Por Alejandro Martínez
10/11/2014 Dresde: Semperoper. Strauss: Arabella. Anja Harteros, Thomas Hampson, Hanna-Elisabeth Müller, Danie Behle, Albert Dohmen, Daniela Fally, Gabriele Schnaut, Benjamin Bruns, Jane Henschel y otros. Christian Thielemann, dir. musical. Florentine Klepper, dir. de escena.
Hace apenas un par de semanas nos referíamos al brillante trabajo de Christian Thielemann en Viena con Ariadne auf Naxos. Ahora volvemos a reiterar el eleogio, ante su deslumbrante dirección de Arabella en Dresde, teatro en el que ejerce de director titular, y donde ha labrado a conciencia la personalidad tímbrica de la Staatskapelle que se sitúa en el foso. Arabella es una de esas obras que en manos de una batuta poco estimulante pueden convertirse en algo verdaderamente tedioso, pero que en manos de un director consumado y convencido del valor de lo que tiene entre manos se revalorizan de forma evidente. Thielemann apuesta por esta partitura, falta de concisión y con un tono conversacional por momentos excesivo, como buena parte del último Strauss, hasta el punto de revelar la partitura como si apenas la hubiéramos escuchado antes, revisitándola con un sinfín de pequeños detalles. La brillantez de su batuta resalta también a la hora de encarar los momentos con una música más desenfadada y superficial, a los que consigue dotar de una verdad y vitalidad que asombran. Monumental en todo momento la respuesta de la citada Sächsischer Staatskapelle Dresden.
A la maestría de Thielemann se sumaba en esta ocasión el encanto de Anja Harteros en estado de gracia. Soprano tan polémica por sus cancelaciones como incuestionable por lo consumado de su canto en casi cualquier repertorio, lo cierto es que su timbre, con ese color tan aterciopelado y cálido, se pliega como un guante a estas partituras de Strauss. Harteros acierta además al recrear un retrato más bien juvenil y despierto, un punto ingenuo, de la protagonista, a la que a menudo se nos traduce bajo los ropajes de una mujer adulta y madura, casi como si fuese la Mariscala de Rosenkavalier. Harteros tiene ambos papeles en repertorio, lo mismo que Fleming o Schwanewilms, y seguramente sea la única de todas ellas que abunda en este contraste. No olvidemos que Arabella es una joven a la que se busca pretendiente, por lo que no caben enfoques demasiado matroniles, por entendernos. La Arabella de Harteros plantea de hecho esa evolución del personaje, desde un inicio un tanto desenfadado y naïf, a la firmeza y seguridad que muestra al final, tan vulnerable y ofendida como madura y temperamental, capaz de mostrarse tan enamoradiza como decorosa. En suma, una Arabella verdaderamente de ensueño. La comunicación entre Thielemann y Harteros deparó por cierto momentos de una belleza casi insoportable, con esa orquesta sosteniendo en pianissimo a la soprano, cantando en un hilo de voz sutilísimo. Memorable su empaste en el “Aber der Richtige” y en el “Mein Elemer” del primer acto, con una Harteros ensimismada y emocionante, o el subrayado de la orquesta sobre el mimado acento de la soprano en “Und du wirst mein Gebieter sein”, en el segundo acto.
Thomas Hampson, en la piel de Mandryka, retiene el oficio y da constantes muestras de una entrega actoral auténtica, aunque a su instrumento le quedan ya pocos momentos de plenitud. Espléndido el acento en “Das ist ein Fall von andrer Art” y no pocos detalles aquí y allá, pero con una voz que no siempre acompaña al intérprete.
Grata sorpresa el trabajo de la soprano Hanna-Elisabeth Müller, perteneciente al ensemble permanete de Múnich, en la parte de Zdenko, nada fácil de resolver. Espléndida tanto en el apartado vocal como en el escénico. Entregada de principio a fin, supo estar a la altura de Harteros, tarea nada fácil, en los dúos que comparten, como el precioso escrito para ambas por Strauss en el primer acto.
No insistiremos en lo ya dicho aquí varias veces sobre Daniella Fally. Incomprensible que una solista con una coloratura tan borrosa y un sobreagudo tan poco brillante sea la primera opción para estos papeles en teatros de la talla de Viena, Dresde o Múnich. Claramente insuficiente también el Matteo de Daniel Behle, incapaz de resolver la tesitura de su parte. De auténtico lujo, eso sí, la presencia entre los comprimarios de Albert Dohmen como Waldner, Jane Henschel como la echadora de cartas y Gabriele Schnaut como Adelaide.
La producción de Florentine Klepper fue estrenada ya hace unos meses con Fleming como protagonista, en el Festival de Pascua de Salzburgo que Thielemann dirige y se retomaba ahora para este festival en homenaje a los ciento cincuenta años del nacimiento de Strauss que la Semperoper de Dresde había previsto para este mes de noviembre. De perfil netamente clásico, persigue de tanto en tanto abundar de algún modo, con demasiada timidez y desconcierto, en el tema del compromiso entendido como un juego de dominación entre ambos géneros. La cosa queda en un quiero y no puedo que no lleva a ninguna parte. La escenografía de Martina Segna, aunque con otra estética, calca el mecanismo lateral de espacios que se van mostrando y ocultando conforme avanza la acción, idénticamente dispuesto en la producción de Christof Loy, que precisamente estos días se ve en el Liceo.
Fotos: Semperoper Dresden
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