Por Raúl Chamorro Mena
Madrid. 4-XI-2019. Teatro Real. L’elisir d’amore (Gaetano Donizetti). Brenda Rae (Adina), Juan Francisco Gatell (Nemorino), Erwin Schrott (Dulcamara), Alessandro Luongo (Belcore), Adriana González (Giannetta). Orquesta y coro titulares del Teatro Real. Dirección musical: Gianluca Capuano. Dirección de escena: Damiano Michieletto.
Una de las principales muestras de la genialidad de Gaetano Donizetti es su capacidad para asumir unas estructuras, unas convenciones, un andamiaje, que hereda en la ópera italiana de la época -en la que llegará a ocupar un puesto absolutamente fundamental dentro del melodrama romántico decimonónico- y sin llegar a alterarlas, ni a quebrarlas, sí violentarlas, retorcerlas, con su propio sello y personalidad en la búsqueda de una cada vez mayor fuerza y viveza teatral para poder destacar en un ambiente caracterizado por una competencia feroz. La ópera buffa, fundamental dentro de la lírica italiana, disponía también, por supuesto, de un armazón labrado en una gran tradición (Pergolesi, Scarlatti, Cimarosa, el propio Mozart …), un género que Rossini llevó a lo más alto equiparándolo a la ópera seria e incluso atrayendo a los cantantes propios de dicho repertorio considerado más elevado, suntuoso y áulico al más popular e igualitario género cómico.
Seguramente no sea cierto que Donizetti creara L’elisir d’amore en un par de semanas, pero la deslumbrante fecundidad del bergamasco no está en discusión, tampoco su talento para, prácticamente, reconducir una ópera buffa en melodrama romántico. Efectivamente, las convenciones y estructuras de la ópera cómica están ahí, pero se retuercen, se fuerzan y combinan con ropajes propios de la ópera romántica con la pasión amorosa como base esencial. De tal manera, que un encargo, en principio, de importancia secundaria (para el Teatro della Canobbiana, uno de los recintos milaneses que intentaban competir con la primacía del Teatro alla Scala) y que el Bergamasco hubo de atender con premura, se convirtió en un éxito absoluto, una obra maestra, emblema de la ópera italiana, uno de los títulos más representados de cualquier teatro y con un aria cuya popularidad ha trascendido al género y lo representa, junto a algunas otras piezas más, universalmente.
L’elisir de la Regina Isotta, el filtro mágico, del que un sencillo e iletrado pueblerino, pero de corazón puro y noble,ha oído hablar a su idolatrada Adina, -que a diferencia de él sabe leer, es muy despabilada y es la persona con mayor formación cultural que conoce- y del que pretende valerse ingenuamente para lograr el amor de su esquiva, segura de sí misma y un tanto frívola enamorada. Ingenuidad, inocencia, pureza de sentimientos, naturalidad y como base de todo, el canto, así como la melodía por encima de la armonía, fundamento del belcanto y durante un gran período de tiempo,de toda la ópera italiana.
Emparedada entre el Don Carlo que inauguró temporada y ese acontecimiento que será el estreno de Il Pirata de Bellini en el Teatro Real con un primer reparto, a priori, de gran nivel, esta reposición del Elisir d’amore con la puesta en escena de Damiano Michieletto coproducida con el Palau de Les Arts de Valencia y programada en 2013, se antojaba como una apuesta del Teatro Real un tanto «de relleno» y que garantizara, al mismo tiempo, una buena recaudación dada la popularidad del título.
El Sr. Michieletto coloca la acción en una playa atestada de gente y elementos escénicos propios de tal lugar, incluido un chiringuito propiedad de la protagonista (el cual, por cierto ha cambiado de sitio, en las funciones de 2013 se situaba a la derecha del escenario, ahora a la izquierda). Por si fuera poco, a todo ello se añade en el segundo acto una enorme tarta de boda de plástico hinchable. Los ancianos que ocupaban hamaca y sombrilla en primer término desde antes de comenzar la función, abandonan la escena dejando paso a la más estricta y rozagante juventud, cuerpazos espectaculares y torsos desnudos que se duchan, toman el Sol, se broncean y demás actividades colmando un escenario caótico en el que se diluyen los personajes principales. Cierto es que la abigarrada escenografía de Paolo Fantin, habitual colaborador del regista veneciano, resulta colorista, en cierto modo y durante unos minutos, incluso vistosa y bien trabajada, pero también termina por apabullar y, como ya he subrayado, sumada a las masas (muy lejos de estar bien movidas y que apenas cuentan con espacio, bien es verdad) produce confusión y ahoga a los personajes, sus cuitas y estados de ánimo. En lugar de entrar a fondo en el romanticismo, que ya sabemos les produce urticaria a la gran mayoría de directores de escena actuales, se nos plantea un cambio temporal, una deslocalización que aleja la obra de su espíritu (la sencillez e ingenuidad de unos aldeanos queda desnaturalizada en una playa cosmopolita actual) y un constante rosario de movimientos, de juventud plena de vitalidad, que está constantemente haciendo cosas en un escenario en el que apenas pueden desenvolverse, quedando todo lo demás en lugar secundario, también la música e incluso el canto, a lo que contribuyó, asimismo, un reparto encuadrado en una triste mediocridad y una alarmante modestia tímbrica.
Decepcionante la Adina de la soprano norteamericana Brenda Rae, que timbra algo en la zona alta (si bien, lejos de resultar deslumbrante, todo lo contrario, por falta de verdadera punta, brillo y expansión), pero presenta una primera octava prácticamente inexistente, sorda y desapoyada. Sonoridad muy justa y descolorida, pobreza tímbrica, ausencia de carisma, de comunicatividad, además de un fraseo aburrido –dentro de la corrección-, sellaron una desilusionante interpretación de una soprano de la que esperaba mucho más. Adriana González, como Giannetta, la dejó en evidencia con una voz de soprano con ribetes líricos de respetable sonoridad y proyección, compacta, esmaltada y equilibrada en los registros y que, además, resolvió con propiedad los expuestos staccati de su más jugosa intervención situada en el segundo acto. Cuando la seconda donna, que en esta ópera aborda un papel claramente secundario, resulta tan superior por volumen, apoyo y riqueza tímbrica a la prima donna, al primo tenore y al buffo noble de la función, alguien debería reflexionar dentro del organigrama de un teatro. El tenor argentino Juan Francisco Gatell demostró su habitual honradez y corrección. Canta con gusto, pero el fraseo carece de fantasía y sus intentos de apianar se traducen en sonidos blanquecinos con pérdida de timbre. Su material tenoril, liviano, muy modesto en cuanto a brillo y resonancia debería limitarse a Mozart, Cimarosa, Paisiello y, como mucho, Rossini. Su interpretación de la archipopular aria «Una furtiva lagrima» estuvo lejos de crear magia alguna y fue recibida con aplausos de cortesía. Donizetti respeta en el Elisir la tradicional distribución entre Buffo noble o cantante (Belcore) y Buffo caricato (Dulcamara). Escaso interés confirió Alessandro Luongo a su Belcore con una voz árida y pobretona, inexistente en la franja centro-grave, y de proyección limitada. Su canto tampoco destacó ni por modos patricios ni por variedad. Por su parte Erwin Schrott, que asumía el papel de Dulcamara igual que en las funciones de 2013, subrayó el aspecto caricaturesto, excesivo, con una comicidad desbordante y de sal gorda, pero que no hay más remedio que reconocer que termina resultando eficaz y aportó algo de chispa y animación en función tan gris. Ciertamente, el Sr. Schrott cantó "a su manera" como es habitual, pero encarnó la otra voz, junto a Adriana González, con presencia sonora y proyección que pudo escucharse en la representación. En este montaje el charlatán Dulcamara está caracterizado como una especie de camello que trafica -acompañado por atractivas mozas con pelo naranja-, con sustancias sospechosas, mientras el elisir es una bebida energética. En fin, nada que ver con lo previsto por los autores, es decir, ese embaucador simpático al que las rústicos e ingenuos aldeanos terminan queriendo por su empatía y buen corazón.
Pero lo peor, lo verdaderamente insufrible de este Elisir se situó en el foso. Difícil imaginar un desastre mayor que la dirección musical de Gianluca Capuano. Si el sonido que surgió el foso no pudo ser más gris, borroso, ruidoso y bandístico, un auténtico batiburrillo incoherente y atropellado con una cuerda raquítica e inaudible y unos metales desbocados y de filiación pachanguera, qué decir de los tempi erráticos, la inexistencia de articulación, la falta de tensión, la ausencia total de estímulo y verdadero acompañamiento al canto y todo ello aderezado con una ensalada de desajustes. Una auténtica «joya» que también debería hacer reflexionar. En resumen, una función que se encardina perfectamente en la grisura y mediocridad habitual de las representaciones de óperas de repertorio en el Teatro Real.
Foto: Javier del Real
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