Por Giuliana Dal Piaz
Toronto 5-02-2017. Four Seasons Centre. Temporada de Ópera de la Canadian Opera Company. El Crepúsculo de los dioses, de Wagner. Christine Goerke, Andreas Schager, Martin Gantner, Ain Anger, Robert Pomakov, Danika Lorèn, Lauren Eberwein, Lindsay Ammann, Karen Cargill, Ileana Montalbetti. Dirección musical: Johannes Debus. Director de escena: Tim Albery. Escenas y vestuario: Michael Levine. Director de Luces: David Finn. Maestra del Coro: Sandra Horst. Orquesta y Coro de la Canadian Opera Company de Toronto.
En su momento (2004-2006), la Canadian Opera Company inauguró su nueva sede, el “Four Seasons Centre”, exactamente con el ciclo del Anillo. Diez años después, la compañía pone nuevamente en cartelera la ópera final del ciclo –sin embargo, ideada y esbozada por Wagner como primer título, a pesar de completarla después de haber escrito las demás– con la misma puesta en escena e iluminación de entonces, pero con un cast totalmente nuevo. Dirige la orquesta el maestro Johannes Debus, joven concertador alemán y también director musical de la Canadian Opera Company. El director Tim Albery acepta escenas y vestuario de Michael Levine en una visión muy minimalista del mundo “después-de-los-dioses”.
El cuento del Anillo se detuvo al final de la ópera anterior, Siegfried, cuando el ingenuo héroe que desconoce el miedo y derrotó al dragón apoderándose del anillo y del hielmo de los cuales no imagina los poderes mágicos, llega hasta una montaña cuya cumbre, rodeada de llamas, guarda el sueño de Brunilde, walquiria rebelde. A los pies de la montaña, Sigfrido encuentra al dios Wotan, padre de los dioses y de las walquirias, que intenta cerrarle el paso, pero Sigfrido lo derrota, quebrando la lanza símbolo de su poderío. Sigfrido despierta a Brunilde de su sueño y le declara su amor, haciendo de ella una simple mujer. Es el inicio del final para el reino de los dioses.
En la ópera que cierra el Ciclo del Anillo, los dioses no vuelven a aparecer sino en las palabras de las Nornas –que dan un breve recuento de todos los antecedentes– y de Waltrute, otra walquiria que intenta convencer a Brunilde a devolver el anillo a las ninfas del Reno para acabar con la maldición que lo acompaña. La acción se desarrolla completamente en el mundo de los humanos, donde las huellas del mundo mágico anterior sobreviven en Hagen, hijo del enano Alberich y medio hermano de los hermanos reales Gibicunghs, Gunther y Gutrune, y en la poción que destruye la memoria de Sigfrido. No recordando ya a Brunilde y su reciente pasado, el héroe se enamora de Gutrune, y, para obtenerla en matrimonio, se presta a impersonar al pávido Gunther (que a su vez quiere para sí a la mítica walquiria) conquistando a Brunilde en su lugar. Sólo después del doble matrimonio – Gunther y Brunilde, Sigfrido y Gutrune – y de la venganza que Brunilde reclama delatando el único punto débil del héroe, Hagen le permitirá recobrar la memoria antes de matarlo a traición.
A excepción de unas cuantas ideas muy acertadas –los focos rojos de intensidad variable, que pueden indicar tanto la luz que las Nornas atisban al amanecer como el círculo de fuego que rodea la roca de Brunilde; los escombros de edificios y otros objetos, que se encienden de luz escarlata para la hoguera final; el juego de colores, blanco-negro-rojo, en vestuario y decorado–, la puesta en escena y la consecuente atmósfera lucen achatadas y decepcionantes. La “roca de la walquiria” es al fin y al cabo una cama desecha ante la cual se dicen adiós Brunilde y Sigfrido, sucesivamente reemplazada por una mesita y dos sillas plegadizas para el encuentro entre la protagonista y Waltraute (la mezzo-soprano escocesa convence muy poco, tanto en este papel como en el de la segunda Norn). Es como si los realizadores hubieran querido enfatizar el contraste entre la belleza y grandiosidad de la música wagneriana y una puesta en escena de lo más esencial: esto puede resultar una idea fantástica, a condición de seguir transmitiendo una sensación de opulencia y poder, puesto que Gunther y Gutrune son la familia real de los Gibichungs, es un reino humano, pero aún reino, sede del poder perdido por los dioses. Son en cambio muy humildes y en tono menor todas las escenas, incluso el funeral de Sigfrido con el fratricidio de Hagen: sólo la escena de la inmolación transmite cierta solemnidad, gracias a la personalidad de la protagonista. La del segundo acto se me antojó la escenografía más desafortunada (esos largos neones, que se encienden en número mayor o menor, según lo pide la escena, que irán bajando hacia el escenario cerrando claustrofóbicamente la atmósfera del reconocimiento de Sigfrido en el tercer acto), con Gunther y Hagen que no sólo visten sino actúan también como burócratas de una escualida empresa, y Gutrune que parece más bien la secretaria del ejecutivo que la hermana del rey. Igualmente ineficaces, desde el punto de vista teatral, aparecen el encuentro nocturno entre Hagen y Alberich – sentados tras un escritorio en la media luz – y el sombrío, poderoso monólogo “Hier sitz’ ich zur Wacht” de Hagen, que sigue con su vela sin levantarse del silloncito rojo de oficina... Me pareció discutible también, en el tercer acto, la idea de transformar la enorme mesa de reuniones en una tarima para el coro y los demás personajes, entorpeciendo así la subida y bajada de todos pero especialmente de Christine Goerke, una no agilísima Brunilde; y más torpe aún el inexplicable ir y venir de chaquetas y lanzas de los hombres que se arman tras la llamada de Hagen.
La dirección orquestal de Johannes Debus es impecable, trae a la mente el estilo meditativo y sombrío de von Karajan y Barenboim más que el rutilante de Georg Solti; la tesitura fónica y expresiva es más que correcta, así como el dominio de los matices que demuestran miembros del coro e instrumentistas (en especial óboes y percusiones). Christine Goerke, que ya había interpretado a Brunilde con la COC en Die Walküre (2015) y en Siegfried (2016), es hoy en día una de las mejores intérpretes de este personaje, una soprano que no persigue tanto la potencia vocal sino más bien una línea musical suave y coherente que no presenta fallas. El Sigfrido de Andreas Schager muestra desenvoltura y jactancia, su voz es de buen timbre lírico, que se vuelve algo metálico en las notas más altas; teatralmente es aceptable, con unas pocas fallas (Bernard Shaw definía al tenor uno “que anuncia con muchos compases que se está muriendo hasta que por fin lo hace de verdad”...). El bajo de Ain Anger –a pesar de no ser el mejor Hagen que podamos mencionar– hubiera sido trágico y malvado en la justa medida si la dirección teatral no lo hubiera transformado en un imbele empleado. Martin Gantner es un barítono de gran experiencia, con una voz eficaz y segura, pero su Gunther es demasiado incoloro, más que no lo pida un personaje tan acomplejado y dudoso. Ileana Montalbetti es una buena tercera Norn, una joven soprano prometedora que, en esta débil Gutrune, no demuestra su potencialidad. Discreto Robert Pomakov como Alberich, así como las cantantes que interpretan los papeles menores.
Fotos de escena de Michael Cooper (MC) e Chris Hutcheson (CH)
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