Por José Amador Morales
Bayreuth. Festpielhaus. 8, 9, 11 y 13 -VIII- 2017. Richard Wagner: Der Ring des Nibelungen. Ian Paterson (Wotan en ‘Das Rheingold’), Markus Eiche (Donner, Gunther), Daniel Behle (Froh), Roberto Saccà (Loge), Tanja Ariane Baumgartner (Fricka), Caroline Wenborne (Freia, Gerhilde), Nadine Weissmann (Erda), Albert Dohmen (Alberich), Andreas Conrad (Mime), Günther Groissböck (Fasolt), Karl-Heinz Lehner (Fafner), Alexandra Steiner (Woglinde), Stephanie Houtzeel (Wellgunde, Waltraute en ‘Die Walküre’, Norna 2ª), Wiebke Lehmkuhl (Floßhilde, Norna 1ª), Christopher Ventris (Siegmund), Georg Zeppenfeld (Hunding), John Lundgren (Wotan en ‘Die Walküre’), Camilla Nylund (Sieglinde), Catherine Foster (Brünnhilde), Dara Hobbs (Ortlinde), Nadine Weissmann (Schwertleite), Christiane Kohl (Helmwige, Norna 3ª), Mareike Morr (Siegrune), Simone Schröder (Grimgerde), Alexandra Petersamer (Roßweiße), Stefan Vinke (Siegfried), Thomas J. Mayer (Der Wanderer), Ana Durlovski (Waldvogel), Stephen Milling (Hagen), Allison Oakes (Gutrune), Marina Prudenskaya (Waltraute en ‘Götterdämmerung’). Coro y Orquesta del Festival de Bayreuth. Marek Janowski, dirección musical. Frank Castorf, dirección escénica.
El Festival de Bayreuth dice adiós a la controvertida producción de Der Ring des Nibelungen diseñada por Frank Castorf que se ha venido representando desde su estreno en el año del bicentenario de Richard Wagner. Una producción cuyas principales bazas radican en la espectacularidad escenográfica, el tratamiento individualizado de cada una de las jornadas y el desafío de llevar al límite la coherencia del libreto y de la música. Que todo esto sea positivo o negativo o resulte un logro en y por sí mismo es harina de otro costal.
El director de escena berlinés nos ofrece un continuo impacto visual en una sucesión de imágenes que busca la anarquía espacio-temporal. Así, del motel-gasolinera en Das Rheingold, pasamos a la estación petrolífera en Die Walküre y a la dialéctica comunismo-capitalismo en Siegfried y Götterdämmerung puesta de manifiesto con el Monte Rushmore versionado con los rostros de Marx, Lenin, Stalin y Mao y la berlinesa Alexander Platz de una parte, y un suburbio urbano como hogar guibichungo y la bolsa de Nueva York de otra. Al margen de sesudas interpretaciones, los enfoques más o menos logrados no dejan de ser puntuales y mayoritariamente convencionales por más que la supuesta concepción global no lo sea. Es el caso de esa moda por el “destape” sexual (tan cutre como la de nuestro cine de los setenta) que obliga a representar todo tipo de posturas y relaciones sexuales de manera visualmente evidente como si el libreto - ¡y la música! – no fuesen lo suficientemente explícitos. Por otra parte, la saturación visual, sobredimensionada por continuas videoproyecciones teatralmente superfluas, pues no aportan información adicional a lo que se ve, casi siempre resulta agotadora, en contraste con una ausencia de interacción entre los protagonistas: prácticamente no hay un solo dúo en toda la tetralogía en el que un personaje “pase” olímpicamente del otro. Al mismo tiempo, es curioso que dicho hartazgo visual dé paso, conforme transcurre la última jornada, a una progresiva paralización escénica en tanto en cuanto a partir de la muerte de Siegfried y, especialmente desde el comienzo de la escena de la inmolación, no sucede prácticamente nada en escena hasta que cae el telón.
Todas estas líneas de fondo convergen en una manifiesta antimusicalidad probablemente también buscada. Desde la enorme cantidad de efectos escénicos que causan un considerable ruido hasta esa forma de cortar por lo sano todo atisbo de emoción y de sensibilidad que brota de forma natural en muchos momentos de la partitura. Por citar dos ejemplos significativos, en el clímax de los “adioses de Wotan” éste da un lascivo beso a su hija y finaliza la obra no durmiéndola sino dando a entender que se acostará seguidamente con ella: y cuando antes del abrazo final entre Siegfried y Brunhilda, él va a sacar al Pájaro del bosque (aquí toda una vedette) de las fauces de un cocodrilo. En este sentido, el “Anillo de Castorf” ha sido digno del citado bicentenario wagneriano pues ha coronado de alguna manera el proceso de desmitificación (ideológica) de Wagner conjurando, en definitiva, el complejo de culpa que arrastra Bayreuth desde la posguerra.
Teniendo todo esto en cuenta, no es de extrañar que Marek Janowski haya llegado a afirmar que dirige con los “ojos cerrados”, como tampoco sorprende su opción por los tempi ágiles y algunas ocasionales caídas de tensión. Pero a cambio, puso de manifiesto su gran conocimiento de la obra de Wagner, su expresivo sentido del color y su capacidad para desentrañar el intrincado universo de los motivos conductores que recorren la obra y que aquí es decisivo tanto musical como dramáticamente. Contemplando lo que acontecía en escena resulta difícil imaginar cómo podían extraerse sonidos tan hermosos como los del inicio de la tetralogía, en un inolvidable crescendo de una inmensa sutileza tímbrica que tuvo su contrapartida en un impresionante ritenuto en la entrada de los dioses al Walhalla antes de “soltar” a tempo toda la intensidad de la coda final. Por no hablar de la intensísima introducción a Die Walküre, una jornada cuya dirección de gran calado expresivo subrayó y acentuó los elementos poéticos de la partitura a través de una bellísima paleta de colores orquestales. Tanto los preludios como los terceros actos de las dos últimas jornadas fueron portentosos con un preciosismo tímbrico nada superficial: si la marcha fúnebre no merecía cargar las tintas épicas, pues era aquí contraproducente, la inmolación y el final de los dioses (casi en versión concierto por la parálisis escénica anteriormente comentada) fueron oportunamente visionarios. Janowski, que nunca llegó a saludar en solitario, fue el más aplaudido al final de cada una de las cuatro noches cuando, al dejar pasar al resto del reparto para retirarse tras el telón, se quedaba solo unos segundos en los que la sala estallaba en aclamaciones.
El reparto convocado estuvo encabezado por la solvente ‘Brunhilda’ de Catherine Foster que fue a más hasta ofrecer una escena final sobrecogedora en donde, de la mano de Janowski, puso la intensidad que faltaba en lo visual. Ciertamente su materia prima es fundamentalmente lírica y carece del deseable apoyo en los graves, pero la cantante británica, honesta, no fuerza y aprovecha las virtudes de un registro agudo fácil, donde su voz brilla y despunta. A su lado Stefan Vinke compuso un ‘Siegfried’ muy poco refinado y de ingrata falta de musicalidad. No obstante, en la última jornada pareció encontrarse más en forma (en la anterior hubo momentos, especialmente en el primer acto, en que su voz se escuchaba con mucha dificultad) si bien su “Brunnhilde, heilige Braut!” careció de emoción. En el prólogo Ian Paterson encarnó un ‘Wotan’ baritonal, algo monótono en lo expresivo aunque con una línea de canto de cierta nobleza, recreación muy distinta a la ofrecida por el bajo John Lundgren en Die Walküre, de forzados agudos y tendencia a engolar: su importante volumen vocal y su inquietud expresiva no le permitieron sortear del todo las dificultades de un final al que llegó visiblemente agotado. Poco volumen, en cambio, poseía el barítono Thomas J. Mayer, algo que lastró su versión caminante del dios pues, a pesar de poder defenderse en el “Torneo del saber” no sin elegancia, hizo aguas en la escena con ‘Erda’ en donde se le echó encima la orquesta, lo cual es mucho decir habida cuenta de la acústica del Festspielhaus y la poco “invasiva” dirección de Janowski a la hora de acompañar a los cantantes.
Alfred Dohmen acertó más con su creación de ‘Alberich’ en Siegfried, probablemente porque aquí pudo desplegar más la voz que en el prólogo, mientras que su hermano nibelungo fue un fantástico Andreas Conrad, ideal ‘Mime’ que supo ofrecer un perfecto equilibrio entre canto e histrionismo. Siguiendo con más hermanos, hubo indudable química entre la pareja de gemelos welsungos formada Christopher Ventris y Camilla Nylund: de desbordante - y algo distante - lirismo la soprano finlandesa (que se atrevió con una versión breve del célebre grito de Rysanek cuando ‘Siegmund’ saca la espada), menos desahogado pero muy entregado el tenor inglés. Hubo Ambos tuvieron como rival al extraordinario ‘Hunding’ de Georg Zeppenfeld, de voz oscura (¡finalmente!) y un punto gutural que, sin poseer un volumen atronador, aportó empaque y autoridad en el fraseo.
Precisamente autoridad no tuvo el tibio ‘Hagen’ de Stephen Milling, de voz clara y nada contundente aunque compuso una plausible caracterización del malvado personaje. Claridad vocal que compartía el ‘Faffner’ de Karl-Heinz Lehner, de canto comunicativo, y el ‘Fasolt’ de Günther Groissböck. Roberto Saccà fue un forzado ‘Loge’, de escaso volumen y agudos engolados, sin duda mejor en lo escénico: una lástima pues Janowski hizo maravillas durante el pasaje de su casi inaudible racconto.
Finalmente, resultaron convincentes y muy aplaudidas Tanja Ariane Baumgartner con su elegante ‘Fricka’, Nadine Weissmann como convincente ‘Erda’, Marina Prudenskaya en una muy expresiva ‘Waltraute’ durante la última jornada, Allison Oakes como ‘Gutrune’ y el sensual ‘Pájaro del bosque’ de Ana Durlovski. Por otra parte, destacaron las espléndidas Nornas y las Hijas del Rhin por encima de las algo toscas walkyrias.
El Coro y Orquesta del Festival de Bayreuth se revelaron como unos instrumentos deslumbrantes, tan compactos como maleables, en las manos de Marek Janowski, quien extrajo de ellos matices y colores realmente asombrosos. Una delicia poder adentrarse en el inagotable universo musical de la tetralogía wagneriana con semejantes soportes.
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