Crítica de Aurelio M. Seco del concierto ofrecido porla Orquesta Nacional de España bajo la dirección de David Afkham, con la Sinfonía nº 8 de Bruckner en el programa
Como en una fiesta
Por Aurelio M. Seco | @AurelioSeco
Madrid, 13-I-2024. Auditorio Nacional de Música. Temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. Octava sinfonía, Bruckner. David Afkham, director. Orquesta Nacional de España
Eduard Hanslick fue uno de los musicólogos y críticos musicales más influyentes de la Historia, hasta el punto de que su perspectiva estética sigue viva y coleando en el siglo XXI. Autor de un libro titulado De lo bello en la música, Hanslick, que influyó mucho en Bruckner y no precisamente bien, se percató de la importancia de que cada Arte deba conocerse «por su propia misión técnica», y pensaba que la música únicamente debía «comprenderse en función de si misma», pero no en relación a los Sentimientos. «Lo bello en verdad», dice Hanslick, «no tiene finalidad, pues es mera forma», dando paso a una corriente estética que se ha dado en llamar «formalista» y que, como hemos dicho, hoy está más viva que nunca a pesar de sus limitaciones.
Detrás de esta filosofía se esconde una cierta frialdad de larga tradición musical, un concepto sonoro que, queriendo convertirse en la verdadera palabra del compositor, la despoja muchas veces de lo puramente humano. El Materialismo filosófico de Gustavo Bueno ha respondido a Eduard Hanslick con sabiduría, proponiendo tres elocuentes planos de análisis de la obra artística, el literal, el autogórico y el alegórico, este último fundamental a la hora de hablar de la sustantividad poética.
Pero Hanslick no sería tan importante si no tuviera el apoyo incondicional del presente, por ejemplo a través de las grabaciones. Hoy, un melómano cualquiera puede oír en un solo día más veces la Sinfonía nº 8 que el propio Bruckner en toda su vida (parece que el compositor la oyó unas tres veces). Las grabaciones sirven, por pura estadística, para dotar a las obras de cierta identidad homogénea que resulta difícil sacarse de encima.
En 2015 se hizo conocido el caso de un empresario, Luis Conde, que tras escuchar la Segunda sinfonía de Mahler en más de 2.000 ocasiones, y aprendiendo de memoria cuando entraba cada instrumento, ensayó un par de veces con la Sinfónica del Vallés y la dirigió en concierto en el Palau de la Música Catalana.
Cualquier director de los importantes puede hoy caer en la tentación de creer conocer una partitura tras oír diferentes grabaciones y dirigir la obra frente a un espejo. ¡Qué diferencia cuando éstas no existían! Uno tenía que imaginárselo todo. Ni Hermann Levi, que había dirigido la Sinfonía nº 7 de Bruckner, ni Felix Weingartner fueron capaces de poner en sonido una partitura que consideraban dificilísima de interpretar. La Octava fue estrenada por Hans Richter, un valiente.
La facilidad vulgariza las cosas y allana sus morfologías. Todavía recuerdo lo difícil que resultaba acceder en la Fonoteca de Santiago a aquella versión de la Sonata en si bemol menor de Chopin que me fascinaba, o como esperaba como agua de mayo el siguiente disco de Pollini, tras oír asombrado su versión de los Estudios de Chopin. Ahora todo está en Youtube tan a mano que ni nos molestamos en valorar cómo entendía Furtwängler a Bruckner, por ejemplo. En 2024 se conmemora el bicentenario del compositor.
David Afkham dirigió la Octava sinfonía de Bruckner el pasado fin de semana ante una orquesta de músicos brillantes, capaz de tocar magníficamente una partitura que a finales del siglo XIX pocas orquestas eran capaces de afrontar. El propio Afkham, que tiene una hermosa, vibrante y cálida conexión con los profesores de la Orquesta Nacional de España, ofreció todo un recital gestual y sin batuta, en el que cada señal estaba perfectamente indicada, siempre de manera puntillosa y con pasión pulcra, magisterio y entrega. La música resultó impactante a veces, como en un virtuoso espectáculo hanslickiano, por el virtuosismo orquestal y la majestuosidad conductora. Ahora bien, nos hubiera gustado preguntar al director por el sentido del inusualísimo uso de las arpas en algunos de los fragmentos más sublimes y misteriosos de la obra, que oímos sin sentirnos especiales.
El carácter del motivo propuesto a los violines al comienzo del último movimiento nos generó cierta inestabilidad, por su discutible propuesta rítmica respecto al conjunto y la elocuencia que desprendió el canto de los trombones. La coda, divina y espectacular, nos dejó un raro gusto mezcla de gallardía y espectacularidad metálica. El final de esta partitura, de una profundidad tan apabullante como enigmática, no mereció ni el más mínimo Silencio. Ni un solo segundo tardó el público en responder con descreídos y ruidosos aplausos, ostentosos gestos de aprobación y gritos sonoros de júbilo. Como en una fiesta...
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