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Crítica: Eliahu Inbal y Augustin Hadelich con la Sinfónica de Castilla y León

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Autor: Agustín Achúcarro
28 de mayo de 2018

Entre el corazón inteligente de un director y el arte de un violinista

   Por Agustín Achúcarro
Valladolid. 25-V-2018. Auditorio de Valladolid, Sala sinfónica. Temporada de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Sinfonía Nº25 en sol menor, KV 183/173dB de Mozart, Concierto para violín y orquesta en mi menor, op. 64 de Mendelssohn-Bartholdy y la Sinfonía Nº8 en sol mayor, op.88 de Dvořák. Solista: Augustin Hadelich, violín. Director: Eliahu Inbal.

 Podría resumirse lo conseguido en este concierto con una frase que incluyera palabras como emoción, melodía, matiz y color.  Y a partir de ahí  argumentar por qué la OSCyL y el director Eliahu Inbal pudieron llevar en ciertas facetas la música hasta un punto tan elevado y  sorprender con obras tan conocidas.

   Y eso se produjo desde la obra inicial, la Sinfonía nº 25 de Mozart. Cuánta transparencia, qué articulación tan flexible y qué manera de crear claroscuros. El primer movimiento fue capital, y se impuso una suerte de agilidad, un tiempo brioso, que conllevaba sonidos transparentes y coloraciones oscuras, en un movimiento vital, con contrastes entre piano y forte muy sugerentes. La gran labor que el director hizo con esta sinfonía residió en centrarse en lo que supone desde el punto de vista de  progreso creador y hacerlo de una manera sutil y constante.

   En el Concierto para violín de Mendelssohn el solista Augustin Hadelich se convirtió en un protagonista de primer orden. Y no tanto por las cosas que hizo maravillosamente bien, que también, con un sonido de una nitidez deslumbrante y una coloración espléndida, sino por esa capacidad para llevar el desarrollo de la obra con una lógica palmaria, dándole a cada pasaje un sentido, lo que permitió disfrutar de su intervención tanto desde un punto de vista total como por pasajes, en una frase o en un único sonido. Inbal y la orquesta estuvieron ahí, dándole su primacía al violín o sumándolo a la orquesta, según se requiriera. Hadelich, con un sonido indescriptible, alcanzó de manera increíble una mezcla de claridad formal clásica con un romanticismo que se apoderaba de la música. Volvieron a ser también bazas de esta versión los matices y los contrastes, los momentos líricos, los sonidos casi imperceptibles y ligados, la agitación que pedía premura a la orquesta y al solista o la sensación que producía el moverse entre el vigor y la delicadeza.

   Llegados a la Sinfonía nº8 de Dvořák, esa obra por la que Inbal siente cierta predilección por su autenticidad, presidió la naturalidad. Sí, es muy conocida, de hecho la OSCyL antes de ésta la había interpretado 9 veces, incluso bajo la dirección del propio Inbal, y precisamente eso no resultó un obstáculo para que se diera esa sensación de equilibrio interno que le es propia a la obra. Y una vez más los detalles, por muy nimios que pareciesen, como ese dúo de clarinetes que sonó poblado de armónicos, constituyeron el punto de partida de la interpretación. Orquesta y director fueron fieles a los momentos íntimos, que surgen desde el primer movimiento, al carácter tan afirmativo de los tutti orquestales, y su manera de crecer y recogerse. Pero más allá de todo, habrá que considerar la capacidad de Eliahu Inbal y de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León para quitarse de encima la rutina y mostrar emotividad con un desparpajo que propició un fluir desenvuelto del sonido, como en el último movimiento con sus variaciones tan evocadoras en medio de un ambiente desenvuelto y alegre. Y ahí, más allá de otras consideraciones, radicó la grandeza de lo que Inbal y la OSCyL consiguieron con su versión de esta sinfonía, que resultó ejemplar por su frescura y su ya comentada naturalidad expresiva.

Foto: OSCyL

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