Crítica de la ópera El jacobino de Dvorak en la Ópera Janacek de Brno, bajo la dirección musical de Jakub Klecker
Años atrás, la ópera era así
Por Pedro J. Lapeña Rey
Brno. 26-XI-2023. Národní divadlo Brno. Jakobín - El jacobino (Antonín Dvořák / Marie Červinková-Riegrová, basado en En la corte ducal de Alois Jirásek). David Szendiuch (El conde Vilém de Harasov), Roman Hoza (Bohuš), Pavla Vykopalová (Julie), Petr Levíček (Benda), Aleš Briscein (Jiří), Lucie Kaňková (Terinka), Jan Šťáva (Filip), Tadeáš Hoza (Adolf), Jitka Zerhauová (Lotinka). Orquesta y coro del Teatro Nacional Janáček de Brno. Director Musical: Jakub Klecker. Dirección de escena: Martin Glaser.
Hubo un tiempo en que asistir a la ópera era una gozada. Había música, buenos cantantes que antes de subirse al escenario tenían los papeles en regla, y directores de escena que una vez visto el libreto, podían interpretarlo mas o menos, pero lo que el espectador veía era lo que -o al menos algo muy parecido a lo que- el compositor y el libretista habían ideado. Las oberturas eran oberturas, a telón cerrado, para entrar en contacto con la música. Los espectáculos desprendían elegancia aunque la trama fuera sórdida. Había respeto y cuando «no pasaba nada», te recreabas en la música. Luego vino el «koncept», y se acabó la diversión. La vida es muy cruel por lo que la ópera debe serlo mas. Da igual si el cantante canta o no. Siempre hay que inventarse algo diferente a lo que compositor y libretista idearon y además debe ser desagradable, miserable, oscuro y feo, eso sí, derrochando y despilfarrando el dinero, que «papá estado» nos subvenciona, y los que les gusta la ópera son unos esnobs. ¡Ah! Y cuando «no pasa nada», te meto en escena 10 figurantes o 20 bailarines que se mueven al compás de cualquier cosa, menos de la música, y no paran de distraerte. En fin, aún a riesgo de parecer carca y convencido de que me estoy haciendo mayor, cuando asisto a una función como la del domingo 26 en el Teatro Nacional Janáček de Brno, se me saltan las lágrimas de alegría y emoción. Una obra no vista en vivo hasta la fecha, donde músicos y cantantes están a alto nivel, y la escena es atractiva, colorista y elegante, es algo que cada día cuesta más ver y hay que valorar en su justo término.
El jacobino (en checo, Jakobín) es la sexta de las diez óperas de Antonín Dvořák. Se estrenó en 1889 y la revisó en profundidad en 1897, cuando tras la muerte de Brahms se convirtió en el músico mas famoso del momento, y tras haber triunfado con sinfonías, oratorios, canciones y música de cámara. La ópera se le resistía a pesar de ser un género por el que sentía un cariño especial. No es que no tuviera éxito, ya que casi todas ellas lo habían tenido, pero ninguna dio el salto a la escena internacional como sí lo hacían sus demás composiciones. En 1881, empezó a trabajar en la partitura de Dmitri con Marie Červinková-Riegrová, mujer culta y con talento musical y artístico, y como trabajaron muy bien juntos, Dvořák le pidió otro libreto, esta vez para una ópera cómica a desarrollar en una pequeña ciudad checa de mediados-finales del siglo XVIII. Quería que sus recuerdos de la infancia, los vividos en su ciudad natal Nelahozeves, con sus habitantes buenos y malos, sus peripecias, y esas melodías populares eternas, afloraran en la obra con la figura de su maestro de música, Antonin Liehmann, y su hija Terinka, como aglutinador. Esas melodías inolvidables para los que las han vivido, esencia de la música popular checa -y de cualquier otro país- aparecen una y otra vez, y de hecho ayudan -como no podía ser de otra manera- a que la trama termine bien. El trabajo fue arduo y duradero. Dvořák, ya famoso, trabajaba en varios frentes a la vez, y se sucedieron varios libretos sin que ninguno terminara de convencerle. La insistencia de la Sra. Červinková-Riegrová dio sus frutos al enfrentar al compositor con sus recuerdos, y finalmente la obra se estrenó con gran éxito en el Teatro Nacional de Praga en febrero de 1889.
La trama nos cuenta la historia de Bohuš, el hijo perdido de un conde que, aparentemente, se fue a luchar con los jacobinos de la Revolución francesa, y que regresa a su pueblo natal. Mencionar en aquella época a los jacobinos era un «delito de lesa majestad», por lo que su padre le repudia, y va a nombrar heredero a su sobrino Adolf con la ayuda de Filip, el burgomaestre de la ciudad. Inicialmente, Bohuš solo cuenta con la ayuda de Julie, su mujer, pero la pasión que demuestran al cantar junto al coro del pueblo las canciones populares convence a Benda, el maestro y director del coro, para ayudarles a descubrir la verdad. Para ello cuenta con su hija Terinka, su amado Jiří, y Lotinka, el ama de llaves del castillo, que en su día «acunó en sus brazos al joven príncipe». Cuando entre ambos consiguen que Julie se encuentre con el conde, ésta canta una canción que la difunta condesa solía cantarle a Bohuš cuando era niño. Le cuente además como en sus días de exilio en Francia, las canciones y melodías checas eran su fuente de inspiración diaria, y además, su hijo no solo no apoyaba a los jacobinos sino que estos le habían condenado a muerte. Suficiente para que el conde perdone a su hijo y el final feliz sea un hecho. La música de Dvořák es una gozada. Intensa, bella, con una melodía tras otra, con arias y dúos redondos, corales atractivos y plagada de vigorosos concertantes.
Martin Glaser, el director actual de la Ópera nacional de Praga, y su equipo -Pavel Borák en la escenografía y David Janošek en el vestuario- nos ofrecen una joya para los sentidos. Con un profundo respeto al libreto, la producción es elegante, sencilla, clara, colorida, visualmente muy atractiva, y da una imagen idílica del mundo rural, donde el pueblo checo, su gente y su música son los verdaderos protagonistas. El escenario se llena de pequeños montículos en forma de olas que simulan el pueblo y la colina del castillo. El pueblo se llena de casas pequeñas que me recordaron a los preciosos Maestros cantores de Graham Vick de los años 90 en el Covent Garden. Nadie se rasga las vestiduras porque el amor, la sinceridad y la honestidad ganen, y la calumnia, el engaño y la mezquindad pierdan. Y no, no hubo ninguna historia paralela que busque lo que no hay que buscar, ni que interprete lo que no hay que interpretar. Un bravo por ellos.
El elenco vocal, poblado de miembros de la compañía, fue más que notable. No hay ningún papel extenuante por lo que todos tienen su momento de gloria. El tenor Petr Levíček fue un entrañable Benda, aglutinador de unos y otros, y la verdadera autoridad moral. La voz no es grande y por arriba va justito, pero es atractiva, con color, y con una emisión irreprochable. Por su parte, las dos “parejas” fueron sobresalientes. Aleš Briscein, que suma un papel tras otro tanto en Praga como aquí en Brno, volvió a sorprender con un Jiří pletórico, imponente, con metal en el agudo, siempre dispuesto a enfrentarse al burgomaestre, que también quiere como esposa a Terinka. Ésta, Lucie Kaňková, radiante, con una voz fresca y natural, sana, bien emitida y mejor proyectada en todos los registros, fue la viva imagen de la bondad y la ternura. No entiende ni soporta a las malas personas. La pareja de nobles, Bohuš y Julie fueron conmovedores, transmitiendo tanto la alegría de vivir, como sobre todo la melancolía del destierro y la esperanza del retorno. El barítono Roman Hoza exhibió unos medios discretos pero perfectamente manejados, con un timbre atractivo aunque algo corto, mientras que Pavla Vykopalová Vykopalá, técnicamente impecable y con un agudo brillante y cristalino, fue su partenaire perfecto tanto en el dúo con Bohuš como en la canción checa con la que se gana a su suegro. Éste, el conde, el bajo David Szendiuch, fue claramente a mas durante la función. Su voz grave y rotunda, claramente aterciopelada, fue ganando enteros, y sobre todo fue encomiable su transformación de un conde inflexible en un padre amargado. La veterana contralto Jitka Zerhauová fue una impecable Lotinka capaz de emocionarnos con su preciosa canción sobre la infancia de Bohuš.
Los malos también estuvieron bastante bien servidos. El bajo Jan Šťáva mostró carencias en el registro grave aunque solventa su papeleta dignamente. Sin embargo, escénicamente borda un burgomaestre mezquino y abyecto, que no deja de ser astuto y sagaz, y de tener su punto de gracia. Una especie de diablillo mayor que se quita de en medio enemigos con facilidad y que siempre busca la cercanía al poder. Un poder que aquí encarna Adolf, el sobrino del conde. El bajo-barítono Tadeáš Hoza, de voz interesante y broncínea aunque algo corta, trata de ganar la partida con malas artes, pero al final ve como se va todo por la borda.
En el foso, Jakub Klecker, con su dirección vibrante y emotiva fue el auténtico catalizador de la función. La orquesta, sólida y segura, tanto en tutti como en sus múltiples escenas solistas nos ofrecieron una música de Dvořák vibrante, con sus danzas contagiosas. Acompañó magistralmente a los cantantes dándoles el vuelo y el sustrato adecuado y sacó una actuación equilibrada, precisa y estimulante del coro, al que se sumó también el Coro de Niños de Brno.
El éxito fue grande, muy grande, con el público que prácticamente llenaba el teatro puesto en pie durante cerca de 10 minutos. En el tren de vuelta a Viena mi sonrisa de oreja a oreja me delataba, y me recordaba muchos viajes de mi juventud en que la ópera era así.
Fotos: Ópera Janacek de Brno
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