Por Goele Deckers | Por @ceciliadlibitum
Vigo. Auditorio Mar de Vigo. 5-X-2017. Concejo de Vigo y Auditorio Mar de Vigo. Orquesta Sinfónica de Galicia. Director musical: Dima Slobodeniouk. Solistas: Martha Matheu, soprano y Okka von der Damerau, mezzosoprano. Obras de Igor Stravinski, Gustav Mahler.
El pasado jueves se celebró en el Auditorio Mar de Vigo la inauguración de la nueva temporada de la Orquesta Sinfónica de Galicia. Aunque en ocasiones anteriores ya se había barajado la opción del Mar de Vigo, nunca se había llevado a cabo por no disponer de una acústica adecuada. En esta temporada sin embargo, la OSG ha decidido ofrecer dos conciertos en el Auditorio haciendo uso de la concha acústica que ya había estrenado en diciembre de 2016 con un Mesías en colaboración con las asociaciones corales de la ciudad. Durante esta temporada, la Sinfónica probará las cualidades de esta nueva instalación, ofreciendo dos conciertos. Además del que estamos reseñando, el 2 de noviembre abordará el Concierto de violín de Chaikovski, la Sinfonía No. 94 «Sorpresa» de Haydn y la Música para cuerda, percusión y celesta de Bartók.
Abriendo el programa, el estreno en Galicia del Canto fúnebre de Igor Stravinski, obra que por si misma ya merece una atención especial. Esta partitura temprana fue escrita en 1908 con ocasión de la muerte de Nikolai Rimski-Korsakov. Durante cuatro años, el aún joven y desconocido Stravinski había sido alumno privado del maestro ruso, algo que todavía se puede apreciar en la orquestación de la obra, que es bastante convencional. En sus Crónicas de mi vida describe la idea de la pieza: «todos los solistas de la orquesta pasan por la tumba del maestro, cada uno dejando su melodía como una ofrenda floral mientras que en un segundo plano el murmullo de los trémolos representan las vibraciones de un coro de voces graves». Perdido durante 106 años tras su estreno, este lamento es redescubierto en 2015 en la biblioteca del Conservatorio Estatal Rimski-Korsakov de San Petersburgo. Stravinski la menciona en Memorias y comentarios, recordándola como su mejor obra anterior al Pájaro de fuego y también como la más avanzada en términos de armonía cromática.
En un lugar privilegiado del canon del repertorio sinfónico podemos situar a la Segunda sinfonía «Resurrección» de Gustav Mahler (1895). En aquel momento, el compositor se hallaba inmerso en una continua búsqueda de repuestas a las preguntas existenciales sobre el sentido de la vida y la muerte, y los contrastes temáticos entre el lamento de la muerte y el recuerdo de la vida del héroe, nos vuelven a situar en el contexto programático de la «Titán». En cuanto a la duración, esta Segunda sinfonía sobrepasa las dimensiones de la Primera, situándose habitualmente alrededor de los noventa minutos. Ello se debe a la extensión del primer movimiento, que inicialmente fue concebido como una obra independiente, y el último, que recuerda lejanamente a la Novena sinfonía de Ludwig van Beethoven por el uso de coro y solistas. Entre estos dos grandes pilares se ubican el segundo tiempo, Andante, en tiempo de Ländler, un Scherzo como tercer movimiento, y el expresivo cuarto movimiento, Urlicht, con un solo para la contralto (o mezzosoprano) tomado del ciclo Des Knaben Wunderhorn.
El concierto no pudo empezar a la hora prevista debido a la gran afluencia de público. Con las prisas y las luces recién apagadas, apareció el director en escena mientras aún se estaban acomodando en sus butacas. Como consecuencia de esta situación, y a modo de ritual social intemporal, durante los primeros minutos del Canto fúnebre se pudo apreciar un murmullo continuo aderezado de toses tímbricamente variadas. Se hizo por lo tanto muy difícil apreciar la solemnidad de la obra, ya que además del conjunto de ruidos del público había que sumar el del aire acondicionado de la sala. Sin embargo, dejando a un lado estos elementos de distracción, la interpretación de la obra fue muy acertada estilísticamente. Tal como describió Stravinski, la melodía se iba pasando fluidamente por toda la orquesta, aportando los trémolos, acordes disonantes y líneas cromáticas una intermitente sensación lúgubre.
Después de este entrante pasamos al plato principal de la noche: la Segunda sinfonía de Mahler. Dadas las exigencias de la instrumentación que no se pueden disociar de la acústica potencial de la sala, se entiende que la Sinfónica haya decidido interpretarla en el Mar de Vigo. Debo admitir mi prejuicio sobre las posibilidades acústicas reales de la sala, ya que desde los compases iniciales de Stravinski he podido apreciar que el esfuerzo de los músicos no llegaba con la claridad deseada. Me encantó la energía, expresividad y actitud de la orquesta en la interpretación de todo el programa, por ejemplo los primeros violines demostraron un sonido casi angelical en algunos pasajes en piano aún teniendo que insistir en la idea de que desafortunadamente el sonido apenas llegaba a la mitad de la sala. En esa misma línea se pueden poner otros ejemplos acústicos referidos a casi todas las familias orquestales. Dejémoslo claro, ninguno tiene que ver con la calidad de la orquesta, que está obviamente haciendo un gran trabajo en un intento de adaptarse a este nuevo entorno, ni de su director, que se dedicó especialmente a extraer la expresividad y musicalidad del programa presentado. Ilustrando este contexto acústico desfavorable, pudimos apreciar la excesiva reverberación que afectó a las flautas, oboes y chelos o el desequilibrio entre las trompas (izquierda del escenario) respecto a trompetas y trombones (situados a la derecha). Sin embargo, es destacable el buen resultado acústico que consiguió el metal que tocaba fuera de escena (in der Ferne) en el último movimiento de la obra.
Como mal menor, y dentro del comportamiento habitual que la psicoacústica nos explica, al final, nuestro oído se va acostumbrando poco a poco a esa «nueva» realidad sonora permitiéndonos centrarnos en lo interpretativo y así obviar situaciones como el aplauso generalizado antes del final del primer movimiento o el móvil que sonó durante casi dos minutos al inicio del tercer tiempo, y que desgraciadamente volvió a sonar durante las primeras notas de la intervención de la mezzosoprano justo al inicio del Coral de metales del cuarto movimiento.
Como aspectos interpretativos a comentar, destacaría el tempo poco habitual elegido para el segundo movimiento. Allí donde la melodía demuestra claras influencias del Ländler austríaco de finales del XIX, unido a la indicación inicial de Andante moderato –que añade las aclaraciones Sehr gemächlich (muy cómodamente) y Nie eilen (nunca apresurarse)–, la interpretación fue en mi opinión más cercana a un Minueto de finales del XVIII, una danza un poco más ligera y más rápida. Algo parecido ocurrió en el cuarto movimiento durante las intervenciones orquestales, que en nada nos recordaban ya a los corales de la iglesia luterana. Esta elección de unos tempi más vivos, que en Mahler siempre es bastante subjetiva porque rara vez pone indicaciones metronómicas, derivó en que la obra tuviese una duración total de poco más de ochenta minutos.
El tercer movimiento, que utiliza la melodía de Des Antonius von Padua Fischpredigt del ciclo Des Knaben Wunderhorn (¿qué fue primero, la gallina o el huevo? nunca lo sabremos) se convirtió en el intermezzo ideal, interpretada con carácter y ligereza. Tanto el cuarto como el quinto movimiento se interpretaron attaca, una opción bienvenida tras los aplausos imperdonables de los movimientos anteriores. Esto fue mérito de la mezzosoprano Okka von der Damerau que ya empezó a levantarse al final del tercer movimiento y volvió a sentarse muy lentamente tras el inicio del último movimiento. Su expresividad cantando fue maravillosa, viviendo cada momento de su interpretación y siendo capaz de proyectar su sonido por toda la sala. Su dicción fue absolutamente perfecta, ya que se podía entender cada una de sus palabras. Quizás debamos mencionar que ella es alemana, pero aún así, la pronunciación a la hora de cantar suele ser un punto débil en algunos cantantes. Respecto al caso de la soprano catalana Martha Matheu, destacaríamos positivamente su dicción, articulación y fraseo. El coro, aunque también proyectó llenando la sala, tuvo momentos en los que no consiguió la misma claridad del texto que las solistas.
Sterben werd’ ich, um zu leben (Moriré para poder vivir) es una de las frases más significativas del texto que Mahler mismo añadió al poema Die Auferstehung (La resurrección) de Friedrich Gottlieb Klopstock para el quinto movimiento. Orquesta, solistas y coro se dejaron alma y cuerpo en esta interpretación de la que he disfrutado profundamente. Sólo rogaría que la siguiente vez todos dejemos nuestros móviles junto a los abrigos en el guardarropa.
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