Por Óscar del Saz | @oskargs
Madrid. 11-I-2018. TeatroMonumental. Orquesta Sinfónica de RTVE. La luz de la armonía;Concierto para violín, de Alban Berg (1885-1935), Benjamin Schmid, violín;Sinfonía núm. 9 en Re menor, WAB 109, de Anton Bruckner (1824-1896). Dennis Russel Davies, director.
En la época del joven Bruckner, las apetencias musicales vienesas alcanzaron una dicotomía claramente orientada a los partidarios de Wagner y los que eran más afines a la música de Brahms. Dedicando a Wagner su Tercera Sinfonía, Bruckner se posicionó -a lo mejor, no de forma premeditada- en una de las dos corrientes. Si bien su corpus sinfónico no fue siempre bien comprendido y -en algunos casos cuestionado-, Bruckner siempre confió profundamente en su capacidad artística, trabajando sin denuedo, ya que a menudo comenzaba el quehacer en una nueva sinfonía pocos días después de acabar la anterior. Posiblemente afectado por el rechazo de la primera versión de la Octava, Bruckner llevó a cabo una revisión exhaustiva de otras sinfonías anteriores, al tiempo que avanzaba lentamente en la composición de su novena sinfonía.
Es la novena de Bruckner -curiosamente, obra también inacabada, como corresponde a aquello que parece insondable, de fin poco acotado- una obra pegada a la trascendencia, al devenir más allá de la vida, muy en línea con la profunda religiosidad de su autor, si bien se da libertad a cada escuchante de determinar el alcance de esta trascendencia -ello, ayudado por el hecho de que la música no deja de tener un carácter brutalmente romántico-expresionista, de fuerte pegada sonora- pudiendo pensar que allá se encuentra nuestro Dios o LA NADA. Como es habitual en el maestro austriaco, su orquestación alterna distintas familias sonoras, a la manera del timbre del instrumento en el que era considerado un auténtico virtuoso: el órgano.
Entrando ya en materia, señalemos que la lectura/diseñoque realiza el maestro norteamericano Dennis Russel Davies (1944) es muy diáfana y marcadamente fluida, impregnando el espacio de altas densidades sonoras sólo cuando ello es necesario, si bien subraya con propiedad los momentos de mayor sosiego que -además- sirven de espita contemporizadora -relajo- a fin de administrar las progresiones hacía los muchos clímax que esta obra atesora. En el primer movimiento, denotado como Feierlich, Misterioso (solemne, misterioso), se suceden varios arranques hacia la parte más melódica, que el maestro ejecuta con proyecciones sonoras de gran brillo en los metales, además de empastes resaltados de las cuerdas, para así alcanzar -a modo de crescendo continuo- el tutti en fortísimo, consiguiendo una ecualización admirable de todas las secciones y un equilibrio perfecto con la impedancia acústica de la sala del Monumental.
Resaltamos de nuevo que las altas cotas de intensidad y de buen hacer de toda la sección de metales,consiguieron que el sonidofuera lanzado en bloque, como un tsunami, hacia el escuchante: un efecto impactante. Al mismo tiempo, debemos anotar el hecho de que, si la OSRTVE no tiene un sonido de cuño propio, sí que es capaz de amoldarse a los requerimientos -en este sentido- de los directores que la visitan, lo cual también es una de las señas de identidad de esta orquesta. Es verdad que en algunos momentos se observaron -por parte de la sección de violines-, desajustes en las entradas, y una no suficientemente hábil factura en algunos de los fraseos.
En el Scherzo (indicado como Bewegt, lebhaft, -movido y vivo-), del segundo movimiento, la atmósfera que se dibuja es apocalíptica, sin esperanza, por mor de una orquestación en la que abundan las armonías alteradas y los temas desabridos y rechinantes de los violines, inmerso todo ello en una rítmica muy machacona y pesada que el maestro quiso hacer muy presente. Cuando -por contraposición- se acentúa el lirismo, el maestro despliega entonces el rubato, consiguiendo dilatar los momentos de quietud, dotando también a los pizzicati de vida propia.
En el número final, Adagio (Sehrlangsam, feierlich, -muy lento y solemne-), las cuerdas agudas -en muchos momentos- elaboran una malla sonora en semifusas, seguidas de amplias intervenciones de los metales, y donde hay varios momentos de intenso tutti orquestal. Algunos musicólogos han entendido en este movimiento una representación sonora delaaniquilación de mundo terreno a la vez que se entreabren las puertas de la Eternidad... Si ello es realmente así, diremos entonces que el maestro no se lo tomó tan a la tremenda e hizo una lectura más comedida. El final, propiamente dicho, es muy delicado en su concepción y, para llegar a él, el discurso ha ido modulando por distintas tonalidades -esas que Mahler utilizaría después en muchas de sus obras, acuñando el término de «tonalidad evolutiva»-, culminando todo con un bellísimo empaste agudo de las trompas en el que la sinfonía se disuelve.
Aunque por la forma de dirigir de Russell Davies -siempre calma, sin aspavientos-, pudo dar la sensación de extensión en los tempi, no fue así, dada la duración-un poco más de una hora justa- de su versión. A esa sensación dilatada influyó también -como se ha comentado- el que se aplicó en muchos momentos el rubato como alternativa estilística eficiente, dado que puede prodigarse de forma muy exitosa en esta sinfonía. Frente a lo que suele ser habitual, los tres movimientos se ejecutaron haciendo las correspondientes paradas entre ellos, sin restar ello un ápice de unidad ni de pérdida de la tensión -o del discurso- que fue en todo momento muy fluido, controlado y llevadero.
Aunque no se alcanzaron los deseados segundos de suspensión entre el final del acorde y los aplausos del público -segundos de los que suele deducirse una mayor empatía entre el intérprete, la obra y el escuchante-, el maestro Russell Davies fue muy aplaudido por el público, y éste correspondió haciendo levantar a cada una de las secciones de la orquesta. De hecho, fue al final de estos saludos -los conjuntos y los pormenorizados- cuando el maestro decidió inclinarse ante la orquesta, de espaldas al público, realizando una verdadera y larga reverencia que les rindió como muestra de admiración al trabajo realizado y -entendemos- a lo muy satisfecho que se encontraba del resultado final.
El concierto tuvo en su primera parte como protagonista al reconocido violinista austriaco Benjamin Schmid (1968), que interpreto el Concierto para violín y orquesta de Alban Berg, que lleva como subtítulo el de «A la memoria de un ángel» (referido una de las dos hijas de Alma Mahler, que moriría prematuramente nada más cumplir dieciocho años), y que se convertiría en la obra del réquiem del propio autor. La dificultad de este dodecafónico concierto -que nuestro solista superó con creces, acompañado atentamente por Russell Davies- radica en crear -desde la desnudez inicial del instrumento, que destaca por una apariencia de escaso virtuosismo técnico- un discurso maridado con el de la orquesta, cuando ambos evolucionan con distintos códigos sonoros y, además, el violín explora casi solamente su registro más grave. Es entonces cuando en el primer movimiento (con las subsecciones Andante-Allegretto) se torna -por momentos- danzarín, representando a la muchacha en plenitud. En el segundo movimiento (con las subsecciones Allegro-Adagio), aparecen los efectos debidos a la sección de percusión (gong) y los metales con sordina, por lo que el resultado -o la sensación del discurso- es claramente descriptiva de la enfermedad y muerte de la joven. La pieza termina delicadamente con el solo de violín en su registro más agudo, simbolizando el ascenso de la chica malograda hacia el cielo. Un concierto muy bello, sin duda. Lástima que, aunque se estrenara en España (1935), no se programe con más frecuencia.
Foto: Benno Hunziker
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