Bolonia pasa por ser la ciudad wagneriana por excelencia en Italia, ya que aquí se estrenaron en el Bel Paese el Lohengrin y el Holandés, o mejor dicho Il vascello fantasma, puestos a aceptar el título italiano tomada prestada de los franceses. Esa tradición ha tenido y sigue teniendo un séquito de seguidores, y en esta temporada, la del "bicentenario", no se podía dejar de lado el compositor alemán que, precisamente aquí, con una pizca de polémica hacia la cercana Parma y en abierta rivalidad con Verdi (considerado el uno "antiguo" y el otro "moderno"), cosechó sus primeros itálicos triunfos. Éxito que ha alcanzado también esta bonita producción del Holandés que tuvo su bautizo precisamente en la sala del Bibiena, o sea el precioso Teatro Comunale, en 2010, y que tras haber recorrido alguna que otra ciudad y teatro -en Milan estuvo dirigida por Muti en el Teatro Archimboldi mientras duraba la reforma de la vieja Scala, y más de uno la añoró precisamente viendo el bodrio de la última edición por firma de Homoki- vuelve dichosamente al escenario donde se estrenó. Un ejemplo, a costa de repetir más que el ajo, que en tiempos de crisis debería ser respetado: el de repetir, reponer producciones exitosas ahorrando dineros en nuevas producciones, da igual que sean importadas, que no añaden nada a lo ya visto o, peor, no respetan la idea original del autor. Yannis Kokkos, que firmó por completo la producción, ideó una escena única, sencilla, dominada por un grandísimo espejo inclinado en el fondo, donde con ilusión óptica y la perfecta iluminación, en este caso realizada por Guido Levi, se refleja duplicando el coro en las escenas de masa y con proyecciones en trasparencia se obtienen efecto oníricos al vislumbrarse el buque fantasma y su esperpentica tripulación, siendo los figurantes en realidad situados por de bajo del escenario y abriéndose el mismo con una grande trampilla cuadrada, invisible desde la platea y los palcos
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