Crítica de Raúl Chamorro Mena del concierto de David Afkham dirigiendo la Sinfonía nº 8 «de los mil» de Mahler con la Orquesta y Coro Nacionales de España
El eterno femenino nos impulsa
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 1-VII-2023, Auditorio Nacional. Temporada orquesta y coro Nacionales de España. Ciclo Sinfónico 22. Sinfonía núm. 8 “de los mil” (Gustav Mahler). Sarah Wegener, soprano (Magna Peccatrix), Susanne Bernhardt, soprano (Una poenitentium), Serena Sáenz, soprano (Mater Gloriosa), Wiebke Lehmkuhl, contralto (Muller Samaritana), Alice Coote, mezzosoprano (Maria Aegyptiaca), Simon O’Neill, tenor (Doctor Marianus), José Antonio López, barítono (Pater Ecstaticus), David Steffens, bajo (Pater Profundus), Coro Nacional (director Miguel Ángel García Cañamero). Orfeón Donostiarra (director José Antonio Sainz Alfaro). Orfeón Pamplonés (director Igor Ijurra), Antara Koral (director Juan Antonio Jiménez). Orquesta Nacional de España. Dirección musical: David Afkham.
Broche singular y particularmente brillante, el previsto por la Orquesta Nacional de España para su temporada 2022-23, con la interpretación de obra tan monumental como es la Octava sinfonía de Gustav Mahler. Un evento que, al mismo tiempo, recuperaba el proyecto abortado por la pandemia de celebrar en Granada -la misma ciudad donde se produjo en 1970 y con la propia Orquesta Nacional dirigida por Rafael Frühberck de Burgos- el 50 aniversario del estreno en España de esta magna obra.
La voz humana presente en sus sinfonías segunda, tercera y cuarta, retorna con toda su fuerza, en esta octava, la última cuyo estreno pudo ver en vida Gustav Mahler. Bajo su dirección en Múnich el 12 de septiembre de 1910, se reunió un cuerpo coral de 500 miembros, coro de niños de 350, un orgánico orquestal de unos 170 más ocho solistas, lo que llevó al astuto editor a colocarle el impactante título de «Sinfonía de los mil», algo que nunca aprobó Mahler. Efectivamente, la obra puede interpretarse perfectamente con menos efectivos -en esta ocasión se rondaron los 400-, lo cual no atenúa, ni mucho menos, el carácter colosal y grandioso de la partitura.
Con su Octava sinfonía el gran músico bohemio otorga una vuelta de tuerca a su concepto de que una sinfonía debe abarcarlo todo y confiere un inédito protagonismo en todos los movimientos al elemento vocal. «La voz humana es la portadora de toda la idea poética» en sus propias palabras, en un camino hacia la transcendencia y búsqueda de la redención basada en el amor y la fraternidad, con una relación hombre-divinidad, de arriba abajo y de abajo hacia arriba. Todo ello hermana a la octava de Mahler en su concepto con otras magistrales creaciones como La pasión según San Mateo de Bach, la Novena sinfonía y la Misa Solemnis de Beethoven o el Parsifal de Wagner.
La obra se divide en dos partes bien diferenciadas, la primera sobre el texto latino del himno de pentecostés «Veni, creator Spiritus», que con su escritura contrapuntística, abundantes fugas y compleja construcción polifónica nos conduce inmediatamente a Johan Sebastian Bach. David Afkham logró levantar tan complejo edificio con eficacia, perfiló adecuadamente los abundantes pasajes en contrapunto y, sin excesos, expresó la grandiosidad requerida, aunque no pudo evitar cierto desorden y sensación de trazo grueso. Faltó atención al detalle y una mayor penetración en la esencia de la música. La masa coral, de sonido apabullante, por supuesto, no terminó de empastar, se escucharon algunos sonidos desabridos y no se evitaron algunas desafinaciones, especialmente en los infantes. Los solistas se colocaron en la primera fila del coro, detrás de la orquesta, bien integrados en la masa coral y con especial mención a las sopranos Sarag Wegener y Susanne Bernhardt que deben afrontar una escritura muy aguda y la sacaron adelante, si bien alguna nota alta de la Wegener, soprano de centro poco armado, resultó fija y un punto agria.
Después de esa especie de misa inspirada en la obra de Bach, la segunda parte es una suerte de cantata escénica basada en la última escena de la segunda parte del Fausto de Goethe, quien plasma el concepto del eterno femenino (Ewig-Weibliche), que retoma Mahler, con toda su pureza, fuerza, tanto moral como espiritual y consecuente poder de redención. «El eterno femenino nos llevará hasta el cielo».
En esta ocasión los solistas entraron y salieron para cantar sus intervenciones delante de la orquesta. Cierta sonoridad y cálidos acentos por parte del barítono José Antonio López concurrieron para compensar un timbre y línea canora carentes de la nobleza exigida como Pater Ecstaticus. Defendió bien, suficientemente recio, pero no rotundo, el bajo David Steffens su difícil parte como Pater Profundus. Impecablemente musicales las sopranos Sarah Wegener y Susanne Bernhardt -bellísima la introducción orquestal con las arpas y la cuerda en pianissimo a la intervención de esta última como una penitente, que no es otra que Margarita-. Aún más destacada, la jovencísima soprano española Serena Sáenz como Mater Gloriosa. Pudo faltarle algo de cuerpo a su centro, pero su delicado canto y esas notas etéreas y luminosas engalanaron su breve pero importante cometido, que abordó desde la zona del órgano para crear ese efecto «desde las alturas» y, además, vestida de blanco, que simboliza la pureza de la Virgen María. Discreta la mezzo Alice Coote frente a una bien guarnecida, equilibrada vocalmente y de cuidado canto Wiebke Lehmkuhl como la Samaritana. EL neozelandés Simon O’Neill, que ha ejercido como heldentenor wagneriano, se mostró muy esforzado en sus dos intervenciones. En la segunda, al menos, se hizo oír, pero sus inclementes agudos se resolvieron con sonidos muy forzados, duros y abiertos.
La dirección de Afkham mejoró en la segunda parte, más reposada, y ofreció momentos de bello lirismo, con una orquesta Nacional a notable nivel, incluidas destacadas intervenciones de su concertino, Miguel Colom y de Daniel Oyarzábal al órgano, a lo que se sumó el buen nivel de todas las secciones. Batuta, orquesta y masa coral sellaron el final con la adecuada grandiosidad, que culminó una interpretación solvente, aplaudidísima por el público, pero a la que faltó hondura y sentido trascendente para poder salir emocionados y con un nudo en el estómago, como corresponde ante obra tan singular y especial.
Fotos: OCNE
Compartir