Por Gonzalo Lahoz
20/01/15 Madrid. Auditorio Nacional. Ciclo Fundación Scherzo. Concierto extraordinario. Obras de Beethoven y Wagner. Orquesta Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela. Gustavo Dudamel, director.
Gustavo Dudamel quiere Madurar. Así, con mayúsculas connotaciones. Lo lleva intentando con Mahler desde hace años con insuficientes resultados: en nuestros oídos aún podemos recordar la brillante, en lo que a sonido se refiere, lectura de la Novena con la Filarmónica de Los Ángeles, o su última grabación de la Séptima, una lectura exigua en el mejor de los casos. Pero es que no es fácil Madurar cuando uno, director o formación, se convierte en un producto de sí mismo. Les ha pasado a muchos llegado el momento, desde Dalí a Karajan pasando por Benavente, pero eso sí: llegado el momento tras años de absoluta genialidad. A Dudamel, de quien últimamente sólo vemos extraer a rasgos generales, luz en Los Ángeles, oscuridad en Gotemburgo y energía en Caracas, le llega “el momento” cuando la mercadotecnia lo decide. Ahora, tras años de reflexión con los consejos de Barenboim (así lo vende su, oh casualidad, misma discográfica), ha llegado su “momento Wagner”; y es que hay que abrirse camino hacia la Philharmonie de Berlín, disputada por Christian Thielemann, la batuta más razonable para sustituir a Rattle en 2018.
La vía que se ha escogido para llegar a la capital germana es Venezuela, junto a la Orquesta Sinfónica Simón Bolivar. Dos formas muy diferentes de hacer y entender la música. Cuarenta años de vida ha cumplido ya El Sistema de orquestas venezolano ideado por el maestro Abreu, una iniciativa espléndida y necesaria, aunque como bien , los niños de Venezuela necesiten algo más que música en su día a día. Ahora se le pregunta a Dudamel y él prefiere mirar para otro lado. Es el eterno debate; ¿debe el artista comprometerse en política? Le ha pasado a muchos, ahí tenemos también a Anna Netrebko por ejemplo. ¿Si el Arte es el resultado de lo social, debe implicarse el artista con su sociedad?
En la Simón Bolívar cabe preguntarse, como puede suceder en otras orquestas, dónde se encuentra la balanza entre instrumentista y músico. Es la reflexión que me planteo tras escuchar la Quinta sinfonía de Beethoven en sus atriles. Un Beethoven verdaderamente enérgico, como lo fue su Wagner posterior, bastante desmedido, con su mejor momento en la Muerte de Sigfrido. Habrá quien lo denomine como emocionante pero, cuidado, la emoción no tiene por qué estar siempre en el grito. Un grito pasional en instrumentos doblados de forma algo arbitraria (cuatro fagotes frente a dos trompetas originales en Beethoven), como podrían haberlo hecho y lo hicieron Karajan o Abbado, con la salvedad de que estos eran quienes eran y Dudamel es Dudamel, quien no tiene la capacidad de recrearse en delicadezas o de crear magistrales degradaciones de colores. Anoche faltó sutilidad, mucha sutilidad. Se apostó por el doble o nada. Por la cantidad frente a la calidad. A Dudamel le faltó aire, espacio y elevación en una cita en la que toda la naturalidad que se pretendía mostrar estaba medida al milímetro. Cada salida al escenario, cada propina (Tristán y Alma llanera) y hasta cada aplauso. Es la primera orquesta que escucho con clá incorporada, en la que los operadores de cámara que graban el concierto arrancan y mantienen los aplausos del público mientras salen los casi 130 instrumentistas al escenario para tocar Wagner. ¿Por qué no se aplaude igual a la misma Berliner Philharmoniker, a la London Symphony o nuestra Orquesta Nacional cada fin de semana? ¿A qué estamos aplaudiendo exactamente? ¿A la música, a los músicos, al producto o a lo guapos que somos todos?
Aplaudamos a El Sistema, a lo que es y a su significado. Aplaudamos a Scherzo, que con este concierto celebraba sus 30 años de vida y aquí sí, apostemos todos a doble y ojalá, por muy aciago que pueda presentarse el horizonte, podamos disfrutar de ella otros 30 años más.
Compartir
Aviso: el comentario no será publicado hasta que no sea validado.