La Fundación Juan March y el Teatro de la Zarzuela coproducen la ópera El caballero avaro de Rachmaninoff
Trabajo bien hecho
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 28-IX-2022, Fundación Juan March. Ciclo Teatro musical de cámara. El caballero avaro (Sergei Rachmaninoff). Ihor Voievodin (El barón), Juan Antonio Sanabria (Albert, su hijo), Isaac Galán (El Duque), Gerardo López (El prestamista), Javier Castañeda (Iván, el sirviente). Piano y dirección musical: Borja Mariño. Dirección de escena: Alfonso Romero.
A pesar de deber su popularidad y prestigio, fundamentalmente, a su fascinante obra pianística como compositor-virtuoso, Sergei Rachmaninoff (1873-1943) compuso también para el teatro y llegó a completar tres óperas breves en un acto, Aleko (1893), El caballero avaro (1906) y Francesca da Rimini (1906).
En coproducción con el Teatro de la Zarzuela, la Fundación Juan March añade otro jalón a su admirable ciclo Teatro musical de cámara con la representación de El caballero avaro, ópera en un acto basada en una de las Pequeñas tragedias de Aleksandr Pushkin, el poeta nacional ruso por antonomasia. La obra se centra en el pecado capital de la avaricia con un barón protagonista obsesionado por acumular riquezas, con tamaña pasión por el oro, que lo antepone, incluso, a la sana relación con su propio hijo, además de solazarse con el poder que le confiere. El estreno en el Teatro Bolshoi, bajo la dirección del propio autor, se saldó con poco éxito. Sin duda influyó en ello, que el legendario bajo Feodor Chaliapin, amigo de Rachmaninoff y que había participado en el estreno de Aleko, se negara finalmente a protagonizar El caballero avaro.
Además de las lógicas influencias de Tchaikovsky y Rimsky Korsakov, la obra recibe la de Richard Wagner, fundamentalmente del Anillo del nibelungo que Rachmaninoff presenció en Bayreuth durante su luna de miel en 1902. Como resalta Marina Frolova-Walker en su artículo del estupendo, como siempre, programa de mano editado por la Fundación Juan March, ese influjo wagneriano se traduce, más que en densidad o volumen orquestal, en esa capacidad del genio de Leipzig para crear atmósferas y efectos orquestales, así como caracterizar a los personajes y describir sus sentimientos. Por tanto, evidentemente, con la interpretación a piano escuchada se pierden todos los hallazgos y riqueza de la orquestación de Rachmaninoff.
A pesar de ello, es justo destacar la magnífica actuación como director musical y pianista de Borja Mariño con una labor que destacó, más que por las sutilidades sonoras, por la capacidad narrativa, de crear esas atmósferas y mantener en todo momento el pulso teatral, todo ello con una impecable factura musical y adecuada compenetración con los cantantes. Desde el inquietante y opresivo preludio, perfectamente ambientado, las series de notas ascendentes y descendentes que simbolizan la propagación de la avaricia –tanto como las ratas que aparecen proyectadas en las pantallas situadas en el escenario- y la capacidad para crear clímax cimentaron la notable labor de Mariño. El vigués comandó musicalmente, junto a Alfonso Romero en lo escénico, una representación de muy buena factura, una impecable labor de equipo, bien cuidada y trabajada, buena muestra que con pocos medios se puede hacer teatro lírico de mérito. Todo ello con un elenco vocal -sólo masculino- con voces no especialmente dotadas, pero sí más que suficientes para el auditorio de la Juan March y el acompañamiento exclusivamente pianístico.
Mucho mérito el acreditado por los cuatro cantantes españoles al articular y acentuar en un idioma tan ajeno y complicado para nosotros como el ruso. Por su parte, el ucraniano Ihor Voievodin, totalmente familiarizado y dominador del idioma, lógicamente, con un timbre claramente baritonal, falto de un punto de rotundidad y mayor entidad en el grave, caracterizó bien al avariento Barón, acreditó un buen trabajo escénico y dotó de gran intensidad a su gran monólogo de la segunda escena en el sótano del castillo, donde guarda celosamente sus riquezas y se recrea en la manera que las ha conseguido y la dicha inmensa y el poder que le confieren. De tal forma que, incluso, se corona como Rey, si bien manifiesta también la angustia de que, a su muerte, esa fortuna sea dilapidada por su hijo Albert. Este, en su condición de caballero -para lo que se necesitaba en el medievo un arduo proceso y no pocos sacrificios hasta ser ordenado como tal- merecería la apropiada asignación económica se su padre. Sin embargo, no dispone ni de la mínima solvencia para arreglar su armadura y yelmo, ya deteriorados, con el que triunfa en importantes torneos. El tenor Juan Antonio Sanabria encarnó adecuadamente al personaje y transmitió su sufrimiento, con un canto muy correcto a pesar de algunos apuros en la zona alta. El otro tenor del elenco, Gerardo López, volvió a demostrar sus dotes de caracterizador al conferir toda la mezquindad y carácter taimado al prestamista judío, mediante los apropiados acentos y contrastes en su fraseo. Un personaje más de los que demuestran el antisemitismo acendrado en Europa durante tantos años. Isaac Galán, con su seguridad musical habitual, fue un irreprochable Duque, aristócrata ecuánime que pretende arreglar la terrible situación entre padre e hijo. Color oscuro y densidad, pero emisión demasiado cavernosa la del bajo Javier Castañeda.
Como explica Alfonso Romero, responsable de la puesta en escena, la avaricia como pecado capital asume toda su vigencia en la Edad Media donde se ambienta tanto el relato de Pushkin como la ópera de Rachmaninoff. Con el paso de los años y, particularmente, en la sociedad actual, ese concepto pierde validez y adquiere un mayor significado como patología o alteración psicológica. De tal modo, la puesta en escena de Romero sobre escenografía de Carmen Castañón combina el pasado, el medievo, mediante elementos como un tríptico con tres manifestaciones pictóricas de la avaricia, así como el yelmo y el escudo de Albert y la corona y espada de oro del barón. Sin embargo, el vestuario, a cargo de Gabriela Salaverri, es intemporal y la caracterización del avaro profundiza en el carácter patológico, al querer integrar el oro en su propio cuerpo, el cual muestra las huellas de su ruindad. Asimismo, diversos paneles proyectan imágenes simbólicas, algunas demasiado obvias si se quiere, como esas ratas durante el preludio. También se proyectan gusanos durante el monólogo del Barón, que representan su carcomida conciencia y una suntuosa biblioteca y libros en la escena del palacio del Duque, que parecen evocar el carácter ilustrado y ecuánime del personaje. Una puesta en escena, por tanto, que funciona bien, ha cuidado la caracterización de los personajes, con un buen trabajo con los intérpretes, el texto y su imbricación con la música.
Fotos: Dolores Iglesias / Archivo de la Fundación Juan March
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