Por Diego Civilotti
Vilafranca del Penedès. 1/02/15. Auditorio del VINSEUM. “Un siglo de música catalana para piano”. Homenaje al compositor Josep Soler en su 80 aniversario. Pianista: Diego Fernández Magdaleno. Obras de Soler, Sardà, Taverna-Bech, Casablancas, Grèbol y Taltabull.
Aunque nos gustaría, la frase del encabezamiento no es nuestra. Es de Diego Fernández Magdaleno, quien homenajeó a Josep Soler en su localidad natal con motivo de su 80 aniversario de la única manera que uno puede hacerlo: interpretando su música con rigor y entrega. Más allá de su cercanía personal y artística con Soler, el caso del riosecano Fernández Magdaleno, Premio Nacional de Música en 2010, es casi único en nuestro país. Pianista preciso, honesto y versátil, comprometido con la pedagogía tanto como con la creación musical contemporánea catalana y española, y depositario de un notable bagaje humanístico que se refleja en su faceta de escritor, alimentando un agudo sentido estético como intérprete. En este terreno destaca especialmente por su extraordinaria capacidad de profundidad expresiva. En él, como en todo gran concertista, el discurso pianístico mantiene un equilibrio entre los parámetros técnicos y la elocuencia expresiva; si en algún momento éste se tambaleara, la técnica se pondría al servicio de la idea y no viceversa.
Un programa minuciosamente diseñado que intercalaba obras del homenajeado entre otras de discípulos y cercanos, se abrió con la primera obra que se conserva de Soler, Pour le tombeau de Maurice Ravel de 1951, de clara referencia a Ma Mére l’Oye y a la sonoridad raveliana y francesa que está presente en otras obras del compositor catalán, con una lectura quizá más sosegada que la que ofrece Eugeni Amador de la misma pieza. Tanto en ella como en la siguiente Peça per a piano de 2007 que se abordó sin interrupción, el pianista demostró una gran espontaneidad en el manejo de los matices, decisivos y muy diferentes en ambas piezas. El concierto continuó con Amor y humor de Albert Sardà, obra que pese a un buscado carácter ecléctico muy personal y que caracteriza gran parte de su producción –en este caso casi una tabla de salvación en el equilibrio de los dos principios que anuncia el título– logra mantener una gran unidad estructural; se inicia y concluye con un bello pasaje cargado de lirismo, enlazado por un fragmento que conduce hacia una proliferación de sutilidades tímbricas en un interludio agitado, en el que el compositor saca provecho de numerosos recursos del instrumento. A ella le siguió una sencilla pero efectiva El cant dels ocells de Francesc Taverna-Bech, quien pese a no contarse entre esta nómina de discípulos, en su prolongada dedicación por la música catalana fue cercano tanto al pianista como a Soler. Como Sardà, sí estudió con el maestro villafranqués Benet Casablancas. Éste se sumó al acto con Jubilus, concebida como homenaje a Jordi Savall y dedicada al pianista, que la estrenó en París y que esta vez se zambulló en ella con un control magistral de las dinámicas en un universo que se debatía entre violentas masas sonoras y pequeños detalles reiterativos.
A esas alturas del concierto uno ya estaba convencido de la pluralidad estética de los discípulos de Soler (algo que por cierto también sucedió con el magisterio de Cristòfor Taltabull, su principal maestro), cosa que se confirmó con Armand Grèbol, de quien el pianista interpretó La festa, la folia... y desprès... el record de evocación neoclásica, en algunos momentos stravinskyana, y de factura literal, casi programática. Antes de ella pudimos volver a oír dos creaciones recientes de Soler: Para Pablo, de 2006, escrita con motivo del nacimiento del hijo del pianista, y Dos corales sobre un glosado de Antonio de Cabezón, “Au joly bois sur le verdure”, de Johannes Lupi de 2010, ambas de solemne austeridad meditativa que exigieron del intérprete gran tensión dramática y psicológica y que nos dieron más pistas sobre la trayectoria soleriana y su gran arraigo histórico, a veces mediante la cita o a través de formas musicales heredadas de la tradición como en los dos corales. Era inevitable oír un fruto de su maestro Taltabull: fue el segundo movimiento de su Sonatina de 1910 basado en un tema de Max Reger, con quien estudió en Alemania. Una obra que pese a haber sido escrita con 22 años demuestra la madurez inusual de quien fue mentor de Soler y de las figuras más decisivas de la música catalana en la segunda mitad del siglo XX. Sin detenerse, Fernández Magdaleno continuó con la última obra del concierto, Ver Sacrum de Soler, de título recurrente en su catálogo y asociado a la revista homónima que al amparo de Klimt vio la luz en 1898. En ella la transparencia cristalina que abría el recital por momentos se abandonó, para hundirse en una oscuridad de reminiscencia lisztiana a la que febrilmente el pianista se dejó arrastrar, haciendo crepitar la individualidad de cada sonido hasta los últimos compases. Tras ello, regaló un emotivo bis. Una Cançó de bressol de Casals, dedicada a la madre del compositor. Como remate y casi a regañadientes, Soler dedicó unas palabras al auditorio, en las que agradeció la labor del pianista.
El concierto se inscribía en el marco de la celebración de Vilafranca como Capital Cultural Catalana en 2015. Pudimos comprobar la buena acústica del pequeño auditorio del Vinseum (“Museo de las Culturas del Vino de Cataluña”) que aunque no se llenó, tuvo una reacción positiva y se dejó contagiar por la atmósfera que irradió el solista. Cabe reseñar la magnífica organización en la que destaca el trabajo de Joan Cuscó, conservador del Vinseum y dedicado durante años a estudiar y difundir la obra de Soler. Todo ello hay que situarlo en el impulso que en la localidad se está dando a la actividad musical sin olvidar la creación más reciente, cosa que últimamente ha cristalizado en hechos como la consolidación del Concurso para piano Maria Dolors Calvet impulsado por el Vinseum y la familia Dolors Calvet o la creación hace dos años de la Orquesta de Cámara del Penedés (OCP), que junto al repertorio clásico ofrece actividades en colaboración con agrupaciones dedicadas a la música contemporánea como el Crossing Lines Ensemble. Para que otros tomen nota.
El recital-homenaje permitió un balance histórico de la producción de Soler que llena un arco de más de seis décadas, así como la interesante audición de obras de su primera juventud junto a otras más recientes. Pudimos comprobar tanto sus rasgos inconfundibles como la gran filiación que mantienen entre ellas pese a pertenecer temporalmente a etapas distintas en el catálogo del compositor. En las antípodas de un Carl Orff que pidió a su editor destruir todo lo que había escrito antes de Carmina burana, Soler reconoce sus primeras obras y se reconoce en ellas. Con todo, hay quien podrá suponer apresuradamente que Soler se convierte en un epígono de sí mismo o que en su obra no existe evolución. Se equivoca. La evolución existe pero ésta no es planificada, sino biológicamente inconsciente. Tanto como lo podría ser el crecimiento de un árbol, donde una desviación arbitraria amenazaría la propia vida del organismo y en el que desde la raíz más oculta y hundida en la tierra hasta el último retoño de la rama más alta, forman parte de él. Por eso las digresiones estilísticas para Soler serían apostasías en su dilatada peregrinación artística.
Ante la hipertrofia contemporánea que inunda todos los ámbitos, Soler reduce los dispositivos y su escritura se vuelve cada vez más austera y aforística, esculpiendo columnas de silencio para escuchar entre ellas la música en su desnudez. He aquí, como en otros momentos de la historia de la música, la tristeza trascendental. Artísticamente fecunda y al mismo tiempo inaprensible.
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