Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 23-XII-2020. Teatro Real. Don Giovanni –Il dissoluto punito ossia il Don Giovanni- (Wolfgang Amadeus Mozart). Christopher Maltman (Don Giovanni), Erwin Schrott (Leporello), Brenda Rae (Donna Anna), Anett Fritsch (Donna Elvira), Louise Alder (Zerlina), Mauro Peter (Don Ottavio), Tobias Kehrer (El comendador), Krystof Baczyk (Masetto). Dirección de escena: Claus Guth, reposición a cargo de Julia Burbach. Dirección musical: Ivor Bolton.
Don Giovanni es la única ópera de Mozart que se mantuvo en repertorio en el período del romanticismo y ello es debido a su elemento trágico de gran carga dramática. Ese enfrentamiento entre el bien y el mal, este último simbolizado por ese mito de indudable procedencia española -Tirso de Molina-, aunque con expansión universal, el Don Juan, el ser solitario e individualista, sin principios, que sólo se somete a la búsqueda del placer, que rinde culto a lo sensorial, ajeno a ningún temor de Dios, indiferente ante cualquier convención social. Todo ello implicó interpretaciones, cuya influencia llegó a bien entrado el siglo XX, que dejaban de lado otros importantes aspectos de obra tan compleja, especialmente su importante sustrato de ópera buffa italiana, así como el equilibrio y la ambigüedad tan genuinamente mozartianos.
El Teatro Real, dentro de su cada vez más encauzada «vuelta a la normalidad», insólita en el panorama internacional, termina el año con la cuarta producción de Don Giovanni que se ha programado en el recinto de la Plaza de Oriente desde su reapertura. Las anteriores fueron más bien olvidables, empezando por la de Daniel Barenboim con las huestes de la Staatsoper Berlinesa en el año 2000, pues su memorable Tristán fue acompañado por una gris interpretación de la obra maestra mozartiana, aunque nunca olvidaremos el Comendador de Matti Salminen, ahora que no hay, practicamente, bajos dignos de tal nombre. La edición de 2005 -con el montaje de Lluis Pasqual y plúmbea dirección de Víctor Pablo- se saldó con un escándalo el día del estreno, que se llevó por delante, incluso, a un cantante tan querido en Madrid como Carlos Álvarez. En el año 2013 llegó el Don Giovanni con delirante puesta de escena de Dmitri Cherniakov que fue acogido con sonoras protestas y gritos de «Pobre Mozart».
En esta ocasión, este Don Giovanni con puesta en escena de Claus Guth (procedente de Salzburgo y que data de 2008) y dirección musical de Ivor Bolton se puede encuadrar en una buena «labor global» de esas que tanto se jalean actualmente, en época de escasez de cantantes de gran categoría y personalidad y reinado de los directores de escena. Un elenco homogéneo, sin ningún cantante que destaque especialmente ni ninguno que lleve al desastre y una dirección musical de impecable factura y rigor estilístico, aunque sin especial inspiración y personalidad.
En tal sentido, hay que destacar, especialmente en el aspecto interpretativo, la creación del barítono inglés Christopher Maltman, que tiene totalmente asimilado el montaje de Claus Guth que él mismo estrenó. En lo vocal, estamos ante un buen material, sonoro, pero de timbre gris, nada bello ni flexible, lo que se puso de manifiesto particularmente en un aria como «Fin ch’han dal vino» en el que le costó un mundo ajustar el tempo -más bien moroso de Bolton-, por lo que la ausencia de chispa convirtió el llamado «aria del champagne» en el «aria del vino denso y con cuerpo de la ilustre villa de Toro». Igualmente, el cantante británico no es un fino estilista y le faltó, en general, gusto, clase en el fraseo, de lo que fue buena muestra la serenata del segundo acto.
La mejor de las tres cantantes femeninas y de todo el elenco fue la soprano estaounidense Brenda Rae en una Donna Anna, cuya actitud –entrega total- hacia Don Giovanni antes de la llegada de su padre queda muy clara en esta producción. La Rae cuenta con un material de lírico-ligera bien timbrado, con cierta guturalidad de emisión y ayuna de un punto de morbidez, pero con una sólida técnica que le permite destellos de calidad (ese filado bien apoyado y con timbre en el recitativo previo al aria «non mi dir»), pero que aparecen demasiado fugazmente. La soprano de Wisconsin acentuó de manera vibrante el recitativo acompagnato (frente al recitativo secco mayormente utilizado en la obra) previo al exigente aria «Non sai che l’onore» en la que no terminó de encontrarse cómoda en los repetidos ascensos al la natural agudo. Mucho mejor en la espléndida «Non mi dir» del acto segundo en la que, después de un encendido recitativo, también acompagnato (sostenido por la orquesta y no sólo por el clave como en el secco) desgranó un buen legato y notable agilidad al final del aria.
La Donna Elvira le va muy grande a los modestos medios de la soprano sajona Anett Fritsch, que en su tercera comparecencia mozartiana en el Teatro Real (después de la Fiordiligi en Così fan tutte y la Illia de Idomeneo) demostró, una vez más, ser una cantante que se encuadra en la tradición germánica «de regie», ya que sus cualidades actorales e interpretativas -con las que caracterizó impecablemente el personaje- se imponen netamente a una vocalidad de limitado relieve y más propia de una Zerlina. Ya en su complicada cavatina «Ah chi mi dice mai» pudieron apreciarse las carencias, registro grave débil, como pudo comprobarse en la frase «gli vo’ cavar il cor» y ascensos sin resolver técnicamente, abiertos fijos e hirientes. En la soberana y muy onerosa «Mi tradì» del segundo acto, pieza añadida por Mozart para el estreno en Viena de la ópera, la muy demandada agilidad fue resuelta de manera trabajosa por Fritsch, totalmente superada por la escritura de la pieza, con unos ascensos muy forzados, resueltos con notas fijas y de dudosa afinación.
Más pobre aún, para contrastar, claro, el timbre de Louise Arden, que bordó la Zerlina en lo interpretativo y cantó con gusto, pero con unos medios demasiado livianos. Dinámico, exuberante, rondando siempre el exceso, pero de indudable interés y relieve teatral, el Leporello de Erwin Schrott, que encuentra su mejor arma vocal en el respetable volumen y sonoridad, mientras los intencionados acentos y el sentido del decir equilibran una línea de canto más bien vulgar y deslavazada. Afortunadamente, el suizo Mauro Peter no fue el tantas veces habitual tenor linfático de timbre raquítico y blanquecino al que atribuyen el papel de Don Ottavio, lo cual no lo justifica el hecho de que el personaje, efectivamente, sea más bien un lechuguino. Privado de la gema «Il mio tesoro» –pieza exigente- Peter, con un timbre no muy grato, pero con cierto cuerpo y color, se limitó a cantar con corrección «Dalla sua pace» y el dúo del primer acto con Donna Anna. Engolado, carente de anchura y con unos ascensos imposibles -ese «Don Giovanni a cenar teco m’invitasti» hizo temer lo peor- el Comendador de Tobias Kehrer al que, sin embargo, rescataron algunas notas graves de cierta sonoridad en la escena final. Muy discreto Krystof Baczyk, timbre gris y gutural donde los haya, como Masetto
Después del estreno en Praga en octubre de 1787, Mozart presentó su gloriosa creación en Viena al año siguiente y añadió para la ocasión el Aria de Don Ottavio «Dalla sua pace» en sustitución de «Il mio tesoro», así como el «Mi tradì quell’alma ingrata» para Donna Elvira y el dúo de Zerlina y Leporello «Per queste tue mannine», dado que este último se suele suprimir, podríamos decir que en estas representaciones del Teatro real se ofrece la versión de Viena, aunque la supresión del sexteto final es una tradición que impuso Gustav Mahler y que en las últimas décadas se mantiene o no según la producción, sin dejar de ser arbitrario, pues Mozart nunca lo sacó de la partitura.
Ivor Bolton, director musical titular del teatro, demostró su afinidad mozartiana con una dirección plena de estilo, clara, elegante, con finura y delicadeza, sin asomo alguno de pesantez, pero tampoco de obsesiones ni intransigencias historicistas, para lo que obtuvo un buen rendimiento de la orquesta. Si bien faltaron mayores dosis de inspiración y de contrastes, así como cierto brío o vivacidad en algunos pasajes, o mayor tensión teatral y trascendencia a la escena final, el músico británico lo compensó con las virtudes ya expuestas, a las que se unió la capacidad para resaltar con sensibilidad la esencial importancia de la primorosa escritura mozartiana para las maderas, esas armonías geniales para dichos instrumentos de los que está llena la partitura y son perfecto ejemplo, entre muchos otros, el acompañamiento a las arias «Vedrai carino» de Zerlina o la propia «Mi tradì» de Donna Elvira.
La puesta en escena de Claus Guth se centra en una idea fundamental, que Don Giovanni cae herido en su enfrentamiento con el Comendador, por lo que son sus últimas horas de vida las que veremos sobre el escenario. Esto subraya la circunstancia de que el protagonista nunca ha reflexionado sobre el hecho de la muerte, a diferencia, sin ir más lejos del Comendador, para el que el fin defendiendo su honor, su buen nombre, es un deleite, un deber cumplido. Don Juan, por tanto, se limitará a agotar sus últimos momentos como siempre lo ha hecho, en la búsqueda individual del placer, defendiendo su modo de vida hasta el último suspiro, pero en esta ocasión no se enfrentará a Dios, ni a ninguna fuerza sobrenatural. Sus no!, no! finales no tendrán, por tanto, sustrato metafísico, si no que se dedican a la humanidad. El montaje se vale de una estupenda escenografía de Christian Schmidt –responsable también de un pobre vestuario-, que nos evoca el bosque romántico alemán, lúgubre, ominoso, amenazante, que se sostiene sobre una plataforma giratoria (habitual en las producciones de Guth). El sello del director de escena alemán se aprecia también en un movimiento escénico muy bien trabajado y no resulta difícil adivinar que él está detrás del cuidado y atención a los recitativos –algo que suele faltar, desgraciadamente-, que puede apreciarse en esta producción. Sin embargo, en opinión del que suscribe, todo este planteamiento por bien pensado y bien ejecutado que esté y, además, funcione en su globalidad, tiene sus carencias. No sé si me acusarán de «rancio o casposo», pero ver el banquete de Don Giovanni en el segundo acto, obviamente sin palacio (no es baladí, pues ese gran espacio subraya su soledad), con bolsas de supermercado sobre el tronco de un árbol, pues la verdad le chirría no poco. Por no hablar del hecho, que apostatar del elemento ultraterreno -como suele suceder con los directores de escena actuales, pues consideran el elemento sobrenatural algo «demasiado romántico» y, por tanto, les causa sarpullidos- resta no poca fuerza a la escena final, en que el comendador es una especie de guardabosques-enterrador con azadón, que cava el hoyo donde terminará cayendo exánime el protagonista.
En fin, corresponde, cómo no, agradecer el hecho de poder terminar este infausto 2020 con Mozart y una de las óperas más importantes de la historia del teatro lírico y desear que el 2021 sea mejor, lo cual es fácil. Más bien que nos vaya conduciendo a la anhelada normalidad -no «nueva»- en general y, especialmente, en el teatro lírico y todo el Universo de la gran música.
Fotos: Javier del Real / Teatro Real
Compartir