del siglo XX, este juego es algo muy exótico, porque nos han enseñado que es mucho mejor crear sistemas nuevos, cosas incomprensibles y sorprendentes. No digo que algo sea mejor que lo otro, sino que vivimos en un mundo completamente distinto. No hay que olvidarse que en el siglo de Bach y de Mozart, el mundo era un lugar estéticamente muy coherente, se vivía sumergido en un estilo fundamentalmente único, que contenía música, literatura, artes plásticas, decoración, ropa, comida, manera de hablar, de gesticular Los códigos estéticos con los que se jugaba eran compartidos por la sociedad. El juego era ver cómo se combinaban, cómo se podía sorprender. Un ejemplo trivial: personalmente tengo un fetiche absoluto con los minuetos de Haydn. El minueto era una danza fácil, de estructura muy simple; sin embargo, no hay uno solo en su producción que sea banal, eso sí, dentro de una estructura extremadamente galante. Me parece algo realmente fantástico. Para nosotros esto es muy extraño, muy lejano de cómo vivimos.
Paralelamente a la discusión sobre el estilo galante, por otro lado cae la mala idea que se tiene del Empfindsamer Stil, un estilo que no es necesariamente más fácil, sino que demanda muchísimo del oyente, mucho más que el Barroco tardío –que tiene una estructura rígida fácil de entender– y del Clasicismo –hijo de aquel, una especie de estilo galante un poco maltratado–. El Empfindsamer Stil está entre medias, rechaza casi todo lo que es galante y deforma tanto el Barroco –a nivel armónico, melódico y estructural– que hace el discurso musical extremadamente rapsódico. Hace muy poco que la música de Carl Philipp o Wilhelm Friedemann realmente ha logrado entrar en el repertorio, aunque es música de una inteligencia alucinante, muy bien construida. Además, es un momento de la historia musical del siglo XVIII fundamental. No hubiera existido nada del Clasicismo si esta experiencia, sin este extremo, porque como toda escuela de ruptura es una reacción subversiva al Barroco. Los hijos de Bach, como Carl Philipp y Wilhelm Friedemann, dedicaron alma y cuerpo a romper con todo lo que su padre había hecho, y otros se fueron a paisajes más lejanos, pero ninguno siguió el ejemplo de Johann Sebastian. Siendo una escuela rupturista, siempre va a ser compleja, pero es extremadamente interesante.
«Mucho de lo que se compuso alrededor de la mitad del siglo XVIII, sobre todo entre 1740 a 1770 [lo galante], se ve afectado por un prejuicio visto con nuestros ojos de hijos del siglo XX».
En los últimos años ha dirigido bastante ópera. ¿Se siente a gusto en las producciones de ópera, sean en versión concierto o escenificadas?
Me encanta. Es una máquina curiosa, porque sobre todo una producción escénica es un animal con muchas cabezas, y muchas veces con cierta autonomía. Hay solamente algunas cosas que se pueden controlar, también en las versiones de concierto. Siempre hay un equilibrio muy frágil que hay que buscar constantemente. Es una aventura, una forma de espectáculo que puede tomar muchas direcciones y que casi nunca se sabe cómo va a terminar. Hay compositores que dieron todo lo mejor que podían dar en esa forma, y Handel fue uno de ellos. Pero también lo fueron Monteverdi, Cavalli, Lully, Purcell, Rameau… Algunos de los grandes momentos formativos de mi vida como músico fueron sentado en el público escuchando o sentado en el foso tocando y siendo parte de esa máquina de sueños que puede ser la ópera. Es una de las direcciones que está tomando mi carrera para los próximos años, así que estoy muy contento y expectante por ver lo que va a pasar. Siendo partituras muy extensas, hay tanta inversión emotiva en ellas, que todas quedan como capítulos grandes en tu carrera.
¿Le encuentra mucho sentido a esas producciones de ópera en versión concierto?
Entiendo perfectamente la duda. En repertorio barroco diría que sí, aunque hay varios casos. Hay partituras que son sublimes a nivel musical y textual, que funcionan igual de bien con escena que sin ella o en todas las formas intermedias posibles. Si se piensa en Alcina [Handel], donde la música es sublime y el libreto es fantástico, funciona extremadamente bien de todas las formas. Hay óperas que son partituras muy interesantes, pero con libretos frágiles. Radamisto [Handel], por ejemplo, va un poco en esa dirección. Es muy difícil de poner en escena hoy día. En este caso, diría que casi funciona mejor en forma de concierto, donde se aprecia mejor el contenido musical. Por último, hay partituras que sin el aparato escenográfico me imagino difícilmente funcionales, como Il ritorno d’Ulisse in patria [Monteverdi], por ejemplo, porque es un libreto extremadamente meditativo. L’Orfeo, del propio Monteverdi, sería excelente para una versión en concierto, porque en cierta forma es casi un oratorio. Todas ellas son formas paralelas e igualmente válidas, pero con cuidado a la hora de elegir qué se va a hacer. Cada vez está habiendo más desarrollo de la forma mise en space, que me parece muy interesante llevada a cabo de una forma ligera y lógica, un poco en la línea de lo que se hacía en la época con los oratorios, con parte de aparato escénico.
«Siendo partituras muy extensas, en las óperas hay tanta inversión emotiva, que todas quedan como capítulos grandes en tu carrera».
¿Cómo ve el mundo de los solistas vocales en la actualidad? ¿Considera que el marketing mueve más el mercado que el verdadero talento?
Sí. Creo que el sistema de marketing es muy potente, pero siempre lo fue y siempre será así. No creo que haya un discurso muy distinto del que había hace unos años. Como todo mercado de espectáculo va fluctuando por modas; y las modas son muy difíciles de analizar en el momento. El mercado discográfico, por otro lado, es profundamente distinto a lo que era hace unos años, y admito que realmente no lo entiendo [ríe]. Es un mercado que está viviendo una fase muy difícil. Hay un star system obvio que siempre existió, el cual si se utiliza en algunas direcciones puede ser muy bueno. Consideremos el caso más excepcional de los últimos años, el de Cecilia Bartoli: el star system que se creó a su alrededor puede discutirse en numerosos aspectos, pero se creó porque sus cualidades como cantante son obvias, algunas casi únicas. Ese boom tiene razones musicales y le permitió hacer conocer a un enorme público un repertorio casi por completo desconocido, para empezar el Vivaldi operista, o más recientemente Agostino Steffani. Yo estoy esperando que alguien haga lo mismo con Francesco Conti, por ejemplo, un gran compositor que casi no se conoce. En todos los siglos hay un enorme repertorio de gran valor artístico que, por miles de razones, no está representado lo suficiente. Como todo, incluyendo el movimiento de la Early Music, el medio per se no es el problema, sino cómo se utiliza.
Desde septiembre de 2016 es usted profesor de clave nada menos que en la Schola Cantorum Basiliensis, el centro educativo más célebre y longevo a nivel mundial en el campo de la interpretación histórica. ¿Qué ha supuesto para usted este nombramiento y pasar a formar parte del claustro de profesores de este centro?
Fue un momento muy feliz de mi vida, pero sin duda muy inesperado, porque yo no me he formado en la Schola, un centro que históricamente es relativamente autorreferente. En realidad, por eso no quería ni presentarme a las pruebas, pero finalmente mi pareja, Andrés Locatelli, me convenció para hacerlo. Para mí, después de cinco años ahí, sigue siendo una experiencia fantástica. Es una institución histórica, a pesar de lo cual no presenta una visión restrictiva de la música antigua, lo cual para mí es fundamental. Me gusta mucho también que el cuerpo de docentes tiene visiones muy distintas, pero compatibles, lo cual le aporta al estudiando una visión más amplia. El hecho de que sea un centro tan prestigioso permite construir clases de altísima calidad, con alumnos realmente excelentes. Estoy muy agradecido de lo que aprendo de todos ellos, porque, aunque es una obviedad, un profesor aprende la misma cantidad de cosas que enseña, de lo que le vuelve del estudiante. Cada día salgo muy enriquecido de las clases.
«En todos los siglos hay un enorme repertorio de gran valor artístico que, por miles de razones, no está representado lo suficiente».
¿La actividad docente le permite mantener una agenda de conciertos tan apretada como la suya? Lo comento, porque no sé si sabe que en España los profesores de conservatorio, en muchas comunidades, apenas disponen de permisos para poder tocar, por lo que la actividad como intérprete de estos se reduce de manera drástica. ¿Puede alguien que no toca asiduamente enseñar a un alumno a tocar y a prepararse para los escenarios?
La verdad es que creo que sí. Hay muchas maneras de enseñar y no es solamente el enseñante-ejecutor asiduo el que más vale. Son experiencias distintas. Conozco enseñantes muy buenos que no tocan conciertos, en muchos casos porque tienen miedo al escenario. Obviamente, un docente que tenga una actividad concertística está más al tanto de lo que está pasando y tiene algunas herramientas aprendidas en el campo de trabajo, muy útiles sobre todo a alto nivel. Si la carrera musical y la enseñanza no entran en conflicto de tiempo, creo que las dos cosas se ayudan recíprocamente. En muchos países es un requisito que los profesores tengan una actividad concertística muy sustanciosa. Es también simplemente una cuestión de visibilidad, porque un profesor visible en el mercado musical logrará atraer a más alumnos y desde más lejos. Personalmente estoy muy contento con mi clase también, porque es extraordinariamente internacional.
¿Es usted de referentes, es decir, hay figuras que le hayan inspirado para desarrollar su carrera como instrumentista y director?
Obviamente tengo muchos referentes, a todos los niveles. Con los años me doy cuenta de que algunos referentes más queridos que tengo son personas que nunca he conocido o que no he conocido bien. Andreas Staier o Reinhard Goebel son dos ejemplos. Otros que no he conocido son Frans Brüggen o Nikolaus Harnoncourt, unas enormes fuentes de inspiración. Otro es Carlos Kleiber, por ejemplo, en mi opinión el mejor director que jamás ha existido, o muchísimos pianistas de las viejas generaciones. Son figuras que me han fascinado y siguen inspirándome. En los repertorios que hago directamente intento no dejarme influir demasiado, por eso me gusta mucho cuando se me presentan partituras que no conozco, porque no tengo referentes previos.
¿Qué proyectos futuros importantes e ilusionantes le esperan a medio-largo plazo, que puedan ser desvelados?
Hay una inminente salida discográfica –aparte de la mencionada antes con obras para clave de Handel– junto a Il Pomo d’Oro, una grabación con Apollo e Dafne y Armida abbandonata, también de Handel, con las voces de Kathryn Lewek y John Chest, en el sello Pentatone. Más adelante saldrá, aunque estamos todavía trabajando en ello, el próximo volumen de los conciertos de Bach, con Andrea Buccarella en los conciertos para dos claves. Tengo un programa muy divertido de música contemporánea mezclada a música antigua con la soprano Anna Prohaska y el violonchelista Nicholas Altstaedt. Fue un proyecto que pudimos salvar de la pandemia y estrenar el pasado diciembre en Berlín, con estrenos mundiales de obras de Wolfgang Rihm y de Jörg Widmann, el cual vamos a llevar de gira en 2022. Es todo un reto para mí, toda música nueva que tuve que tocar al piano, celesta y percusión, también cantar, un montón de cosas. Este es el tipo de actividad que me gusta alternar con mi actividad habitual y que me obligan a salirme de mi zona de confort, ¡lo cual siempre es muy sano!
«Tengo muchos referentes, pero en los repertorios que hago directamente intento no dejarme influir demasiado, por eso me gusta mucho cuando se me presentan partituras que no conozco, porque no tengo referentes previos».
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