El ciclo de La Filarmónica acoge un concierto en el Auditorio Nacional, protagonizado por Elisabeth Leonskaja, Ádám Fischer y la Sinfónica de Düsseldorf
Emperatriz Leonskaja
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 6-IV-2022, Auditorio Nacional. Ciclo La Filarmónica. Concierto para piano nº 5, op.73 “Emperador” (Ludwig van Beethoven). Elisabeth Leonskaja, piano. Sinfonía nº 1, “Titán” (Gustav Mahler). Orquesta Sinfónica de Düsseldorf. Dirección: Ádám Fischer
A apenas una semana del magnífico concierto ofrecido por Teodor Currentzis al frente de la Sinfónica de Radio de Stuttgart, la temporada de La Filarmónica anunciaba otra atractiva cita musical a la que la cancelación del magnífico pianista Andras Schiff por culpa de una caída, no ha restado un ápice de interés, pues el ciclo ha logrado una sustitución de inmensa categoría, la georgiana Elisabeth Leonskaja. La orquesta Sinfónica de Düsseldorf con su titular al frente, el veterano director húngaro Ádám Fischer, volvía a la temporada de La Filarmónica después de su visita de hace tres años.
El piano, instrumento del que fue un auténtico virtuoso y que se encontraba en constante evolución en la época, es el núcleo instrumental sobre el que gira la producción musical de Beethoven y al que dedica una monumental serie de 32 sonatas, además de 5 obras concertantes. La última de ellas, el concierto llamado Emperador por el editor de la obra, - hábilmente, pues le otorga una enjundia, que le corresponde, y atractivo inmediato- consigue dar un paso más, después del espléndido cuarto, y se coloca como una de las composiciones fundamentales para piano concertante, además de un paradigma y modelo para el concierto para piano romántico.
El primer acorde orquestal introduce tres intervenciones del piano con aire improvisatorio y gran exigencia virtuosística, que la Leonskaya abordó con pasmosa seguridad y determinación, mostrándose sobrada de medios y técnica. Con un sonido de generoso caudal, calibrado, límpido y cristalino en las notas altas, la pianista Georgiana engarzó ese sonido madreperláceo mediante un fraseo fluidísimo, impecablemente torneado, con amplia gama dinámica, además de acentos y carácter. El tono marcial y grandioso, el diálogo-pulso con la orquesta y la hondura virtuosística fueron expuestos de manera primorosa por una Leonskaja, que fue capaz, por supuesto, de cantar primorosamente la sublime melodía del segundo movimiento, recogiéndose a la intimidad del nocturno con plena ductilidad y dotando de lirismo de altos vuelos al bellísimo pasaje. Sin solución de continuidad, la Leonskaya se zambulló en el brillantísimo Rondò con deslumbrante capacidad virtuosística, un apabullante dominio de la digitación demostrada en los pasajes vertiginosos, que surgieron nítidos y transparentes. Todo ello se combinó con una total independencia y amplia dimensión sonora de la mano izquierda y arrollador ímpetu rítmico, con los que la excelsa pianista georgiana expresó el tono triunfante y luminoso de este tercer movimiento, pues, ante todo, la alegría de vivir, su pasión por la música y anhelo de seguir creando obras inmortales se imponían sobre la amargura de un Beethoven, ya condenado a un mundo de silencio y angustia existencial. Atento y pleno de oficio fue el acompañamiento de Fischer al frente de una orquesta de estimable nivel, pero no excelsa.
El veterano y de sólida trayectoria director húngaro, en la línea de la novena escuchada en su anterior visita al ciclo, planteó una primera de Mahler alejada de la exaltación emocional de otros planteamientos y centrada en la construcción y capacidad analítica. Sin negar logrados momentos y un estimable acabado, aún desde los citados presupuestos la interpretación escuchada tuvo sus carencias. Fischer ofreció una Titán equilibrada, con tempi coherentes y muy bien tocada por una notable orquesta, pero faltó gama de colores, carga emotiva y una mayor fantasía, tanto en el fraseo como en las transiciones. Esos contrates propios de la fusión entre sinfonía encuadrada en la tradición y poema sinfónico, ya presentes en el primer movimiento, no terminaron de subrayarse, con un amanecer de la naturaleza bien reproducido por la orquesta, pero falto de un punto de misterio. El segundo movimiento discurrió sin hilazón con una batuta de Fischer un tanto rígida, avara en el uso del rubato, fundamental para los aires danzables del ländler. El desarrollo de la sinfonía fue a más con un tercer movimiento en que las melodías de origen liederístico fueron expuestas con esmero, refinamiento y vuelo lírico, pero ayuno de variedad y contrates dinámicos en las reiteradas repeticiones para crear mayor tensión en los clímax. Del mismo modo, en el cuarto capítulo expuesto con brillantez y una estupenda prestación de las trompas, se echó en falta un mayor realce de los contrastes Mahlerianos. Esa alegría y explosión de luminoso júbilo, que aflora una y otra vez, pero no logra imponerse hasta el final. Un cierre que, efectivamente, sí resultó radiante y suficientemente espectacular. El público recibió este rutilante final con ovaciones, que fueron premiadas con la famosa Danza húngara nº 5 de Brahms como propina. Gran parte de la audiencia, sorprendentemente, acompañó con palmas los primeros acordes de la pieza, como si fuera el concierto de año nuevo de Viena, pero, afortunadamente, Fischer cercenó de raíz tal intento con un gesto tan claro, como rotundo y severo.
No terminaré esta reseña sin incidir en que el público ya ha perdido «el miedo a toser», que se apreciaba en plena pandemia y que los desalmados de los móviles sin silenciar o apagar siguen campando a sus anchas, además de sumar a su vileza una rara habilidad para que suenen en los peores momentos. Lamentable.
Foto: Marco Borggreve
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