Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. 24-II-2018. Palau de la Música Catalana. Ciclo Palau Grans Veus. Diana Damrau (soprano), Jonas Kaufmann (tenor) y Helmut Deutsch (piano). Italianisches Liederbuch, de Hugo Wolf.
Entre 1890 y 1896 Hugo Wolf compuso la totalidad de los 46 lieder agrupados bajo el título de Italianisches Liederbuch, un ciclo que el propio compositor consideró como su “trabajo más original y artísticamente logrado”. Sin duda, es un ciclo particular en la medida en que constituye un complejo ejercicio de intertextualidad, a saber, la musicalización de los poemas italianos anónimos recopilados a mediados del siglo XIX por el italianófilo Paul Heyse y vertidos por este último al alemán.
No era la primera vez que Wolf se interesaba por textos meridionales completamente ajenos al ámbito germánico. Justo antes de la obra que nos ocupa, había publicado su Spanisches Liederbuch, en el que musicaba versos españoles, algunos de estos, traídos al alemán igualmente por Paul Heyse; otros, traducidos por Emanuel Geibel. Sin embargo, la propuesta es en este caso distinta, puesto que,si bien buena parte de estos poemas españoles son anónimos, también se entremezclan otros firmados por clásicos como Juan Ruiz, Lope de Vega o Cervantes, conformando un conjunto heterogéneo o, si se quiere, no plenamente coherente como es el caso del Italianische Liederbuch, en la medida en que este es un compendio de lírica popular, mayoritariamente, de temática amorosa.
Esto último es significativo, pues ahí debe rastrearse el fundamento del juicio que el propio Wolf hace de su obra. Sobradamente conocida es la condición de acólito de Wagner que el compositor austríaco hubiera admitido sin reparos. La obra de Wagner constituye para Wolfl a referencia en cuanto a medio, esto es, la música a partir de la palabra, y de ahí, la formación propiamente de una narrativa musical y, por ende, de la fundición de palabra y música en una sola sintaxis. Ahora bien, la asunción del medio wagneriano por parte de Wolf no implica una identificación con la personalidad wagneriana. Antes bien, Wolf es en ese aspecto una antípoda del compositor alemán. Si en Wagner se encarna la exuberancia de aquel que domeña con firmeza su destino proyectando y materializando sistemáticamente una obratan trascendental como monumental, Wolf es, por el contrario, la viva imagen de la inestabilidad, unser errante e inadaptado que acabó sus días en un manicomio a los 46 años, y así su obra se debe a arrebatos aislados, algo constatable en el hecho de que, de las 242 canciones compuestas por el austríaco, alrededor de 200 daten de un periodo de fervor creador de solo tres años, entre 1888 y 1891.
Precisamente, en esa ausencia de un trabajo sistemático debe hallarse en buena medida la causa de una obra circunscrita –nuevamente en discrepancia con Wagner– a la forma breve del lied, siendo excepcionales –y fallidos, en cuanto a su recepción– los empeños del compositor en géneros mayores como la ópera o el sinfonismo. En su brevedad, el lied, la canción, se ha revelado –así lo atestigua el siglo XX– como la forma de expresión más adecuada a la modernidad, en la medida en que esta surge del derrumbe de los grandes relatos y se traduce en la fragmentariedad de un discurso que pone su mirada en la espontaneidad efervescente de lo cotidiano, de lo contingente y transitorio, de la vida minúscula. Tal es la sensibilidad moderna a la que se apega la personalidad de Wolf, alejada, por tanto, del mesianismo romántico de Wagner y su obra.
En consonancia con esto, el Italianische Liederbuch supone, por parte de Wolf, un abandono de los textos deautores egregios de la literatura alemana –Mörike, Eichendorff y Goethe– que habían conformado los ciclos previos del compositor, lo que ya en buena medida justifica la originalidad que Wolf atribuye a este ciclo. Con el Italianische Liederbuch, Wolf hace efectivo el tránsito de lo grande a lo pequeño, esto es, de la lírica culta a los poemas populares anónimos, de la gravedad germánica a la sencillez y la cálida espontaneidad mediterránea. Ya desde los primeros versos del poema que abre el ciclo queda esto afirmado en lo que puede leerse como una declaración de principios: "Auch kleine Dingekönnenunsentzücken/Auch kleine Dingekönenteuersein".(“También las pequeñas cosas pueden cautivarnos,/también podemos amar esas pequeñas cosas.”). Esa aseveración inicial constituye, pues, la idea central alrededor de la cual orbitan sin excepción los 46 poemas, lo que resulta en una obra de una coherencia absoluta, ya no solo consigo misma, sino con la propia personalidad de Wolf. En la sencillez de cada uno de esos poemas llenos de sensualidad halla Wolf unlugar de serenidad para su arte de orfebre de lo diminuto universal.
Contar con la presencia deunos intérpretes como Diana Damrau, Jonas Kaufmann y Helmut Deutsch para dar vida a este Italianische Liederbuch genera unas expectativas enormes que, sin duda, los tres satisficieron el pasado sábado. Damrau empezó el recital y, a partir de ahí, los dos cantantes bávaros, excepto en algunas ocasiones puntuales, se fueron alternando en las canciones sucesivamente, modificando, por cierto, el orden original del ciclo salvo el primer y último lied. Desde el inicio, Damrau exhibió un dominio pleno de su voz típicamente lírico-ligera, es decir, no especialmente grande, pero en todo momento bien proyectada, ágil y dúctil hasta el detalle más mínimo. Ello aunado a la belleza de un timbre diáfano y homogéneo en todos los registros, que facilita una dicción sin mácula. Unas prestaciones que la soprano alemana puso a disposición de una interpretación calculada hasta el extremo, haciendo gala de otra de sus grandes virtudes, a saber, la presencia escénica. Su canto y su gestualidad se amoldaron en todo momento a cada canción, incluidos aquellos que cantó su partenaire. En ese sentido, Kaufman dio la réplica a su pareja en el escenario. Durante el transcurso de ciclo ambos mantuvieron una constante relación de complicidad en el escenario que se advirtió en una gestualidadtan desenfadada como elegante. No solo cantaron, sino que escenificaron conjuntamente cada uno de los “lieder” de Wolf, elevando su interpretación a un grado de sutileza mayúsculo.
En lo que atañe en concreto Kaufman, cabe señalar que el tenor alemán mostró una vez más su voz de timbre oscuro, algo que acaso en este repertorio juegue más a su favor de lo que acostumbra en el ámbito operístico. Si en este último la voz del tenor bávaro adolece de una impostación un tanto artificiosa cuyo resultado es ese oscurecimiento tímbrico popularmente confundido con una voz grande y que, a fin de cuentas, suele desnaturalizar e incluso afear su interpretación, especialmente en el repertorio italiano y, en menor medida, el francés, lo cierto es que en el ámbito del lied eso no ocurre. El registro mayormente central del repertorio liederístico y especialmente de este ciclo de Wolf permite al tenor bávaro lucir sin estridencias, esto es, preservando casi siempre la homogeneidad de un timbre que, sin dificultad, podría confundirse con el de un barítono. El hecho de no estar sujeto a la identificación con un personaje concreto juega aquí a favor del tenor alemán, en un caso en cierta medida análogo alde Jon Vickers, poseedor de voz tan vasta como basta –aunque no artificiosa, como la de Kaufman–cuyo timbre poco agraciado y falto de esmalte, si bienera especialmente ostensible cuando encarnaba a Don José o en las escenas más líricas de Otello, también era capaz desutilezas insospechadas al abordar el repertorio liederístico. Lo mismo ocurre con Kaufmann, quien con una voz bien proyectada y una emisión más espontánea de lo habitual, mostró en las canciones de Wolf un fraseo siempre cuidado, una expresividad fiel a los textos y un dominio del fiato que le permitió apianar la voz a placer cuando así lo requirió, como especialmente en una delicadísima interpretación, casi susurrada, de la canción número 33, "Sterbich, so hüllt in Blumenmeine Glieder", amenazada por una inoportuna flema que hizo carraspear al tenor alemán. Un imponderable que no restó mérito en absoluto a la intervención de Kaufman, quien solo mostró alguna flaqueza en alguna de las pocas ascensiones al agudo que tuvo que afrontar.
Mención aparte merece Helmut Deutsch, acaso el mejor pianista acompañante de lied de los últimos decenios, quien ofreció una nueva lección magistral. No es posible imaginar una interpretación más cercana a la absoluta perfección, rigurosa hasta el extremo con la partitura, de una riqueza tímbrica desbordante, nítida en la exposición de todos los planos sonoros, inmaculada en la articulación, inagotable en matices expresivos y cómplice absoluto de los cantantes, a los que huelga decir que envolvió como con un guante de seda. Como es habitual en el pianista austríaco, su actuación por sí sola hubiera merecido el importe de la entrada.
Con dos dúos –uno de Schumann y otro de Mendelsshon– a modo de propinas, Damrau, Kaufman y Deutschse despidieron del público del Palau, dando por concluida una velada de auténtica exquisitez musical.
Compartir