Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 29-II-2020, Auditorio Nacional. Ciclo Sinfónico Orquesta Nacional de España. Concierto para violín, Op. 61 (Edward Elgar). Vilde Frang, violín. Sinfonía núm. 3, op. 27 «Renana» (Robert Schumann). Orquesta Nacional de España. Dirección: David Afkham.
Me ha alegrado muchísimo volver a reconciliarme con el arte de Vilde Frang y, además, con un concierto tan monumental desde cualquier punto de vista -como bien subraya la musicóloga Inés Mogollón en sus notas del programa de mano- como es el de Edward Elgar. Después de una poco convincente interpretación del concierto de Beethoven en el ciclo Ibermúsica hará año y medio, me he reencontrado con la violinista sensible, musicalísima, de sonido pulido y aquilatado, que me había encantado en su día en el concierto de Stravinsky abordado, como en esta ocasión, con la Orquesta Nacional de España.
La gran pasión que puso Edward Elgar en la creación de su concierto para violín, una de sus obras más queridas, se siente en sus pentagramas, plenos de emotividad, envolvente lrisimo, aliento poético y pulso tardorromántico. La misteriosa frase que introdujo en el encabezamiento de la partitura escrita en castellano «Aquí está encerrada el alma de… » sostiene y refuerza lo expuesto en una obra que supone todo un reto para cualquier violinista, dada su enorme longitud, la copiosa orquesta a la que debe enfrentarse, así como los requerimientos virtuosísticos propios de una composición destinada al mítico violinista vienés Fritz Kreisler, que la estrenó en 1910. Sin embargo, nunca hubo buena sintonía entre solista y compositor-director, por lo que Elgar grabó la obra en 1932 con un entonces jovencísimo y ya en plena cumbre artística Yehudi Menuhin.
Este concierto fue interpretado magníficamente hace unos pocos meses en Madrid a cargo de Nicola Benedetti con la London Philarmonic y Vladimir Jurowski a la batuta. La interpretación de la violinista escocesa fue distinta (y complementaria) a la ofrecida por Vilde Frang en el concierto que aquí se reseña, pues Benedetti cuenta con mayor garra y un temperamento ardiente y extrovertido. Por su parte, la noruega Vilde Frang, más introvertida, basó su espléndida traducción del colosal concierto en la concentración, en la primorosa sensibilidad y escrupulosa musicalidad que brota sin artificio alguno, al contrario, fluye con una gran naturalidad. El sonido no especialmente voluminoso, pero suficiente, surge limpio, bello, cristalino, pues la artista opta por garantizar la pureza sonora frente al gran caudal, evitando con ello el riesgo de que aparezcan durezas, asperezas o estridencias. Frang, en todo momento concentrada, atenta y en plena comunión con la orquesta, tejiendo hermosos diálogos con la misma, desgranó con un fraseo aquilatado, refinadísimo, pleno de lirismo, el bellísimo segundo movimiento.
Además de lo expuesto, Vilde Frang cumplimentó con brillantez las exigencias técnicas y virtuosísticas presentes en toda la composición, pero particularmente reclamadas en el amplísimo tercer movimiento, agotador para el violinista que ya llega al mismo “castigado” por los dos anteriores. No fue el caso de Frang, pues la violinista noruega acreditó sólida resistencia y desgranó sin artificios ni alaracas, pero con una innegable brillantez consecuencia, en este caso, de la seriedad y rigor que le caracterizan –jamás de un vacuo exhibicionismo- los pasajes vertiginosos, los trinos, las dobles cuerdas y esa cadenza situada en el último movimiento, uno diría «por si aún está vivo el violinista». Vilde Frang demostró, que mediante la exquisitez del fraseo, mediante el refinamiento, en definitiva, desde las supremas belleza, nobleza y rigurosa musicalidad combinadas con la tersura y pureza del sonido, también se pueden alcanzan las cotas expresivas que exige el concierto de Elgar. Buen acompañamiento de David Afkham y la orquesta Nacional, ya desde la brillante exposición de la larga introducción orquestal y en el que destacó el impecable acoplamiento y colaboración con la solista. Quizás faltó algo de embeleso, de efusión lírica en el segundo movimiento. Vítores y ovaciones para Vilde Frang que no ofreció propina alguna y se entiende dada la longitud y enjundia del concierto interpretado. No hizo falta.
Robert Schumann concibió su Tercera sinfonía durante su estancia en Düsseldorf –ciudad donde se estrenó el 6 de febrero de 1851 dirigida por su autor- como director de música. Las tierras del Rhin, sus sonidos y evocadores paisajes, están presentes en esta Sinfonía, llamada precisamente «Renana» desde su publicación por parte del editor Friedrich Simrock, y a la que su aparente cáracter programático y estructura en cinco movimientos emparentan con la «Pastoral» de Beethoven.
Afkham expuso el primer movimiento con la apropiada brillantez y energía, desgranando las inspiradas melodías con claridad y equilibrio, aunque se echó en falta una articulación más nítida y flexible, así como una mayor diferenciación de planos orquestales. Muy seguras trompas y trompetas, sonido compacto y terso el de la cuerda, que delineó el apropiado aire danzable del Ländler y unas maderas radiantes, de fraseo bien calibrado, que se lucieron particularmente en el tercer movimiento. En el cuarto llegó el turno de los trombones y el apropiado tono solemne y majestuoso de este capítulo, que confiere otra dimensión a la partitura y contrasta con el resto, aunque la batuta de Afkham no terminó de subrayar ese contraste. Movimiento final exultante, brillante y triunfal a cargo de orquesta y batuta que provocó las ovaciones del público.
Una brillante interpretación, con una orquesta nacional a gran nivel, consciente del gran momento por el que pasa, entregada a su titular y segura de sí misma. Faltó, eso sí, un punto de fantasía, de matices, así como de sentido del pathos, que se sintiera con mayor fuerza ese acendrado latido romántico propio del compositor de Zwickau.
Foto: Marco Borggreve
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