Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 11-X-2017, Teatro de la Zarzuela. El Cantor de Méjico (Francis López). José Luis Sola (Vicente), Sonia de Munck (Cricri), Rossy de Palma (Eva Marshall-Coronela Tornada), Luis Álvarez (Riccardo Cartoni), Manel Esteve (Bilou), Ana Goya (Señorita Cécile), César Sánchez (Señor Boucher). Coro del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid (titular del Teatro de la Zarzuela). Dirección musical. Óliver Díaz. Director de escena: Emilio Sagi
Según avanzaba la función, el que suscribe iba recordando aquel día de su niñez en que vió por primera vez por televisión la película “El cantor de Méjico” y estuvo una semana cantando “Méjico”, “Ruiseñor” y “Acapulco”. Efectivamente, Luis Mariano fue un artista legendario con una popularidad excepcional, aún mayor en Francia que en España, toda vez que protagonizó absolutamente la última etapa de la opereta francesa, género hermano de nuestra Zarzuela. Su fraseo imaginativo y fantasioso, único, su técnica que le permitía esa primorosa ductilidad vocal y una deslumbrante combinación de voce di petto y voce di testa con un juego de misto, falsetes, falsettones, siempre bien apoyados y con timbre. Todo ello, junto a su elegante, “glamourosa” y, si quieren, amanerada personalidad, totalmente propia y singular, plena de “savoir faire” se adaptaba perfectamente a estas obras plenas de ligereza en la que la opereta francesa, que encontraba su origen en la lejana Opera-comique del primer tercio del siglo XIX, se enriquecía ya con las influencias del jazz, el musical nortemamericano y elementos floklóricos de Hispanoamérica. “El cantor de Méjico” era la quinta composición que Francis López dedicaba al tenor nacido en Irún. Se estrenó en el Teatro Châtelet de Paris en 1951 y fue la base de la citada película dirigida por Richard Pottier en 1956.
Al contrario de lo que pudiera parecer, no es nada fácil dirigir musicalmente una obra como esta, en la que se combinan momentos banales, muy ligeros y arrevistados con apreciables melodías, además de alternarse ritmos y danzas de bolero, mambo, vals… Óliver Díaz, director titular de la casa, volvió a demostrar su talento y capacidad de trabajo, siempre al servicio de una profunda devoción por la música. Fue capaz de que la orquesta sonara como pocas veces, de tocar en estilo ya sea el fandango, el bolero, el mambo, el mariachi o los elementos de origen jazzístico, de imprimir una gran brillantez al esperado y popular número Méjico, que el propio Díaz invitó al público a cantar y así lo hizo entusíasticamente al final de la función… y todo ello con un marchamo musical impoluto.
José Luis Sola ha de luchar con la alargada sombra de un cantante de la talla y carisma de Luis Mariano destinatario de míticas melodías como El Ruiseñor, Méjico, Maitechu y Acapulco, seguramente fuera esta última la que mejor delineó el tenor navarro, que atesora gusto y buenas intenciones, pero el volumen es muy limitado (el sonido no existe, prácticamente, en la franja centro-grave) además de faltarle remate técnico en unos agudos fáciles, pero abiertos. Los blanquecinos e inacabables falsetes en los que Sola se recreó en Méjico provocaron ovaciones del público aunque el sonido tuviera escaso apoyo y timbre. Por otra parte, deberá mejorar muchísimo en los diálogos hablados que resultaron tan afectados como ininteligibles. Todo los contrario en ese aspecto que Luis Álvarez, todo un maestro del decir en el campo de la zarzuela, la opereta y lo que se le ponga por delante. Fantástico en su creación del empresario Cartoni. Profesional y carina en escena, como siempre, Sonia de Munck en el papel de Cricri, aunque en lo vocal no fue una de sus mejores noches. Manel Esteve mostró el mayor caudal y sonoridad del elenco en la inicial Canción de Bilou y, sobre todo, en el sugestivo número Guarrimba, Dios Inmortal. Rossy de Palma impuso su arrolladora personalidad desde su primera aparición y puede que no sea para todos los gustos, pero es indiscutible que contribuyó eficazmente a la comicidad y tono alegre y jocoso del espectáculo. Lo mismo puede decirse de una hilarante Ana Goya como Cécile (descacharrante su labor de “apuntadora” en su escena con Rossy de Palma durante el rodaje de la película). Muy apropiada tambien la producción de Emilio Sagi sobre escenografía vistosísima, colorista, en puro tecnicolor, de Daniel Bianco.
Acostumbrado al feísmo y minimalismo que impera en la escena operística actual, este montaje es un regalo a la vista. Con su variedad, con sus abundantes cambios de escena, con sus excesos, con su desborde de eso que llaman kitsch, con esa sensación en muchos momentos de estar a punto de salir Carmen Miranda con esa exhibición de llamativo colorido frutal… pero totalmente adecuado a una obra en la que estaría totalmente fuera de lugar un Konzep, una dramaturgia paralela o un alegato filosófico-intelectualoide. Al contrario, la puesta en escena favorece un desarrollo ágil y divertido de una obra ligera que propugna el puro entretenimiento, algo legítimo y que, desde luego, es bien recibido y tiene su lugar en el mundo artístico.
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