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Crítica: «El holandés errante» en Bayreuth

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Autor: Xavier Borja Bucar
16 de agosto de 2023

Crítica de la ópera El holandés errante [Der fliegende Holländer] en el Festival de Bayreuth, bajo la dirección musical de Oksana Lyniv y escénica de Dimitri Tcherniakov

«El holandés errante» en Bayreuth

Puro teatro


Por Xavier Borja Bucar
Bayreuth, 4-VIII-2023. Bayreuther Festspielhaus. Richard Wagner: Der fliegende Holländer. Michael Volle (Der Holländer); Elisabeth Teige (Senta); Georg Zeppenfeld (Daland); Tomislaw Mužek (Erik); Attilio Glaser (Der Steuerman); Nadine Weissmann (Mary). Coro y Orquesta del Festival de Bayreuth. Dirección coral: Eberhard Fiedrich. Dirección musical: Oksana Lyniv. Dirección escénica: Dimitri Tcherniakov.

   Si contemplar el mar puede apaciguarnos, tal vez se deba a que nada podemos frente a él. Su inmensidad nos resigna a tomar consciencia de nuestra insignificancia, vuelve vana nuestra voluntad. De ahí que el mar haya devenido una socorrida representación del fatalismo, y a ese tenor, Die fliegende Holländer y Tristan und Isolde quedan hermanadas en una imprevista dilogía. Ambas cuentan historias de personajes atados a un destino y esa inexorabilidad se cifra, en una y en otra, en el mar como elemento omnipresente.

   Con todo, no pueden obviarse las diferencias que separan a Die fliegende Holländer de Tristan und Isolde. La segunda se extiende hasta las cuatro horas de duración; la primera no rebasa las dos horas y media. La segunda es un drama musical; la primera es todavía –así lo indica Wagner– una ópera romántica. La segunda suele ser vindicada como el momento inicial de la modernidad musical; la primera es la más antigua entre las obras que componen el canon de Bayreuth. Ahora bien, todas estas diferencias –indiscutibles– pueden verse subvertidas sobre las tablas, pues ahí rige la interpretación, que crea, recrea y transforma. Y así ocurrió que, el autor de estas líneas, después de Tristan und Isolde, fue a encontrar la modernidad en Die fliegende Holländer.

   De ello fue responsable primordialmente el montaje de Dimitri Tcherniakov, estrenado un par de años atrás, y que asume el riesgo –muy discutible, por cierto– de cambiar por completo lo que cuenta el libreto. Porque el Holandés ya no es aquí el hombre que invocó al diablo y, por ello, es condenado a vagar por los mares en busca de la redención en el amor fiel de una mujer, Senta, que Wagner concibe como una mujer subordinada al destino del Holandés, es decir, como la encarnación de un identidad femenina necesariamente pasiva. Por el contrario, la historia que nos cuenta Tcherniakov se sustenta en el propósito de dotar a Senta de voluntad, de una voz autónoma y contestataria.  Para ello, el director ruso convierte el anhelo de redención del Holandés en un anhelo de venganza, cuyo motivo se nos explica al hilo de la obertura, transformada por Tcherniakov en un prólogo escénico.

   Empieza la obertura y sobre una pantalla se proyecta el siguiente subtítulo: «Al der sonderbare, immer wiederkehrnde, traum des H». («El extraño y recurrente sueño de H».). A continuación, con la apariencia sugestiva de una película muda a todo color, la historia de una madre soltera de un pueblo o ciudad de provincias que se ve empujada a prostituirse y que es repudiada por un hombre al descubrir que tiene un hijo. Al repudio del hombre se suma el de todo el pueblo. La opresión es insoportable y la mujer se ahorca ante los ojos del niño. Al final de esta historia, vuelve a proyectarse un subtítulo: «H. kehrt nach vielen jahre in seine heimadstadt zurück». («H. regresa a su ciudad natal después de muchos años»), y comprendemos que el niño es H. el Holandés. La venganza la entenderemos justo a continuación, cuando al inicio del primer acto descubramos en Daland, padre de Senta, al hombre que había repudiado a la madre del niño.

   Ya en el segundo acto, Tcherniakov nos descubre a Senta como una adolescente que no busca otra cosa sino emanciparse de un ambiente opresivo que empieza en su hogar y se extiende a todo el pueblo. Se trata de una podredumbre moral escondida tras una burguesa apariencia de ejemplaridad, que tiene en Daland la representación más hiriente: este presunto frecuentador de prostitutas se oculta tras la imagen de un bonachón padre de familia que, no obstante, no vacila en vender su hija al mejor postor, tal el Holandés, que le ofrece a cambio un tesoro.

   En ese Holandés, arrastrado por el odio hacia un destino criminal, Senta encontrará una figura que transgrede el clima irrespirable de su entorno. El Holandés significará para ella una promesa de emancipación y nada la detendrá en su determinación soberana de unirse al destino de ese hombre oscuro, ni siquiera las advertencias de Erik, un personaje que ya Wagner concibe indisimuladamente como un mojigato y que Tcherniakov presenta, sin piedad, como la quintaescencia del ex plasta, un cansino irreductible cuyos irritantes gimoteos no pueden sino irritar a Senta. 

   Al final, cuando el Holandés haya consumado su terrible venganza, será otra mujer la que salve a Senta de unirse al destino del criminal. Mary, a quien Tcherniakov convierte en madre de la chica, aparecerá providencialmente, escopteta en mano, para descerrajarle al Holandés un tiro mortal. 

   Se podrá acusar de ilícita la propuesta de Tcherniakov. Se le podrá recriminar al director ruso que, si quería contar una historia distinta, no habría tenido más que crear, a ese tenor, una ópera nueva. Habrá, por último, que admitir los inevitables desajustes literales del texto de Wagner con la historia de Tcherniakov. Con todo y con eso, el director ruso ha logrado crear un relato vibrante, lleno de tensión teatral y que se amolda por completo a la narrativa wagneriana en el aspecto propiamente musical, pues Die fliegende Holländer, compuesta casi de un solo aliento, es, en el conjunto de las creaciones de Wagner, una obra insólitamente visceral, de acción precipitada sin resuello, y Tcherniakov sabe muy hábilmente aprovechar ese carácter para explicar su historia.

   Para ello, Tcherniakov contó con la complicidad inestimable de Oksana Lyniv desde el foso. La directora ucraniana, quien en el estreno de esta misma producción se convirtió en la primera mujer en dirigir una representación en Bayreuth, convirtió a la orquesta del festival en una amenazante tormenta oceánica. La interpretación de Lyniv fue de una implacable vigorosidad, violenta y punzante, pero precisa, sin menoscabo de la perfecta concertación de todos los elementos y atenta, por tanto, al buen acompañamiento de los cantantes. No obstante, la Lyniv supo también acomodarse a las partes más serenas de la partitura, como la escena inicial del segundo acto. En términos generales, el trabajo de la directora ucraniana fue prodigioso, y así lo entendió el público, que la ovacionó al final con ardiente entusiasmo.

   En lo vocal, la representación se benefició de un reparto sólido, encabezado, en este caso, por la Senta de Elisabeth Teige. La soprano noruega exhibió una voz de bello timbre, pese a algunos sonidos fijos y un vibrato particular. La emisión fue siempre firme, con un registro agudo sano y resplandeciente. Colmó su interpretación con una presencia escénica vibrante, absolutamente implicada con su personaje.

   Por su parte, Michael Volle fue un Holandés enormemente sugestivo, que supo dar cuenta de la particular concepción del personaje propuesta por Tcherniakov. Intérprete experimentado donde los haya, Volle llenó en escenario con su presencia y exhibió, en lo vocal, unos medios puntualmente algo cansados, pero plenamente suficientes y beneficiados por un fraseo siempre incisivo. 

   A su lado, Georg Zeppenfeld no tuvo ningún problema para defender el rol de Daland. Vocalmente, el bajo alemán mostró una holgura enorme, mientras que en plano teatral, volvió a demostrar que es un actor portentoso, capaz de mostrarse abyecto en el prólogo silente, como bonachonamente distendido en la escena inicial del primer acto, junto a sus marineros.

   Grata sorpresa fue la de Tomislaw Mužek a cargo de un rol ingrato como el de Erik, a quien Wagner reserva intervenciones de enormemente líricas, pese a la antipatía del personaje. Mužek exhibió, a propósito, de tenor lírico de atractivo esmalte y proyección desahogada. Al cabo, quien escribe no tuvo más que pensar en que bien haría el festival en encomendar a ste tenor un rol como Siegmund, en lugar de obstinarse incomprensiblemente en Klaus Florian Vogt.

   Completaron el reparto Attilio Glaser, un correcto timonel, y Nadine Weissmann, cuya voz delató no estar, ni mucho menos, a la altura de formar parte un reparto en Bayreuth.

   Ya para terminar, mención especial merece el extraordinario trabajo del coro del festival, bajo la dirección de Eberhard Fiedrich. Si la partitura reserva al coro una enorme protagonismo, la actuación del conjunto estable de Bayreuth fue abrumadora, la guinda de una representación teatralmente irresistible.

Fotos: Festival de Bayreuth / Enrico Nawrath

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